Oviedo Lluis ,
Recensione: JOHN F. HAUGHT, Is Nature Enough? Meaning and Truth,
in
Antonianum, 82/3 (2007) p. 593-596
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Sommario in spagnolo:
La relación de la teología – y de la fe en general – con la ciencia no está resultando nada fácil en los últimos tiempos. Asistimos con cierta preocupación – desde una parte y la otra – a un inusitado incremento de las hostilidades, en un panorama que parecía bastante tranquilo hasta hace poco, y en el que la consigna era más bien “tender puentes”, “buscar intereses comunes” e “intentar convergencias”. La publicación de algunos ensayos recientes por parte de científicos o filósofos de la ciencia contra la religión ha caldeado el ambiente, con las correspondientes recensiones y respuestas en tono muy crítico. Todo parece indicar que estamos ante una especie de “cambio de paradigma”, y que la teología de la ciencia comienza a asumir una dimensión más conscientemente apologética, a partir de la evolución agresiva de algunos ambientes científicos. Se podría sospechar incluso que el momento actual señala el ocaso de una época de armonía y síntesis entre ambas instancias.
No estoy seguro de que ese sea el diagnóstico más correcto de una situación en continua transformación. Lo cierto es que libros como el de Haught se inscriben claramente en este cambio de clima; puede afirmarse incluso de que constituyen un síntoma de dicho cambio. Escrito con la intención de reivindicar la persistencia de “distintos niveles de explicación” de hechos naturales, que dejan espacio a interpretaciones en clave teológica, el autor aprovecha la ocasión para desplegar toda una estrategia decididamente apologética contra las pretensiones exclusivistas del naturalismo fisicalista o del materialismo que exhiben los célebres autores del neodarwinismo.
Haught despliega una batería de argumentos que tiende fundamentalmente a demostrar la incoherencia de la actitud reductivista y del cierre naturalista. Van cayendo progresivamente algunos de los puntos que pertenecen al corpus cientifista actual. En primer lugar el argumento de parsimonia, o la navaja de Occam, pues las explicaciones en clave física o biológica no vuelven redundantes otras explicaciones que se refieren a la finalidad, al gusto o a la intención. El problema en el fondo es de absolutismo epistemológico, y la defensa no interesa sólo a la religión, sino también a la ética y a la estética, que son igualmente desestimadas ante la poderosa mirada naturalista como meros “epifenómenos”.
La razón naturalista sofoca cualquier tipo de esperanza trascendente, para empobrecer las expectativas humanas. No obstante la masiva presencia de este “nuevo credo” en el ambiente científico y académico, el autor está convencido de que hay experiencias o dimensiones de lo real que no pueden ser explicadas sólo con los recursos naturalistas. El argumento central que esgrime el autor para minar la confianza en ese credo se plantea con la pregunta: “¿es el naturalismo coherente con la confianza que cada uno pone en los imperativos de la propia mente?” (36). La respuesta es obviamente negativa. A lo largo de varias páginas Haught reitera que si la visión naturalista de la inteligencia la reduce a un resultado arbitrario de la selección natural, entonces no podemos confiar en ella, pues nada nos asegura que no se trate simplemente de un instrumento al servicio de la supervivencia, que incluye también el engaño y la voluntad de dominar, y no una facultad al servicio de la verdad. Por tanto, la “inteligencia crítica”, tal como la percibimos, no puede ajustarse a un esquema tan reductivo y contingente, que hace de la razón un mero accidente en el proceso evolutivo.
Otros argumentos suceden al de incoherencia, y en general tienen la forma de las paradojas auto-inclusivas de todo proceso reflexivo: no es posible decretar los límites de la realidad natural, a menos que se sea capaz de trascender dichos límites (42). Es necesario reconocer que existen otros campos de conocimiento que extienden la estrechez del modelo naturalista y que abren un espacio de trascendencia: el afectivo, intersubjetivo, narrativo y estético. La mente humana se dibuja entonces como una realidad mucho más potente que el modelo mecánico que resulta de la descripción naturalista.
En relación con los llamados fenómenos de emergencia, como es la vida y la inteligencia o la conciencia, el autor reivindica una vez más la legitimidad de la explicación teológica, junto a la científica, que no debería excluir de por sí y de forma totalitaria, que otros niveles de explicación puedan contribuir a enriquecer nuestro conocimiento de la realidad. La teología reivindica su propia voz, no para anular o poner en discusión la palabra de los científicos, sino simplemente para revelar otro nivel de realidad, otro orden causal, otra lectura de las cosas que responde a otras exigencias. De hecho la ciencia, y ninguna teoría, “puede capturar completamente la plenitud del ser que apenas comienza a ser abarcada por la mente” (92). La mente no puede ser reducida simplemente a sus orígenes a través de la evolución de la sola materia física; de hecho “el desasosiego anticipante del deseo de conocer no puede sentirse enteramente acogido en el universo naturalista” (95). La percepción común es que esa inteligencia trasciende ese límite. El mismo naturalista, si fuera consecuente con sus tesis, no podría dar crédito a los resultados de su propia inteligencia, debería desestimarlos. La emergencia, por consiguiente apunta a un más allá del marco meramente natural.
La cuestión de la finalidad (purpose) también sirve para desmontar algunas de las convicciones naturalistas. Se señala de nuevo lo aporético de la reducción naturalista de todo propósito a la casualidad, pues ellos también necesitan creer en el valor de la verdad y del programa científico que persiguen. No podemos imaginar científicos que simplemente prueban qué teorías triunfan, si no tienen una intención o no representan un valor de búsqueda de la verdad. De hecho también Rorty reconocía que la búsqueda de la verdad – más que el interés por prosperar – era una realidad un-Darwinian (105), lo mismo que la sensibilidad moral. De hecho no contamos con ninguna explicación naturalista sobre el valor superior de decir la verdad. La verdad, prosigue el argumento, sólo puede ser reconocida si se la acepta como un valor que trasciende los límites de la mente. La crítica se dirige por tanto a las maniobras liquidacionistas de la mente y de la conciencia, tan características de una parte de la filosofía de la mente y del cognitivismo. En particular son objeto de revisión las teorías de la emergencia de la mente que recurren simplemente a la contingencia y al “tiempo profundo”, o una enorme cantidad de tiempo. Saben a magia, a explicación insuficiente, y en ningún caso satisfacen una razón científica con un mínimo de rigor. En el límite, algunos científicos admiten, como Lewontin en una famosa sentencia super citada, que no se trata tanto de una deducción científica, sino de una “profesión de fe”, de un compromiso, a menudo contraintuitivo, a favor de esa visión reductiva.
El autor propone otras formas de acceder a la realidad natural, otros modelos, que ofrecen una visión más “estereoscópica”, en el sentido de integrar la dimensión física y la trascendente. Se refiere a las propuestas de Bergson, Polanyi, Whitehead, Lonergan y Theilard de Chardin. Se trata de una forma de empirismo “más radical” que la que ofrece la visión científica, en el sentido de que es capaz de observar en la realidad mucho más de lo que observa el reductivista, y es capaz de integrar las dimensiones objetiva y subjetiva, a menudo ignorada o reducida desde un empirismo no suficientemente radical. De ese “empirismo estereoscópico” resulta una integración entre mente y cosmos, el reconocimiento de la dimensión moral. Desde este punto de vista se puede dar una respuesta al sufrimiento y a la muerte, más allá de las insatisfactorias respuestas de los naturalistas, confiriendo un sentido de “anticipación” en grado de trascender, una capacidad que apunta a Dios como la causa y razón de toda potencialidad.
Haught ha mostrado sobradamente las limitaciones de la visión naturalista, que, a pesar de sus muchas incoherencias, está convirtiéndose en una especie de estándar cultural, un “fondo” o presupuesto del método científico, y una forma aguda de lo que Max Weber llamaría “dinámica de desencantamiento”. Es justo tomar en serio el desafío que de ahí deriva. De todos modos considero que la tarea no está concluida, y que necesitamos una percepción más precisa de la interacción entre ciencia y teología, o fe científica y fe religiosa, en el panorama cultural contemporáneo. Seguramente una teoría de los sistemas sociales que justifique la diferenciación entre códigos de comunicación distintos, la no absolutización de ninguno de ellos, y la interdependencia entre todos, podría prestar una contribución. De todos modos, por ahora, el problema más urgente, desde el punto de vista teológico, es neutralizar las ambiciones totalitarias de la razón científica y del paradigma naturalista; después ya hablaremos de colaboración y de lo que la teología puede y debe aprender de la ciencia.
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