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Relationes bibliographicae: Las ciencias cognitivas y la religión: un primer balance

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Relationes bibliographicae: Las ciencias cognitivas y la religión: un primer balance, in Antonianum, 80/1 (2005) p. 157-166 .
Summary in Spanish:

Hace algunos años que seguimos con atención el proyecto de una “ciencia cognitiva de la religión”. Se trata de un plan ambicioso y prometedor, cuyo interés para las distintas ciencias de la religión, y para la teología en particular, se da por descontado. Se multiplican los estudios, y aunque la empresa todavía no está muy madura y conoce bastantes divergencias, cabe ya hacer algunos balances sobre el estado de la cuestión y registrar las hipótesis que recogen mayores consensos.

La presente revista presta atención a tres de los títulos más recientes, y que seguramente dan la pauta sobre el estado de las investigaciones, las eventuales aplicaciones, así como las perspectivas de futuro. La lectura de esos estudios ofrece una oportunidad para definir mejor el impacto de la nueva metodología y su relevancia para las demás ciencias de la religión, en general, y para la teología, en particular.

Seguramente el primer libro a recensionar no provee exactamente un “estado de la cuestión”, pero sí ayuda a hacerse una idea de por donde van los tiros. Aunque pertenece al género de los Festschrifts, con todos los límites que suelen afectar a estas obras misceláneas, proporciona un panorama de los autores más representativos en el campo, reunidos en torno a una de sus figuras más maduras y competentes. Por otro lado, una buena parte de las contribuciones introduce el sentido de dicha empresa, justifica su empeño y establece algunos de los resultados más significativos.

Para quienes no conozcan la obra de Lawson, uno de las pioneros en el estudio cognitivo de la religión, basta recordar su citadísima obra sobre las dinámicas cognitivas en torno a las prácticas rituales comunes a todas las religiones.

Su libro del 1990 – en colaboración con R. McCauley – Rethinking Religión: Connecting Cognition and Culture, marcó un hito en los estudios de la religión, al introducir una metodología nueva, basada en los nacientes estudios cognitivos, para entender los ritos religiosos, jugando entre las dimensiones de frecuencia e intensidad. Esta tesis de partida fue ampliada en su complejidad y aplicaciones en otra obra más reciente: Bringing Ritual to Mind (2003).

El libro recoge una presentación biográfica de Lawson, una introducción general y dieciséis contribuciones desde las distintas áreas de los estudios de la religión.

Ignoro si responde a algún programa el hecho de que el primero de los autores en ofrecer su perspectiva sea P. Boyer, uno de los más notorios representantes de las ciencias cognitivas de la religión. Representa el extremo más reductivista de esa nueva sub-disciplina, que ha hecho patente en obras como Religion Explained (2001) y un sinfín de artículos en los que repite su convicción de que la religión debe ser comprendida como un “subproducto” (by-product)

de la evolución de la mente humana, y en particular, de su habilidad para conocer las intenciones de los otros (la llamada “teoría de la mente”), y de atribuir agencia a los fenómenos observados. En palabras del autor “no hay ninguna buena razón para la existencia de los pensamientos y actitudes religiosas” (40).

Estamos ante uno de los intentos más brutales de “superación cognitivista de la religión” de los últimos años, en un tono que no respeta ni la complejidad de la experiencia religiosa, ni los principios de corrección ante quienes la viven.

No es mucho mejor el tono de R. McCauley, estrecho colaborador de Lawson, quien llega a decir que la religión es un Rube Goldberg Device, es decir, una invención artificiosa y absurda (lo que en tiempos del TBO se llamaban “los inventos del Prof. Franz de Copenhague”). Se trata de representaciones contra- intuitivas que surgen como resultado de operaciones ordinarias de la mente (latent consequences of normal variation) (52). El resto de su artículo se dedica a justificar el implante conceptual de ese método, que respondería a una visión más científica, y por tanto explicativa, de los fenómenos estudiados, y menos interpretativa.

Otro nombre que destaca en este panorama es el del joven investigador H. Whitehouse, conocido por su aportación tipológica, que reúne los fenómenos religiosos en torno a dos polos de gravedad: el argumento y la imagen. Su aportación revisa en clave crítica los estudios de la religión tradicionales, especialmente los antropológicos y socio-culturales, basados en una ontología defectuosa, inverificable y cerrada en la circularidad hermenéutica. Emerge en contraste la “nueva teoría de la religión”, naturalmente en clave de psicología cognitiva. Un tono algo distinto se percibe en el artículo de D. Wiebe, quien se apoya en un intento reciente de R. Rappaport de conciliar la religión y la ciencia, un ensayo que el autor juzga fallido, a causa de la inconmensurabilidad entre ambas dimensiones, y la imposibilidad de la ciencia de cubrir el espacio religioso.

V. Antonen, otro habitual en las ciencias cognitivas de la religión, propone un esquema más complejo de la mente religiosa, que tiene en cuenta también sus aspectos externos, como la acción y la comunicación, en un ambiente marcado culturalmente; además acentúa la capacidad de categorización de la mente a la hora de entender los procesos de sacralización.

W. Paden se sitúa claramente contra las tendencias pluralistas postmodernas para reivindicar una ciencia de la mente religiosa en grado de proveer modelos universales, válidos para todas las tradiciones y contextos, lo que denomina panhuman behavioral functions (122). A pesar de ello, también en este caso, se acentúa el papel del grupo y de la cultura en la configuración religiosa, algo que insinúa una inevitable circularidad entre las capacidades cognitivas individuales y el imprescindible rol de la cultura.

El tono cambia completamente en la aportación de R. Siebert, un teólogo de origen alemán e identificado con la Escuela Crítica y Habermas, quien presenta su caso contra la reducción científica de la religión, una maniobra que, en definitiva, descuida problemas humanos esenciales, de ansia de justicia o de esperanza, y es incapaz de proponer vías para la necesaria liberación de enteras poblaciones.

R. McCutcheon sigue empeñado en su particular cruzada para liberar los Religious Studies de todo resto ideológico, y contra los que plantean su objeto de estudio más allá del ámbito normal de lo real, una nueva especie de “guerras religiosas” en el ámbito académico anglo-americano.

La segunda parte del libro reúne diez estudios más pormenorizados o casos de carácter empírico. Destacan algunos autores, como J. Barrett, quien ha tratado de verificar empíricamente algunas de las tesis de Lawson. También está presente un discípulo de Boyer, J. Slone, quien retoma el tema de un reciente ensayo sobre la “incorrección teológica”, es decir, la tendencia de personas con buena formación religiosa a mantener supersticiones y creencias poco correctas desde el punto de vista de la teología de la propia tradición de pertenencia.

Como suele suceder en este tipo de libros de homenaje, se puede encontrar un poco de todo: posiciones muy reductivistas, alguna más confesional, y varios intentos de matizar las cosas, para incluir nuevos factores que las posiciones más radicales habrían descuidado. Se echa de menos, de todos modos, la presencia de ensayos más críticos – dentro del paradigma cognitivo – aunque quizás estarían fuera de tono en este libro.

Quien conoce la evolución actual de los estudios cognitivos de la religión, es consciente de que estos siguen afectados por un carácter muy hipotético y difícilmente verificable en muchas de sus propuestas. Sus mismas bases heurísticas son objeto de intensa contención entre los mismos cognitivistas (basta leer las recientes críticas de Fodor y de los Panksepp en relación con la idea de modularidad o con el programa de la psicología evolucionista). Todo parece indicar que nos encontramos aún en alta mar y que los resultados hasta ahora cosechados deben hacer las cuentas con la complejidad característica del comportamiento religioso, un problema que se percibe también en los estudios cogniti vos de otras actividades culturales, como el arte. Por otro lado, el tema de las emociones, por ejemplo, debería estar más presente de lo que aparece en la presente aproximación a la cognición religiosa, aunque sabemos que ésta es una de las zonas más “calientes” y debatidas en las ciencias cognitivas.

El segundo título que nos ocupa platea una especie de “caso de estudio” concreto en la cognición religiosa, la llamada “incorrección teológica”, pero dentro del marco sintético del desarrollo reciente de las ciencias cognitivas.

Las representaciones religiosas incluyen a menudo características peculiares que desafían cualquier cuadro lógico, incluso el de la propia tradición de pertenencia. Da la impresión de que siguen más bien las pautas de la espontaneidad y de la creatividad, no las de la homogeneidad y la adecuación a modelos previos. De todos modos, es justo intentar poner orden en ese panorama tan anárquico; las ciencias cognitivas nos ofrecen sugerencias útiles a la hora de organizar mejor los conceptos religiosos. Una primera distinción que puede servir a dicho fin es la que opone “corrección” a “incorrección” teológica. Se trata de una sugerencia de J. Barrett, quien observa el contraste entre un orden de ideas ajustadas a los parámetros de una determinada tradición religiosa, y otras que la subvierten o que se vuelven extrañas al respecto.

Jason Slone ha intentado aprovechar más este tema, para dar cuenta de las tendencias elementales de la mente religiosa, que a menudo están más vinculadas a los esquemas cognitivos de base, comunes a todos, que a los criterios de la ortodoxia o las condiciones culturales.

El libro inicia describiendo en tono irónico algunas de las formas más comunes de la “incorrección teológica”, como es la oración a favor de una causa particular trivial, como es la victoria del propio equipo deportivo; peor todavía se ponen las cosas cuando lo religioso se asocia a formas supersticiosas o a motivaciones violentas. El autor se propone “iluminar” esas dinámicas, mostrar sus raíces cognitivas, para minimizar sus efectos perversos.

Entrando de lleno en esta breve obra, se tiene la impresión de que el problema tratado constituye más bien un pretexto para justificar la necesidad de profundizar en el proyecto de una “ciencia cognitiva de la religión”. De hecho una buen parte del libro, tres de sus seis capítulos, se dedica a repasar la historia del estudio de la religión, desde sus orígenes ilustrados hasta el desarrollo de la nueva sub-disciplina cognitiva, con las aportaciones de sus autores más destacados.

La narración procede bajo el signo de la evolución y del progreso científico: de las teorías más pobres o menos científicas, a las más fieles al ideal científico y con mayor capacidad predictiva. Parece que el esfuerzo valía la pena, y que el estudio científico de la religión prestó a la humanidad un gran servicio, al contribuir a librarla de “pensadores falsos”, y de lo que era “en el mejor de los casos un impedimento al progreso, y en el peor, algo peligroso” (18).

Con estas palabras nos sentimos desplazados en el tiempo al ambiente optimista de los ilustrados, con sus esfuerzos por liberarnos de la “mentira de los clérigos” y de los perniciosos efectos de la religión.

La reconstrucción de los esfuerzos por “aclarar” la religión pasa por autores “naturalistas”, como Tylor, Frazer y Freud; y “culturalistas” como Marx, Durkheim y Weber. Un paso adelante lleva la crítica al programa de la antropología hermenéutica de C. Geertz y a los pensadores postmodernos; en ambos casos se denuncia su incapacidad de reconocer el gran papel que juegan las condiciones genéticas del ser humano, frente a las influencias culturales.

El tercer capítulo inicia la pars construens, mostrando cuanto ha contribuido la “revolución cognitiva” a aclarar las cosas, y a dar respuestas definitivas al problema de la persistencia de las creencias religiosas. Desfilan las figuras fundantes, como Chomsky y Dan Sperber. Siguen autores que han aplicado el paradigma cognitivo al campo religioso: M.B. Lupfer, H. Lawson, con R.N.

McCauley, con sus estudios sobre la cognición ritual; S. Guthrie y su “dispositivo de detección de agencia”; P. Boyer y su acento en la dimensión “contraintuitiva” de las ideas religiosas; y la clasificación de H. Whitehouse de los modelos de religiosidad: imagenista y conceptual.

El resto del libro plantea tres casos de estudio de “incorrección teológica”, es decir, de la tendencia, cuando no se puede reflexionar demasiado, a simplificar las ideas y a asumir una interpretación religiosa más ajustada a las formas simples del pensamiento humano, lejos de las normas que marcan la ortodoxia.

Esos casos son el budismo y su propensión, a pesar de todo, a actuar como si el Buda fuera una divinidad que puede ayudar a las personas; la transformación de la mente religiosa americana, de una posición calvinista radical, en la que Dios predestinaba todo, a una mucho más voluntarista, con menos espacio a la atribución divina; y la amplia convicción en el papel que juega la “suerte” en las vidas y acontecimientos de nuestros contemporáneos.

El autor concluye su breve ensayo reafirmando su ‘fe científica’, la habilidad de la ciencia cognitiva para desvelar algunos de los misterios de la mente religiosa, y su contribución incluso teológica, en el sentido de que “… a través del estudio científico del comportamiento humano, el conocimiento de Dios es mejor entendido” (125).

Ciertamente parece incuestionable que el conocimiento religioso está mediatizado por esquemas cognitivos y que el fenómeno al que se refiere Jason Slone corresponde a una tendencia frecuente de mucha gente que se declara religiosa. El autor de la recensión también ha tenido ocasión de verificar empíricamente la presencia de algunas de dichas incoherencias. La distinción que aporta es una más en la larga lista de códigos que ayudan a “observar la religión”, aunque no parece que sea siquiera una de las más relevantes. Aunque creo que está fuera de toda duda el hecho de que los cuadros cognitivos elementales presentes en los humanos condicionan en parte las ideas religiosas, y que éstas puedan ser un “sub-producto” (by-product) de otras funciones de la mente centrales para la supervivencia (ontología intuitiva, causalidad intuitiva y probabilidad intuitiva), no es conveniente por ello desacreditar cognitivamente el sentir religioso, como algo derivado. Otro autor que aplica la misma axiomática, como es D. Papineau, considera la “racionalidad teorética” como “subproducto” de otras funciones, lo que no significa reducir su importancia, sino subrayar que su carácter derivado es fruto de una evolución positiva.

Las mal disimuladas tendencias al cientifismo en el autor deberían ser más cautas, en especial cuando se mueve en una ciencia en estado embrionario en la que resulta difícil encontrar dos colegas que coincidan en un punto, como por ejemplo en la descripción modular de la mente. Las fijaciones neo-ilustradas es mejor no comentarlas, para no ofender a la prestigiosa casa editorial que publica el libro.

El tercer libro de interés para nuestro balance presenta un panorama bastante completo y sistemático de las ciencias cognitivas aplicadas a la religión, lo que ayuda a comprender mejor el alcance del proyecto y sus logros efectivos, en relación con otras teorías de la religión hasta ahora disponibles.

La acumulación de conocimientos en el campo de las ciencias cognitivas de la religión ha alcanzado, según algunos, la masa crítica que permite plantear una teoría coherente y completa de los fenómenos religiosos: su origen, evolución y dinámicas que presiden su transformación. El corpus que resulta está disponible para su aplicación en las distintas disciplinas que hasta ahora se han ocupado de la religión, y ofrece una línea alternativa de conocimiento de lo religioso, lo que despierta grandes expectativas y hace vislumbrar avances significativos.

El libro de Whitehouse puede ser considerado como una especie de “estado de la cuestión” y una propuesta sistemática de lo que sabemos tras varios años de investigación. El autor procede de la antropología, un campo en el que han crecido algunos de los autores de la línea cognitivista. En realidad, la obra recoge y amplifica el tema de su ensayo anterior Arguments and Icons (2000), donde desarrolló la teoría de los dos modos de religiosidad al que se refiere el título, y que denomina: “imagenista” y “doctrinal”. La nueva entrega se justifica por la apertura de una colección en la Editorial Altamira titulada “Cognitive Science of Religion”, y financiada por un par de fundaciones. Parece que el nuevo texto apunta a establecer una cierta síntesis y el mapa de las distintas teorías, de sus interferencias, así como de los debates en curso, y quiere ser la base para el desarrollo de futuras investigaciones dentro del grupo de trabajo que colabora en este proyecto.

En el libro desfilan los autores más conocidos en el campo, con los que a menudo el joven investigador entra en discusión. Se respira, pues, un aire de familia, la sensación de estar dentro de un ambiente conocido y de usar un lenguaje común, al que seguramente otros deben ser “iniciados”. De todos modos cada autor tiene sus propias líneas de fuerza, sus motivos más arraigados, que lo distingue de sus similares. Quizás en Whitehouse la idea central sea la tendencia de las creencias religiosas a derivar hacia posiciones más “cómodas”, desde el punto de vista cognitivo, o menos arduas, lo que plantea la tensión que sufren las religiones para mantener la integridad de sus creencias; esto explica la función del ritual y de otros mecanismos de activación o movilización característicos de la organización religiosa.

El libro está estructurado como un compendio de la materia, lo que permite una lectura más ordenada. El capítulo primero sienta las bases teóricas: las tradiciones religiosas están condicionadas materialmente por numerosos factores, sobre todo por la estructura de la mente humana; los fenómenos religiosos son seleccionados, como todo proceso evolutivo, y son transmitidos con pocas variaciones; dicha selección depende del contexto y de sus efectos sobre la memoria; la trasmisión religiosa está motivada en parte por conceptos religiosos explícitos, que a menudo exigen recursos cognitivos muy costosos.

El capítulo segundo sienta las bases de lo que se denomina “la religión cognitivamente óptima”, es decir “un atractor universal, en torno al cual tienden a congregarse muchos conceptos culturales, incluidos los religiosos, en ausencia de tendencias opuestas” (29). El principio de esa dinámica es la tendencia natural de la mente humana, ya observada por Guthrie, Boyer y otros, a generar agentes sobrenaturales de carácter contraintuitivo. También los rituales pertenecen a esa tendencia “natural”, como han explicado Lawson y McCauley, así como los mitos. Esta exposición sirve como base para lanzar la distinción entre esas formas religiosas “naturales”, más inmediatas y fáciles de adquirir, y las que resultan de una evolución hacia formas mucho más costosas o difíciles, un dato que apunta a la plasticidad de la percepción religiosa.

El capítulo tercero aborda el tema de la “religión cognitivamente costosa”, que configura también creencias, ritos y narraciones que requieren mucha más elaboración e inversión de fuerzas.

El autor procede con una segunda parte en la que expone la teoría de los “modos de religiosidad”, en dependencia con la distinción anterior. El primer modo es el doctrinal: se orienta más a la retención de ideas que representan y organizan el universo religioso, a través de esquemas de enseñanza religiosa reiterativa, presidida por líderes, que recurren a la memoria semántica, refuerzan los controles de ortodoxia y tienden a la expansión. El segundo modo es el “imagenista”, basado más bien en ritos esporádicos, pero con gran capacidad de excitación y de activar la memoria episódica, que generan una forma de exégesis espontánea, personal y que impide el desarrollo de liderazgos, centralización, ortodoxia y expansión, pero facilita la cohesión y la formación de comunidades exclusivas (73). La teoría plantea ante todo dos tipos de atractores en torno a los cuales tiende a gravitar toda forma religiosa, para poder encontrar estabilidad y continuidad en el tiempo; en ocasiones la segunda forma sirve para reforzar la primera, aunque cada una sigue una lógica propia. Los capítulos siguientes constituyen una profundización en ambos modelos, con la ayuda de elementos etnográficos y empíricos. Llama la atención la cuestión que emerge ante el “efecto tedio” que afecta a las formas doctrinales, a causa de los procesos de reiteración que se exigen para fijar sus contenidos y de la rutina que causan. Dicho efecto explica la emergencia de reformas y la aplicación de diversos recursos para superar el riesgo de irrelevancia y de colapso que amenazan la supervivencia del sistema religioso; se trata de las técnicas oratorias y de persuasión, controles, incentivos y sanciones, que mantienen los niveles de compromiso y evitan las desviaciones (104).

El siguiente capítulo ofrece una aplicación de la teoría a un caso concreto: el del entusiasmo religioso, así como las formas extremas que asume de fanatismo violento. El autor discute algunas de las teorías vigentes y aporta su propia versión de los hechos: la violencia fanática estaría asociada a derivas hacia la forma más imagenista de la religión, mientras la forma más doctrinal estaría menos expuesta al extremismo. Es más interesante la aplicación de la teoría a las dinámicas que rigen la intensidad religiosa. El autor retoma la teoría de Barrett de la “corrección teológica” para desarrollar el principio del “decaimiento de la forma doctrinal”. Se trata de una especie de inercia a la que están sometidos los sistemas religiosos más sofisticados, a causa de la propensión de la mente a pensar con esquemas cognitivos más simples o acomodados a su propia estructura original. La teoría estipula que, a la larga, las religiones doctrinales tienden hacia el “punto óptimo” o más cómodo, perdiendo su propia identidad y fuerza, lo que requiere continuas y efectivas medidas de control e incentivación, y explica el éxito de los movimientos de revival. Da la impresión, leyendo estas páginas, de que la mayor acomodación de las ideas religiosas a esquemas cognitivos habituales se paga con la pérdida de intensidad religiosa; o bien – en sentido opuesto – que ésta se incrementa a condición de mantener una “tensión” o “contraste” con las formas fáciles de cognición.

La tercera parte del libro contiene dos capítulos en los que se plantean los desafíos teóricos y empíricos de la teoría desarrollada, una especie de “discusión” que el autor prolonga con sus críticos actuales o potenciales, en vistas al posterior desarrollo y verificación de la misma. Lawson y McCauley están entre los principales encausados, pues ellos son los protagonistas de la teoría del ritual más avanzada y también ellos han postulado un sistema de “atractores” en torno a los cuales gravitan las múltiples formas rituales, un desarrollo con bastantes puntos de contacto con la teoría de Whitehouse. El autor reconoce por otra parte la necesidad de conducir más investigación etnográfica e historiográfica, aparte de tests de laboratorio, que aporte la necesaria evidencia empírica que requiere su proyecto teórico.

Antes de terminar, Whitehouse hace un llamamiento a asumir una actitud más científica en el estudio de la religión, que persiga la acumulación de construcciones teóricas, condición del progreso científico. En su opinión, dicho avance y acumulación se está produciendo ya en el sector de la ciencia cognitiva de la religión, aunque reconoce que procede “sobre los hombros” de estudiosos clásicos y de teorías en las ciencias sociales a menudo desprestigiadas por otros colegas cognitivistas.

Es hora de preguntarse por los avances efectivos que resultan de la aplicación de las ciencias cognitivas a la religión, y que responderían a la pretensión de cientificidad que exhiben muchos de sus adherentes. Desde su punto de vista, da la impresión de que se ha alcanzado finalmente el umbral científico en el estudio de la religión, que asegura rigor y credibilidad a sus desarrollos teóri cos, y se ha superado la era de la incertidumbre hermenéutica, del pluralismo metodológico y de la deconstrucción. Si así es ¡que sean bienvenidos! No obstante mucho me temo que la nueva aproximación a ese difícil objeto (o mejor, sujeto) de estudio, que es la religión, adolece de los límites y de la circularidad característicos de todos los intentos anteriores.

Desde luego, me parece una pretensión excesiva el que una sub-disciplina que cuenta con más bien pocos años de existencia pueda haber alcanzado ya la madurez que proclama, en especial si se atiende a las muchas discusiones y falta de consensos que afectan a sus principales promotores, lo que los acerca más bien al campo de los otros estudios hermenéuticos de la religión, caracterizados por el pluralismo, y no tanto al de la certeza científica. Uno de los problemas más duros con los que debe hacer las cuentas ese nuevo enfoque es la gran dispersión de posiciones que caracteriza la mayor parte de los desarrollos cognitivos actuales, donde los consensos son más bien escasos y afectan a cuestiones menos relevantes. De hecho, es raro encontrar una posición teórica que recoja un amplio consenso: ni la mente modular, ni el principio evolutivo de la mente, ni la relación entre emociones y cognición, ni los mecanismos de la memoria, ni las formas de procesar sensaciones… Si la ciencia madre se encuentra en ese estado, cuanto más las disciplinas que de ella dependen se encuentran todavía en una situación de gran inestabilidad y en una fase sólo hipotética, donde la evidencia empírica de las teorías formuladas es bastante escasa y se concentra sobre todo en algunos mecanismos de la memoria.

Por otro lado, la cuestión del efectivo conocimiento adquirido plantea algunas dudas. Para quien está familiarizado con las ciencias de la religión, buena parte de las ideas aportadas por los estudios cognitivos distan de ser originales. Desde hace tiempo se conocían las dinámicas de decaimiento de los sistemas religiosos, el recurso a medidas de contención de dicha inercia, y los procesos de reforma y revival que se originaban y que daban lugar a un cierto “proceso evolutivo” de variaciones, selecciones y posterior estabilización. La novedad es haber introducido algunos términos tomados en ocasiones de la mecánica cuántica, como es el caso de los “atractores”, en torno a los cuales gravitan las formas religiosas con mayores probabilidades de sobrevivir. Pero desde un punto de vista fenomenológico, y no digamos, teológico, toda esa descripción da la impresión de deja vu, y de afirmaciones que rayan lo tautológico cuando se baja al funcionamiento de los sistemas religiosos.

Las cuestiones de detalle son muchas más, sobre todo si se atiende a un efectivo diálogo interdisciplinar: se ignoran las cuestiones que afectan al desarrollo ontogenético y filogenético de la religión, que constituyen variables importantes; los aspectos sociales y culturales son a menudo minimizados y, sobre todo, se ignoran las condiciones propias del estudio religioso, su carácter reflexivo y las paradojas en las que cae, como si estuvieran estudiando algo completamente ajeno o enteramente objetivable.

Todos esos límites no deberían desanimar a los autores embarcados en este proyecto, sino simplemente hacerlos un poco más modestos y falibles – algo imprescindible en la actitud científica – y abiertos al intercambio con otras aportaciones. Su misión es simplemente la de aportar algunos ladrillos más a la construcción teórica, sin la ilusión de contar con la clave única o la lectura mejor de un fenómeno tan complejo. Sólo así se podrá apreciar su contribución peculiar, que aporta una nueva variable, la de las estructuras cognitivas, a la múltiple red de variables que influyen en esta experiencia, de hecho tantas que disuaden de la ilusión de una teoría unificada o de suficiente capacidad predictiva.

Algunas de las aportaciones y de las tesis que los cognitivistas resultan más interesante y fecundas cuando se comparan con otras procedentes de las ciencias sociales. Un ejemplo claro es la idea de tensión religiosa por evitar el decaimiento cognitivo hacia las posiciones más fáciles, que coincide con las ideas de Stark y Finke sobre los imprescindibles niveles de tensión religiosa en el campo organizativo como condición de la propia supervivencia. Al sobreponer la tesis sociológica y la cognitiva se alcanza un panorama más completo de las dinámicas religiosas, muy útil para todos y apto para la verificación empírica.

Ciertamente, todavía es pronto para hacer un balance teológico, o para apreciar los posibles inputs que la teoría cognitiva aporta a los distintos tratados teológicos. Desde luego surgen, en principio, cuestiones apologéticas no secundarias, y que reclaman una respuesta a medida; pero parece evidente que queda bastante espacio para apropiaciones más positivas, dada la utilidad de esa visión para comprender los procesos de la cognición religiosa que afecta también a la fe cristiana. Si la teología fundamental ha defendido siempre la capacidad humana para acoger y entender la revelación divina, aquí se abre un panorama que permite especificar mucho mejor las condiciones de dicha capacidad, y cómo determina la forma de la recepción creyente.

Se abre así un amplio panorama lleno de posibilidades metodológicas y de retos apologéticos para la teología. Habrá que esperar de todos modos a que siga clarificándose la aportación cognitiva al conocimiento de lo religioso. Mientras, los teólogos no deberían sentirse ajenos a esta línea de investigación, ni pueden asumir una actitud simple de “esperar a ver que pasa”. Conviene intervenir ya en el debate, que de otro modo nos pillará francamente desprevenidos.

La fe debe cualificarse hoy también ante la racionalidad cognitivista, que, a pesar de sus muchas limitaciones y de las divisiones entre sus proponentes, abre perspectivas nuevas para reinterpretar las verdades de siempre.



 
 
 
 
 
 
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