Oviedo Lluis ,
Recensione: ANDREW GREELEY, The Catholic Revolution: New Wine in Old Wineskins, and the Second Vatican Council,
in
Antonianum, 80/1 (2005) p. 366-370
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Summary in Spanish:
Se celebra este año el 40 aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, un periodo que facilita una mirada más objetiva y balances más equilibrados. Existe toda una especialización, que puede denominarse Estudios del Vaticano II, dedicada al conocimiento y análisis de los diversos aspectos de aquel evento eclesial, sea desde el punto de vista histórico que teológico. Dichos estudios han alcanzado un alto nivel de rigor y han desvelado la mayor parte de los detalles y aspectos recónditos del sínodo.
Aunque el libro de Greeley no pertenece a esa “rama especializada”, se inserta en otro grupo de estudios que apuntan más a la “historia de los efectos”, a la recepción en sus múltiples dimensiones, y a la revisión crítica de cómo han ido las cosas desde la celebración del Vaticano II hasta nuestros días. Este tipo de textos, abundantes desde hace al menos una década, intentan conectar las limitaciones de la situación actual en la Iglesia con las circunstancias en torno al Concilio, y a menudo plantean una revisión en términos de “qué ha fallado” a partir de ese momento epocal. Greeley es uno de los sociólogos católicos más notorios y maduros; sus análisis revisten la autoridad no sólo del experto, sino del hombre de Iglesia experimentado y entregado a ella. Sería un error ignorar su reflexión.
El título del libro de Greeley expresa ya un cierto juicio sobre la marcha de las cosas: “vino nuevo en odres viejos”. El símil evangélico indica la incompatibilidad entre viejas estructuras presididas por una cultura eclesial cerrada, por un lado, y nuevas propuestas, junto a un nuevo formato cultural, por otro. Da la impresión de que en cierta medida no se ajustaron los nuevos planteamientos con el marco institucional y cultural propio del catolicismo tradicional, lo que ha provocado efectos no deseados, desconcierto, mala gestión y un sinfín de síntomas negativos; en suma: una transición traumática y todavía mal resuelta.
Al principio, la lectura del libro de Greeley no descubre el sentido de su crítica, por lo demás bastante común. Sólo a partir de la segunda mitad del libro se vuelve más patente su propio programa o sus propuestas para corregir los límites del catolicismo postconciliar.
El autor escoge cuidadosamente el término para caracterizar aquel cambio una “revolución”, necesaria, positiva a pesar de todo, pero una verdadera revolución; no sólo una reforma o una adaptación; lo dice un testigo excepcional de ese cambio. Basta repasar la historia anterior y la conciencia eclesial de aquel tiempo para darse cuenta de que la jerarquía ostentaba una elevada “confianza en sí misma”, tenía la percepción de que todo estaba “bajo control”, tanto en lo ideológico, como en lo práctico o en la gestión de la vida cotidiana. De repente da la impresión de que los viejos odres “revientan”, y de que se percibe cada vez más una distancia entre la cultura eclesial tradicional y las nuevas exigencias del clero y del laicado, un cambio que se vuelve cada vez más patente a lo largo de los años 60 y 70, como demuestran las encuestas de la época en el ambiente americano, que desembocó en una crisis sin precedentes.
Surge espontánea la pregunta ¿qué ocurrió para que se pasara de una situación de gran certidumbre y estabilidad al desconcierto y crisis sucesiva? Desfilan algunas teorías procedentes de las ciencias sociales: la de Sewell sobre la sucesión de eventos que precipitan, a partir de un punto crítico, un cambio epocal; la de M. Wilde, que descubre un factor de “efervescencia” entre los miembros de la asamblea eclesial, que de pronto se sintieron protagonistas de la historia, y vivieron aquel momento como una oportunidad de cambio y mejora, un entusiasmo que se fue apoderando de todos. Los “malos” de esta narración son, como cabía esperar, los miembros de la Curia Vaticana, grandes perdedores en esta “confrontación”. El autor sigue nutriendo un lugar común poco matizado desde el punto de vista histórico: que Juan XXIII fuera más favorable a los cambios que Pablo VI (63). La cuestión es que tras el Concilio las cosas se torcieron y no parece que se haya logrado una conciliación entre las renovadas exigencias de control por parte del gobierno eclesial, y las expectativas del clero y del laicado católico.
De mayor interés son las reflexiones a partir del capítulo sexto. Greeley se pregunta cómo cabe explicar que, a pesar de la decepción que han vivido la mayoría de los católicos americanos, éstos decidan permanecer en la Iglesia. La respuesta conecta con una tesis anterior del autor, expuesta en su libro The Catholic Immagination (2000). En síntesis: el capital o “activo” más valioso con que cuenta el catolicismo es su capacidad de propiciar un imaginario colectivo mucho más positivo, alegre y convencido de la proximidad divina, gracias a su dinámica sacramental y a sus muchos símbolos de esperanza. El problema es que se ha dilapidado dentro de la Iglesia dicho capital en el intento de una renovación que sacrificaba a menudo lo mejor de la imaginación católica y se asimilaba demasiado a las pautas de la cultura secular y del protestantismo. Es lo que otro autor ha denominado el “catolicismo beige”, en contraste con la expresión colorista y vivaz que caracterizaba al catolicismo tradicional. No obstante, es inadecuado entender la propuesta de Greeley en clave neo-tradicionalista, una sospecha que insiste en despejar. Su énfasis recae en la dimensión estética del cristianismo, que debiera asumir absoluta prioridad, por encima de la cognitiva y de la ética. Está convencido de que el gran problema del catolicismo postconciliar ha sido esa pérdida de atención a lo estético, que ha propiciado otros énfasis. En ese sentido, aprovecha para criticar severamente a los “falsos profetas” (81 ss.), inmaduros y mal formados, que han llevado a cabo una transformación del catolicismo estético en otra cosa desabrida, pálida y de poca capacidad de atracción. Su propuesta es más bien de cultivar dicha dimensión por encima de una “Iglesia de las reglas”, y de propiciar una actitud “encantadora”, especialmente en el clero, en grado de vincular emotivamente personas que necesitan redescubrir en la Iglesia una realidad acogedora y bella.
La parte crítica en los últimos capítulos del libro de Geeley no ahorra a nadie; todos parecen un tanto culpables de esta deriva hacia un catolicismo “políticamente correcto”, aburrido y hasta “pesado”: en primer lugar las autoridades eclesiales, que insisten en volver a imponer reglas y a exigir una “vuelta al orden”; pero también los teólogos, tan ideologizados e incapaces de captar la sensibilidad y las exigencias de la gente; los liturgistas también son blanco de críticas, esta vez demasiado descontadas; y los agentes pastorales, sean clérigos o laicos, por su orientación pastoral hacia un catolicismo desprovisto de imaginación y de riqueza simbólica. En contraste el autor propone recuperar la “imaginación sacramental”, una “herencia cultural” que define como una “caja de herramientas, un conjunto de paradigmas, que sugiere actitudes y comportamientos apropiados como respuesta a los problemas y oportunidades de la vida” (132).
Los análisis y propuestas de Greeley son sugerentes; están fundados en la observación de un sociólogo católico maduro y experimentado, y dan qué pensar. No es difícil sentirse en sintonía con muchas de las críticas que dirige con-tra los excesos típicos de las experiencias postconciliares, que se condujeron en muchos casos a priori, sin discernimiento suficiente, y sobre todo sin un sentido claro de falibilidad, es decir de la prueba sometida a la verificación práctica. Hay sin embargo una cuestión en donde no encajan juicios y propuestas: por un lado está claro que la renovación era necesaria y no se podía posponer; por otro se lamenta que dicha renovación haya sacrificado elementos muy positivos del ánima católica, o, como él dice, de la “imaginación católica”. Da la impresión de querer mantener lo mejor de dos mundos posibles: la modernización con sus ventajas de liberalización y emancipación, por un lado, y por otro, el imaginario de la gran tradición católica. El problema, no sólo pastoral y sociológico, sino teológico, es hasta qué punto se pueda combinar ambos aspectos, o al menos a qué precio.
Tengo la impresión de que el modelo estable en el que se configuraba aquel imaginario colectivo formaba un “paquete” bien integrado e interdependiente. Si vienen a menos algunos de sus elementos, se acaban resintiendo todos. La revolución no puede evitar sus efectos perversos ni las víctimas inocentes. No estoy seguro de que pueda recuperarse la dimensión estética, sin al mismo tiempo recuperar un sentido de disciplina y tensión diferenciada que permite que ciertos símbolos puedan seguir siendo expresivos en el interior de una “comunidad de significación”, que no sólo comparte un imaginario, sino una forma de vida y unos esquemas cognitivos comunes, sobre la base de comunidades bien articuladas.
Hay otro elemento que da que pensar: Greeley es sociólogo y conoce muy bien la orientación del llamado “Nuevo Paradigma” de la sociología de la religión americana (Stark, Finke, Iannaccone). Pues bien, uno de sus presupuestos es que la expansión de un grupo religioso depende de sus niveles de rigor y de motivación para mantener la cohesión y la diferencia con el propio ambiente. Este es un punto que Greeley ignora completamente en su crítica y en sus propuestas. No estoy convencido de que la tesis del Nuevo Paradigma pueda aplicarse en todos los casos y a todos los segmentos de una realidad eclesial amplia y compleja, pero tampoco estoy convencido de que la recuperación del imaginario católico, de una estética más consciente y de una “gestión pastoral más encantadora” puedan de por sí superar la crisis, si no se acompañan de un esquema de rigor e intensificación religiosa que requiere disciplinamiento y motivaciones “fuertes”. Seguramente las dos propuestas se complementan, y también en este caso, como en muchos otros, hay que dar “una de cal y otra de arena”, o un poco de “zanahoria” y otro de “bastón”.
Ojalá el análisis y las propuestas de Greeley nos ayuden a encontrar el modo de confrontar una secularización provocada también por la falta de habilidad dentro de las iglesias para anunciar la fe de forma conveniente en un ambiente muy distinto del que marcó los años de la “gran estabilidad católica”.
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