Oviedo Lluis ,
Recensione: TRACEY ROWLAND, Culture and the Thomist Tradition after Vatican II,
in
Antonianum, 80/2 (2005) p. 370-374
.
Summary in Spanish:
Las relaciones entre fe cristiana y cultura en el ambiente moderno han sido bastante problemáticas. Hace tiempo que se ensayan distintos modelos en vistas a una mejor “inculturación” o a superar las dificultades actuales. No todos coinciden ni en el diagnóstico ni en las soluciones más adecuadas a la crisis. Para empezar, un sector teológico y eclesial bastante amplio prefiere ignorar el problema, o bien, de forma consciente, estima que no debemos preocuparnos por el ambiente cultural en el que se vive la fe, e invitan a profundizar en el mensaje cristiano, inmunizados de la influencia exterior. Otros consideran la importancia del ambiente cultural, y sienten su peso en el anuncio cristiano, pero divergen en las respuestas: las posiciones oscilan entre quienes presionan por una mayor convergencia entre el cristianismo y la cultura moderna, y quienes proponen estrategias de contraste, e incluso de hostilidad cultural, para afirmar una cultura alternativa.
Las cosas se complican cuando el debate se vincula a la recepción del concilio Vaticano II, y en particular de uno de sus documentos programáticos, la Gaudium et spes, que proponía otros estilos de relación con la cultura, e invitaba a reconocer los logros de la modernidad, aunque también a valorar críticamente sus límites.
El libro de Rowland se suma al coro de voces de quienes han tratado de revisar ese documento conciliar a la luz de una recepción equívoca y que habría impedido una sana afirmación de la fe en las décadas recientes, a causa de la futilidad del intento de reconciliar el catolicismo con la cultura liberal. El libro no plantea sólo una pars destruens, sino que ofrece también una alternativa a la desazón actual, con el recurso a la tradición tomista, aderezada con algunos toques postmodernos, en grado de regenerar un marco cultural más propicio para la fe.
El principio teológico que guía la obra, y que es común a los autores de la Radical Orthodoxy, empezando por Milbank, es la no separación entre naturaleza y gracia, entre razón y fe. Como la obra es declaradamente católica y se propone dentro de la línea más confesional, se recurre a De Lubac y a Balthasar para apoyar dicho principio: la continuidad de la esfera natural y la sobrenatural. De ahí deriva una condena a toda dinámica de “secularización” e incluso de “diferenciación” entre el ámbito de lo “mundano” y el de lo “religioso”. En la lógica del autor, la mirada teológica es precisamente la que descubre la presencia de Dios en todo, o cómo todo participa de la divinidad. El drama de la modernidad es precisamente haber intentado cortar ese vínculo, y el drama del catolicismo post-conciliar es haber dado la razón a quienes han llevado a término dicha maniobra de separación.
Aparte de los autores citados, otros dos nombres retornan a menudo a lo largo del texto: el filósofo moral A. MacIntyre y el teólogo del grupo de Communio, D.L. Schindler. Sus obras sirven a menudo de apoyo a las tesis del autor, que encuentra muchos más aliados entre las filas del catolicismo, incluso entre sus protagonistas eclesiales más destacados.
La tesis general del libro puede ser formulada brevemente: el Concilio Vaticano II no acertó en su modelo y estrategia de relación con la cultura moderna, a la que intentó adaptarse; si se quiere recuperar la identidad católica y salvar a la cultura de sus desvaríos, es mejor remitirse a la tradición agustiniano-tomista, dentro de un esquema social presidido por la dimensión sacramental.
La primera parte del libro repasa el modelo del Vaticano II y su recepción. El problema más inmediato para Rowland es que en aquel tiempo la Iglesia no disponía de instrumentos adecuados de análisis cultural, lo que explica algunas de las limitaciones o de la ambigüedad de sus propuestas, de lo que llama explosive problematic (19). Ante todo faltó una conciencia clara de la modernidad como una “formación cultural específica”, y no como una manifestación superior del espíritu humano. De ahí el gran error, que pesaría en la recepción posterior, de reconocer la “legítima autonomía del ámbito cultural”, una orientación que ignoraba las posiciones más críticas de teólogos como Guardini, Balthasar y Przywara – que no fueron invitados como peritos – y siguió más bien la estrategia de aproximación al humanismo liberal, un programa definido por Maritain años antes. De ahí deriva toda la confusión posterior: del intento de mezclar la tradición católica con la liberal, y de consagrar la autonomía del ámbito secular, separado de la configuración teologal de la realidad. Lambert y Rahner están también en el punto de mira del autor, quien los acusa de haber legitimado teológicamente, de forma bastante torpe, dicha autonomía.
La visión que ofrece Rowland del panorama postconciliar, tras las premisas citadas, es desastrosa. El magisterio de Juan Pablo II logra sin embargo invertir la tendencia, al asumir una orientación más crítica hacia la cultura liberal, que es vinculada en ocasiones a la “cultura de muerte”. Es curiosa la lectura que ofrece de ese magisterio, que considera como un vaciamiento ideológico de los valores liberales, para preservar sus aportaciones, pero rellenándolos de contenido católico (50).
La segunda parte es constructiva; propone una vía alternativa de afirmación de la tradición católica en la cultura actual. El punto de partida es una crítica a las limitaciones de la cultura técnica-burocrática, guiada por expertos, que define la situación actual, y que habría contagiado también a la praxis eclesial (59). El ámbito económico es sometido así mismo al fuego crítico, para proponer una conjunción entre “marxismo aristotélico” con el tomismo, que da origen a un “ethos sacramental”.
Prosigue con un capítulo de crítica a la “cultura de masas”, contra la que se revuelve de nuevo un tomismo en grado de formar la personalidad, siguiendo una pauta que aprovecha la memoria y la experiencia sapiencial. Contra la “cultura del olvido” proclama el autor que “… la facultad de la memoria es significativa desde las perspectivas agustiniana-bonaventuriana-balthasariana, para recolectar lo verdadero, lo hermoso y lo bueno, y proveer en consecuencia al alma con estándares de excelencia cultural…” (90). Se contrapone la formación cultural liberal moderna, de raíz protestante, a la católica tomista, tal como ha sido recuperada en su recepción postmoderna.
La crítica se prolonga todavía en otro capítulo, para oponer los extremos de un modelo secular, mecanicista, que encuentra su expresión más acabada en la “cultura de América” y un modelo que se expresa en la “prioridad de la doxología”, un ambiente litúrgico capaz de resistir al capitalismo burocrático, y una forma del amor apoyada en la tradición, opuesta al espíritu mecánico.
La tercera parte se titula “Un desarrollo postmoderno de la tradición”, un título que puede sorprender a quienes no estén habituados al lenguaje de la Radical Orthodoxy, pero que se inscribe en continuidad con aquel proyecto, aunque más enraizado en el ambiente y el magisterio católico reciente. Como siempre, el tomismo constituye el punto de referencia principal, aunque aderezado con los complementos de autores contemporáneos. Rowland apuesta por desdibujar los confines de la filosofía y la teología, se conecta con la encíclica Fides et Ratio, y propone nuevas formas de armonía entre las distintas tradiciones clásicas. La recuperación de las ideas de “tradición narrativa” y de “ley natural”, de la mano de MacIntyre, completa este programa ambicioso de superación de la modernidad liberal o “de los derechos”. El intento se distancia también, claro está, de las propuestas de síntesis del tomismo con la tradición analítica y liberal, que habrían traicionado muchos de los puntos centrales del tomismo clásico, o quizás mejor, postmoderno.
Cuando se aprecia mucho a un autor, se puede hacer una lectura muy flexible del mismo para atribuirle todo lo que se crea conveniente. Los tomistas más acérrimos pueden reinventar a Tomás de Aquino para motivar una especie de “inspiración ficticia”, capaz de fundamentar un programa positivo de recuperación católica de zonas culturales que parecían perdidas o cedidas a otros campos ideológicos. Hay que apreciar este esfuerzo, que se inscribe en la variedad de intentos de recuperar el terreno teológico que la secularización cultural habría arrebatado, y de propiciar una forma religiosa mucho más decidida y capaz de competir con buena conciencia con otras propuestas culturales, ante las que la fe no debiera sentir ningún complejo.
No obstante lo positivo del proyecto reseñado, hay todavía muchos cabos sueltos y se percibe un ambiente excesivamente idealista y que traduce una especie de – como dicen los ingleses – wishful thinking, es decir, de pensamiento que produce lo que desea, o que reproduce sus propios gustos. La propuesta de Rowland parece una construcción ideal, la formulación de un “mundo posible” en el que pueda vivirse un cristianismo cultural enraizado en la tradición tomista, un modelo que, a pesar de todo, no tiene ningún referente real o viable.
Ante todo, la crítica a la modernidad liberal no es leal, sobre todo desde un punto de vista católico y consciente de nuestra propia historia y dificultades con los regímenes liberales, y con la aceptación de la democracia procedural. Por supuesto que es muy fácil desmontar las estructuras profundas de ese sistema social, político y cultural, pero no creo que podamos sustituirlas por un modelo alternativo más satisfactorio, por mucho que se recurra a la retórica de una “sociedad sacramental” o de una cultura basada en la liturgia y la memoria.
Conviene recordar en este punto uno de los fallos más reiterados de toda la visión postmoderna que inspira a Rowland: la modernidad no es simplemente “una cultura”, como otras, y por tanto algo relativo, sino mucho más que eso. El problema reside en separar lo cultural de otros componentes fundamentales del proceso de modernización: la democracia liberal, el Estado de derecho, la ciencia con la tecnología, la economía de mercado y el moderno sistema educativo. Si se considera todo ese “paquete” que configura la modernidad como un “logro evolutivo”, y no simplemente como “una cultura”, entonces o se aceptan sus logros, o bien se postulan diferentes formas de organización política, económica, científica y educativa. La alternativa supondría saltar todo el principio de la evolución social, siempre imperfecta, pero que opera como todos los procesos evolutivos a través de la selección de las mejores alternativas. Si el cristianismo está todavía vivo es – además de los motivos estrictamente teológicos – porque también ha sido seleccionado para acompañar el proceso de modernización. Lo delicado es observar cuáles son las formas mejores para que siga cumpliendo su misión en la sociedad de hoy, lo que no creo que se consiga con una maniobra de análisis cultural que reduzca la modernidad a sus aporías.
Algunas de las interpretaciones que se hacen del magisterio de la Iglesia son claramente de parte, así como de otros autores, y no sé hasta qué punto sea justo servirse de ellas para apoyar las propias tesis. Para quienes estamos más cerca de ese magisterio, sentimos mayor pudor en recurrir al mismo para fines demasiado particulares.
De todos modos el problema es mucho más reflexivo y se sitúa en la cuestión irresuelta de la teología de la cultura y de sus fundamentos últimos. Una de las cosas que más sorprende de los seguidores de la línea a la que se suma Rowland, es que se sirven de la teología católica de la gracia, no escindida de la naturaleza, y de lo sobrenatural, inseparable de lo natural, para justificar un asalto a la modernidad y una crítica a las tendencias secularizadoras que habría llevado a cabo, mientras otros, anteriormente, habían utilizado una teología de la encarnación, de la misma especie, para justificar más bien un mayor compromiso de la Iglesia con la cultura moderna o con los esfuerzos humanos de mejora del mundo. La teología juega desde luego con un código imprescindible que distingue entre natural y sobrenatural, naturaleza y gracia, fe y razón; ciertamente los distingue para poder vincularlos o mostrar posibles combinaciones. No habría teología, sino todo lo más una borrosa apofaticidad, si se desdibujara demasiado esa distinción. También en este caso, la teología se enfrenta con una especie de principio de Gödel: no puede justificar sus propios presupuestos, teoremas o códigos básicos. Hacer teología es precisamente observar la realidad bajo dicho código: ver en todo la mano de Dios, pero también notar la rebelión contra El y su ausencia. La cuestión entonces no es sólo en qué medida la realidad entera participa de lo divino, sino si sea posible reconstruir una historia en la que dicha participación se expresa de forma incomprensible y misteriosa, que llega a abstraer referencias confesionales, para promover formas sociales y culturales mejores, y que puedan ser reapropiadas teológicamente. Con los mismos principios de los que parte Rowland, se puede justificar muy bien una reapropiación teológica de la cultura liberal y moderna, sobre todo a la luz de las muchas deficiencias prácticas del modelo tomista que propone.
Esta última observación da paso a una ulterior critica: a algunos en el ámbito de la teología católica nos asusta que puedan volver los tiempos del “absolutismo tomista”, que llevaron incluso a la prohibición de enseñar otros autores, por muy católicos que fueran; San Agustín, San Buenaventura y el beato Duns Escoto fueron víctimas de dicha limitación, que se extendió desde finales del siglo XIX a mediados del XX. El tono de Rowland, entre otros, parece excluir otras soluciones, igualmente católicas, a la crisis cultural que vive la Iglesia, lo que sacrificaría uno de los principios que más caracterizan al catolicismo, y que no tiene que ver con las tendencias liberales: el pluralismo, que se da ya en tiempos apostólicos, y se afirma en la gran era patrística, y aún más en la medieval.
Habría que estar atentos al maniqueísmo que respiran estos análisis y otros parecidos, cuando todo lo que se asocia a lo liberal y moderno resulta negativo, y todo lo que pertenece a la tradición católica, como positivo; un somero análisis histórico concreto desmonta este exceso de simplificación. El catolicismo también es – entre otras cosas – el reconocimiento de los propios errores, como ha hecho Juan Pablo II, y de los aciertos de los otros, como ha hecho el Vaticano II. Pertenece al alma católica la aceptación de la complejidad de lo real, donde el grano va demasiado a menudo mezclado con la cizaña.
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