Oviedo Lluis ,
Recensione: EBERHARD MÜLLER, Rehabilitation der Sünde: Der Grundriss der Schöpfung,
in
Antonianum, 80/4 (2005) p. 728-730
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Sommario in spagnolo:
La doctrina del pecado original ha sido una de las más debatidas a lo largo de la historia, y sigue siendo hoy objeto de muchas revisiones. Se percibe en este caso, como en otros, la dificultad de formular una teoría del mal que pueda dar cuenta de su realidad, de su origen y de sus efectos: si el mal pudiera ser conocido mejor, entonces se volvería “menos malo”. Pertenece a la esencia del mal, a su carácter propio, nuestra incapacidad para definirlo y comprenderlo. Toda teoría del mal reviste por consiguiente un tono de “pensamiento precario”, inestable y sometido constantemente a fluctuaciones y revisiones.
La revisión moderna de la doctrina del pecado original ya es bastante conocida, sus defectos son casi un lugar común. El autor del librito que presentamos nos los recuerda una vez más: se trata de una visión negativa de la condición humana, que culpabiliza y hiere la autoestima, con graves consecuencias en la capacidad de relación y en el equilibrio mental. Desde un punto de vista psicológico, se trata de una de las propuestas doctrinales “menos sanas”, o más inconvenientes para la persona y la sociedad; quizás una de las ideas más contrastantes con la cultura estándar.
Ciertamente las reflexiones de Müller no se detienen en esta crítica un tanto sabida, sino que constituyen la base para su “proyecto de rehabilitación” de ese “teologúmeno”, como dicen algunos. Siendo físico de profesión, especializado en la mecánica cuántica y comprometido en el diálogo entre ciencia y religión, el autor prosigue su andadura, primero con algunos capítulos en los que nos pone al corriente del significado y alcance de la revolución cuántica, y de sus implicaciones para nuestra comprensión de la realidad. Se deduce un panorama en el que se desdibuja la estabilidad del mundo físico, las distinciones entre cuerpos y espacio, impulso y lugar, para abocar a una visión más “constructivista” de lo real, donde el proceso de observación está implicado también en el mismo fenómeno observado, y donde se exigen ciertos “operadores” para acceder al mundo subatómico. Deriva toda una nueva epistemología, e incluso una especie de principio metafísico que sugiere una comprensión diversa de los grandes temas que afectan a la condición humana.
De ese bagaje surge una línea distinta de lectura de los acontecimientos que describen los primeros capítulos del libro del Génesis y, en particular, del pecado original. La idea de fondo es que la dinámica descrita en esos relatos es el paso de una realidad unitaria e integrada, entre Dios y el mundo, entre Dios y los humanos, a otra diferenciada, en la que se separan una realidad de otra, y los humanos entre sí (entre Adán y Eva). Esta es la condición de posibilidad para que los humanos logren autonomía, capacidad de relación y creatividad. Ese principio de distinción conlleva una definición de la propia identidad y una toma de conciencia, condiciones de la libertad. El proceso por tanto es creativo y positivo; no debiera ser juzgado como una maldición o una desviación fatal de nuestro destino mejor, sino como una condición imprescindible para el desarrollo humano.
Son varias las consecuencias que se deducen de la lectura en clave “constructivista” de varias dimensiones antropológicas. Ante todo la dialéctica o la tensión entre separación y reunión, entre distinción y comunicación domina muchas de las facetas de la realidad. La lectura de algunas páginas invita a pensar que la separación también es dolorosa, y que el retorno a la unidad, con Dios, con el otro/a, de los que nos distinguimos en un principio, sea parte de un proceso o constituya la forma de ser, la condición de la humanidad, el “tema” de nuestra identidad religiosa. De este modo se abre una visión distinta que invita a superar nuestros temores, y pone las bases para la socialización, la recuperación de una necesaria armonía y la comprensión de la muerte.
En mi opinión hay que saludar este esfuerzo por asimilar – como proponía J.H. Newman – la física cuántica en el ámbito teológico, y aprovechar sus intuiciones y su modelo de lo real para revisar y replantear grandes temas doctrinales. La teología asume una representación de la experiencia cristiana muy distinta de la llamada “religión popular”, o de una comprensión intuitiva de lo sobrenatural; precisamente es teología en un sentido más homologable a la ciencia, como nos recuerda hace poco Thomas Lawson, por su capacidad de trascender el nivel de la “religión intuitiva”, como las ciencias trascienden el nivel de la “intuición inmediata”. Se trata de un “salto de nivel”, con sus límites, pero también con sus ventajas, al que contribuyen los elementos más avanzados en la cosmovisión científica.
No obstante, la interpretación de Müller del pecado original, presenta algunos flancos oscuros. Ciertamente se sitúa en línea con una cierta tendencia constructivista muy presente en los últimos años en el ambiente intelectual alemán, donde N. Luhmann figuraba entre uno de sus máximos exponentes. Dicha visión partía a menudo de una lógica que reclamaba la prioridad de la distinción como principio de la intelección. De forma transdisciplinar, dicho principio toca también a las ciencias, y finalmente aterriza en campo teológico, o mejor de filosofía de la religión, donde demuestra también su fecundidad a la hora de ofrecer lecturas nuevas de doctrinas de siempre.
No sé si nos podemos contentar con este tratamiento del mal. La cuestión central es que el mal no se deja integrar en ningún sistema, tampoco de carácter constructivista, ni reducir simplemente a la dinámica de la escisión, aunque esa sea una de sus características ancestrales y más recorridas en la historia del pensamiento, una línea que opone holismo a dualismo o pluralismo. Precisamente el mal sigue siendo un problema porque no podemos dar cumplida cuenta del mismo, ni integrarlo en ningún sistema. Como decía Luhmann, ese mal podría ser reconducido a la máxima contingencia, allí donde escapa toda posible teorización – también a la cuántica – y expresa el límite máximo de toda reflexividad. Entonces se requiere otro tipo de código: el de la trascendencia y la redención, que es el modo propio de comunicación religiosa. Ciertamente, hacer las cuentas con el mal siempre es doloroso, también en el sentido de “sufrimiento psicológico”. Pero por ahora no creo que exista un tratamiento realista del mismo que evite las dificultades y traumas que siempre lleva parejos. La cuestión, desde el punto de vista teológico cristiano, no es cuanto nos duele tener que reconocer nuestro “destino desviado” o nuestro “mal original”, sino cómo podemos redimirnos de esa condición inevitable y cómo hemos de vivir para que esa negatividad no nos destruya.
Por lo demás, ya hace algunos años que ciertos teólogos de lengua inglesa nos recuerdan que la misión de la teología no es la de hacer más aceptable y en línea con la cultura contemporánea la doctrina de la fe, sino de volverla incluso más “extraña” (Milbank) o menos asimilable, y por tanto más sorprendente. Quizás uno de los temas que descuida Müller es que, de nuevo, la teología plantea su discurso a menudo en un nivel distinto del simplemente intuitivo o de la cognición inmediata.
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