Oviedo Lluis ,
Recensione: A. Collier, On Christian Belief: A Defence of a Cognitive Conception of Religious Belief in a Christian Context,
in
Antonianum, 79/1 (2004) p. 169-171
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Summary in Spanish:
La cuestión del realismo en la comprensión de la fe cristiana parece ser un tema de gran actualidad en el ambiente anglófono, al menos a juzgar por los títulos aparecidos en los últimos meses. Aparte del que nos ocupa, hay que destacar el magnífico estudio de A. Moore, Realism and Christian Faith, ya reseñado en estas páginas, y el anunciado de P. Byrne, God and Realism. Al menos los dos primeros ofrecen una reivindicación bien argumentada de la lectura en clave realista – o como Collier afirma, “cognitiva” – de los contenidos de la fe cristiana, lejos por tanto de otras comprensiones características de la modernidad teológica, como la expresivista y la existencial. Nos encontramos por tanto ante una especie de contra-tendencia o reacción frente a los excesos de una línea de la teología liberal, que ha intentado modernizar la fe a costa de sacrificios a veces excesivos. Es lógico que una generación distinta de teólogos y filósofos considere inaceptable el precio a pagar y promueva una recuperación del realismo.
El libro de Collier es un ensayo breve y conciso, en la mejor tradición inglesa, que plantea en clave de “filosofía de la religión”, un retorno a la fe cristiana en sentido cognitivo, es decir, que sus enunciados facilitan información sobre realidades externas a los sujetos y que tienen fuertes implicaciones para su forma de entender el mundo.
Como otros estudios de este tipo, la obra presenta en primer lugar una pars destruens, un repaso crítico de algunas de las expresiones más notorias de la formulación no-cognitiva de la fe. Destacan, según el orden que trata el autor: la fe que se identifica con el sentimiento religioso, según la versión del primer Schleiermacher; la fe moral, en las versiones de Kant y Braithwaite; las versiones no cognitivas de la fe, como la que se deduce de la apuesta pascaliana, de la “voluntad de creer” de W. James, de la versión kerigmática de Bultmann, y de la teoría de las “creencias básicas” en Plantinga. El tema de la conversión también encuentra un espacio en el análisis que contrapone su versión menos cognitiva, o más voluntarista, a una comprensión que incluye necesariamente la referencia a contenidos, o bien, personas, que vuelven creíble la nueva fe a la que alguien se adhiere; dichos contenidos ligan la decisión de convertirse al “nuevo conocimiento” adquirido (59).
La pars construens parte de una consideración del “conocimiento en general”, que plantea en clave más realista o menos constructivista. Su esquema inicia con el “saber de oídas” (hearsay) (74), que va perfilándose a través de la experiencia y la práctica. A continuación se aborda el “conocimiento religioso” en particular; el autor acentúa su carácter “común” respecto de otras formas de conocimiento, la necesidad de superar el minimalismo apofático de los místicos, y su origen en el testimonio de personas extraordinarias y fiables, una forma de conocer que después va siendo “testada por la razón y la experiencia” (85). El resultado es un panorama cognitivo de gran certeza que desafía su reducción a los notorios “juegos lingüísticos” de Wittgenstein.
Los dos últimos capítulos tienen un sabor más teológico, o al menos, se inscriben en lo que se llama “teología filosófica”. El primero se ocupa del “contenido de la revelación cristiana”, y expone algunas cuestiones: la primera, parte de la distinción entre revelación referida a la voluntad de Dios, o bien, a su naturaleza. Dentro del marco cognitivo elegido, es lógico que el autor apoye una lectura más sustancial. Interesa destacar que la dimensión normativa que se deduce de la revelación bíblica se justifica solamente si se mantiene la lectura sustancial, es decir, las declaraciones morales parten de convicciones sobre la autoridad de quien las propone, sobre la naturaleza de Dios, “tal como ha sido revelado en Cristo” (96).
El último capítulo aborda una clásica cuestión de la teología filosófica, aunque en una nueva perspectiva: en qué medida el Dios revelado en Cristo puede identificarse con el Dios creador, es decir, el Dios al que se puede remitir el origen de todo lo que existe. Emerge el “problema de la teodicea”, del Dios bueno y de la naturaleza pervertida. La interpretación de Collier es más teológica: a Dios hay que atribuir, a modo de los “universales medievales”, la voluntad de unificar y armonizarlo todo; pero esa voluntad coexiste con impulsos contrarios, que se orientan a la disgregación y a la destrucción, manifestación de una “caída” del orden natural, que no debería nunca atribuirse a la voluntad de Dios. La fe discierne continuamente entre “lo que refleja la naturaleza del Creador en la naturaleza y en la historia, y lo que es resultado de la caída (fallenness) y alienación aparte del Creador” (108).
Ciertamente la moda de las interpretaciones menos “cognitivas” de la fe cristiana no acaba en la breve tipología que ofrece el autor. Sus representantes más extremos están claramente en el ámbito del agnosticismo y del naturalismo, como nos recuerdan, por ejemplo, algunos “teólogos” de Cambridge. Estos casos muestran el peligro real de una lectura “no cognitiva”, cuando se lleva al extremo.
Resta sólo admirar el valor del filósofo que con argumentos sencillos sale al paso de una corriente muy consistente del pensamiento filosófico y teológico actual, que va más bien en sentido opuesto. La única duda que resta es hasta qué punto una lectura como ésta puede ser considerada como “estrictamente filosófica”, o si la filosofía que desarrolla no se mueve también bajo esa especie de theological turn, o “giro teológico”, que han señalado últimamente algunos observadores, y que estaría inspirando una parte del pensamiento contemporáneo en varios ámbitos. Si es así, creo que podemos felicitarnos, pues la filosofía vuelve a acercarse a la teología en busca de inspiración y de motivos para llevar a cabo su tarea de reflexión útil a sus contemporáneos; parece que se invierte una tendencia, cuando era más bien la teología la que estaba demasiado pendiente de los desarrollos filosóficos. La condición presente tiene el mérito, al menos, de poner al mismo nivel a los interlocutores, lo que no es poco
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