Oviedo Lluis ,
Recensione: NANCY K. FRANKENBERRY (ed.), Radical Interpretation in Religion,
in
Antonianum, 78/1 (2003) p. 377-380
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Sommario in spagnolo:
Se viven tiempos excitantes en el campo de los “estudios de la religión”, al menos a juzgar por la copiosa producción bibliográfica, que no deja de captar la atención de los asiduos al tema. Quizá esa afluencia se justifique por algunas novedades, de las que cabe resaltar: la introducción de metodologías originales para comprender el fenómeno religioso, especialmente la aplicación de las ciencias cognitivas, que están dando mucho que hablar; y, en segundo lugar, se asiste a renovados debates teóricos en torno a las formas mejores de tratamiento de la religión, en clara dependencia con los vaivenes en la epistemología o con las escuelas filosóficas más recientes. La cuestión es que la “religión” sigue estando viva, al menos para sus críticos y sus observadores más conspicuos, por mucho que dicha observación sea las más de las veces claramente disruptiva – o mejor, destructiva – respecto de su objeto de estudio.
La obra que presentamos es una muestra ejemplar del estado de la discusión en un campo que no es fácil denominar: “estudios de la religión”, “filosofía de la religión”, “teología filosófica”... Considero que sus aportaciones interesan a todos los que se ocupan, de una forma u otra, del hecho religioso, también a los teólogos, pues a lo largo de sus páginas se avanzan propuestas y se formulan críticas que tarde o pronto repercutirán en el modo cómo la teología procede en su reflexión.
Para empezar, no es fácil describir el “tema” del libro. Su título, “Radical Interpretation” ya puede suscitar algunas confusiones. La radicalidad aplicada a lo religioso ha supuesto en el pasado la clara negación de las reivindicaciones cognitivas que hacen los creyentes; significaba en suma decir que “la religión es siempre otra cosa”. El nuevo radicalismo parece entenderse en ese y también en otros modos, al menos a juzgar por la variedad de propuestas que se asoman en estas páginas – un total de diez autores – entre lo más destacado del panorama internacional. Por otro lado el radicalismo ha sido reivindicado también por algunos jóvenes teólogos de lengua inglesa, precisamente para situarse en las antípodas de los otros radicales. Seguramente sólo la lectura de las distintas intervenciones nos irá mostrando el sentido del “radicalismo” que ahora se airea.
El libro tiene tres partes claramente diferenciadas, en las que se exploran tres diversas líneas que están asumiendo en los últimos años los estudios de la religión, así como las cuestiones metodológicas que desde siempre planean sobre esta disciplina. La primera parte es más decididamente filosófica, y gira en torno fundamentalmente a dos nombres: D. Davidson y R. Brandom; se titula “Pragmatics”, lo que revela claramente la orientación de los cuatro artículos que la componen. De hecho se trata en todos ellos de la grave cuestión de la interpretación más adecuada de las creencias religiosas, en conexión con las “prácticas” que promueven. El modelo holístico de Davidson sostiene que las creencias revelan su sentido sólo a través de relaciones de inferencia con otras creencias y prácticas; para comprenderlas hay que aceptar o reconocer dicha globalidad, más que su referencia a los hechos (el conocido principio de “caridad” que preside la interpretación). Varios autores insisten en que lo único que podemos entender de lo religioso son sus realizaciones, incluso sus aspectos “materiales”. Davidson entiende la “interpretación radical” como un proceso de “mixing and matching” (mezclar y encajar) razones, motivos, intereses, causas de diverso tipo, que confluyen en un ámbito de creencias (15 s.); es inevitable tratar de combinar lo que se dice y las actuaciones, junto con los contextos, para llegar a una “interpretación”. T.F. Godlove muestra, no obstante, en el primer artículo del libro, que sin las creencias religiosas, confesadas por sus sujetos, no hay posibilidad de interpretar lo religioso, pues se acaba eliminando su significado específico. Estamos por tanto ante una nueva versión de la conocida circularidad que vincula las prácticas a las creencias, la dimensión objetiva a la subjetiva en el estudio de la religión.
La cuestión pragmática en el estudio de la religión preside las demás contribuciones de esta primera parte, en la que cabe señalar la presentación sintética de la teoría de Brandom, por parte de J. Stout; su lectura parece reabrir el círculo, ahora entre los claims o reivindicaciones de los sujetos, y las prácticas sociales que dan contenido a lo reclamado. Sigue el artículo del conocido filósofo pragmático R. Rorty, que se ha ocupado varias veces de temas religiosos y que despliega su argumento a favor de una asimilación de las creencias religiosas a prácticas verbales, cuyo sentido se vincula a su incidencia en el ambiente social, no a un marco ontológico, que ya no existe, sino a su conveniencia dentro del debate de la “política cultural”. Por su parte, otro veterano de la filosofía de la religión, W.L. Proudfoot, realiza una relectura de W. James y de Kierkegaard, para mostrar la fecundidad de las creencias más allá de su sentido inferencial, por su novedad, aunque coincide con Rorty en que el estatuto de la religión es similar al de la “novela”, en cuanto a creación humana que cumple ciertas finalidades, conectando la imaginación y la acción (92).
La segunda parte se titula “Culture and Cognition”, y aprovecha el caudal de nuevas aportaciones que proceden de las ciencias cognitivas aplicadas al estudio de la religión (P. Boyer, D. Sperber, E.T. Lawson, R.N. McCauley...). Para empezar C.M. Bell hace las cuentas una vez más con el problema de circularidad entre las creencias y las prácticas en la religión; rechaza el criterio de coherencia, que han avanzado algunos estudiosos, en base a la observación empírica, e insiste en la incapacidad de distinguir entre esas dos dimensiones. Lawson, por su parte, insiste una vez más en su conocida tesis sobre el origen de las ideas religiosas, que en definitiva parasitan de las ideas ordinarias, sólo que atribuyen la causa de ciertos hechos a “agentes superhumanos”, como se percibe más claramente en los rituales, lo que muestra “imperativos cognitivos” que repercuten en el ámbito cultural. M. Bloch discute la noción de que las creencias religiosas sean “contra-intuitivas” (frente a Sperber y Boyer), a partir de sus propias observaciones antropológicas. Muestra asimismo que el carácter contra-intuitivo puede afectar a actitudes y módulos culturales no religiosos.
La tercera parte se titula “Semantics”, y la representan antropólogos e historiadores. En primer lugar H.H. Penner, contrapone dos tradiciones en el estudio de la religión: la intelectualista o racional, y la expresivista o “romántica”; ante los temores de una tendencia que pone el estudio de la religión más allá de lo racional, la verificación y la crítica, reivindica una vuelta al sentido literal de los textos religiosos (161). En una línea parecida, N. Frankenberry critica lo que denomina “Teología de las formas simbólicas”, que encuentra en Ricoeur un buen representante. La autora promueve una revisión en profundidad de la categoría de “metáfora”, que apunta a una estrategia más “deflactiva”, aunque toma en consideración su capacidad de “promover el cambio social”, como había señalado Rorty (186). En la misma línea de evitar el carácter borroso de teorías demasiado vagas y que apuntan a la inconmensurabilidad, reivindica la posibilidad de traducir las afirmaciones teológicas, o de insertarlas en un marco de racionalidad, algo que la acerca a otros que últimamente han protestado contra la pretensión de declarar a la religión un fenómeno sui generis. Por último, el también veterano J.Z. Smith se sirve de la distinción entre la bíblica mana y el concepto antropológico de manna para ilustrar las dificultades que atraviesa el estudio de la religión a la hora de comprender el sentido de los términos y su vínculo a determinadas prácticas.
La obra presentada merece la atención de filósofos, teólogos y de otros estudiosos de la religión, como historiadores, sociólogos, psicólogos, antropólogos... Sin embargo sus temas no son siempre tan novedosos como se podría pensar. Varias veces nos hemos referido a un problema que colea a lo largo del libro y que la reflexividad de los últimos años ha vuelto cada vez más patente: el continuo reenvío entre las dimensiones de la creencia y de la práctica, de lo subjetivo y lo objetivo, una circularidad ya tematizada en diversas ocasiones y que representa para muchos un límite absoluto en la observación y conocimiento de lo religioso, lo que parecen ignorar la mayoría de los autores recensionados. El problema de la “interpretación”, que se arrastra desde hace al menos dos siglos, aunque hunde sus raíces en la historia del pensamiento occidental, es mucho más radical, como ha mostrado la reflexión hermenéutica, y se radicaliza todavía más cuando tiene que hacer las cuentas con la religión, es decir, con cuestiones que afectan al significado último o al fundamento desde el que se interpretan muchas otras cosas.
A nivel más empírico, hay varios puntos que merecen revisión, pues parte de los ejemplos ignoran un tema del que somos cada vez más conscientes en algunos sectores del estudio de la religión: la segmentación del ambiente religioso y la necesaria distinción entre varios tipos de sujetos y de prácticas religiosas. Un planteamiento más matizado en ese campo ayudaría, por ejemplo, a afinar más la cuestión de la “coherencia” en las ideas y comportamientos religiosos.
Hay otras cuestiones que reclaman una respuesta crítica. Por ejemplo en lo que concierne a la deficitaria recepción teológica que afecta a la casi totalidad de los autores del libro. Un síntoma de ese déficit es la pobreza de resultados de las aplicaciones cognitivistas a la religión, incapaces de dar cuenta de la complejidad – cognitiva claro está – de la reflexión teológica y de la experiencia espiritual cristiana. Desde mi punto de vista los estudios de la religión pueden enriquecerse con una relación más intensa con la reflexión teológica. La teología, de hecho ya está ensayando aplicaciones del planteamiento holista de Davidson, como ha hecho B. Marshall (Trinity and Truth). Las advertencias de Frankenberry sobre un exceso de fuzziness (borrosidad) son extremadamente importantes para evitar los riesgos de una teología que se quiera refugiar demasiado en la idea de “inconmensurabilidad” o en una deriva estetizante.
Al fin no estoy seguro de si somos capaces de aplicar el principio de “caridad” a la interpretación de libros de este género, o si la “interpretación radical” propuesta, aplicada a estas páginas, nos debe hacer pensar en otros intereses, otros motivos, otras creencias propias de sus autores, y que habría que conocer mejor antes de formular juicios. También para ellos se deberá seguir, supongo, el criterio que vincula creencias, afirmaciones – o artículos de gran rigor – y prácticas, académicas o sociales, para poder comprender sus propuestas o para darles todo su valor.
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