Oviedo Lluis ,
Recensione: ANDREW MOORE, Realism and Christian Faith: God, Grammar and Meaning,
in
Antonianum, 78/3 (2003) p. 585-588
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Sommario in spagnolo:
La teología en lengua inglesa vuelve a sorprendernos con un interesante ensayo en el que se confirma el rigor y creatividad de este ambiente teológico, así como sus diferencias respecto de la producción “continental”. Es conveniente resaltar las distancias que nos separan: las referencias filosóficas y culturales son claramente distintas, pues se nutren de la tradición analítica y pragmática; se tiene muy en cuenta el ambiente científico, pero también a los autores “postmodernos”. Llama todavía más la atención la decidida reivindicación, por parte de esta última generación de teólogos ingleses y americanos, de la doctrina cristiana, de sus contenidos sustanciales, a menudo en contraste con las orientaciones intelectuales de su propio ambiente y con la tradición teológica liberal, hasta ahora predominante.
El libro del profesor de Oxford, Andrew Moore, añade un elemento más a la corriente de renovación de la teología angloamericana y a la configuración de una especie de “nuevo paradigma teológico”, caracterizado por un uso conspicuo de la filosofía contemporánea, no para someterse a sus criterios, sino para reivindicar lo específico de la aportación teológica; y por un declarado interés en revitalizar la revelación y la doctrina, seguramente en conexión con la realidad eclesial.
La cuestión de partida es – como indica el título – qué tipo de realismo es apropiado a la comprensión cristiana de Dios y al credo que lo profesa. Las opciones son diversas: unas han establecido tradicionalmente el realismo sobre la base de una concepción metafísica, que puede remitirse sobre todo al esquema aristotélico. Más recientemente se ha desplazado el punto de atención a los debates en campo de filosofía de la ciencia, donde se dilucida desde hace décadas el alcance y significado del realismo, como visión más ajustada de la práctica científica. La otra alternativa, seguida también por un grupo de teólogos, sugiere el abandono del realismo y la adopción de un esquema no-realista o expresivista en nuestro modo de entender las propuestas religiosas. Aparte hay que tener en cuenta las llamadas de retorno a la doctrina y su cualificación como gramática.
El libro de Moore se dedica en buena parte a desmontar los argumentos de las alternativas señaladas y a contestar a sus representantes más significativos. En general, se reprocha a las versiones tradicional y científica del realismo la anterioridad de un esquema cognitivo o metafísico a la fe, como condición para que pueda comprenderse la “existencia de Dios” como algo real, o que pervive independientemente de nuestra percepción. Parece que, en ese caso, la ontología o la ciencia dictan las condiciones que hacen posible nuestro acceso a la divinidad. Es normal que tampoco los argumentos trascendentales, especialmente el que ofrece Rahner, resistan ante dicha crítica. Es ocioso decir que el autor rechaza plenamente las alterativas expresivistas de algunos teólogos ingleses, como Don Cupitt, que terminan por vaciar la fe de contenido. Pero tampoco acepta la línea del influyente teólogo de Yale, Lindbeck y su identificación de la doctrina con la “gramática” de la fe, algo que parece desviar la atención de la verdadera “gramática”, que sólo puede ser Dios mismo en cuanto se revela; la línea de Lindbeck puede provocar además un conservadurismo inadecuado.
Lo único que le queda a Moore es la salida teológica, o mejor “cristológica”, es decir, un intento de fundar la noción de “realidad” en la misma revelación de Dios en la historia, en la dinámica por la que cumple sus promesas – lo que implica un cierto retorno pragmático – y, sobre todo, en el evento de Cristo, que manifiesta de forma proléptica y narrativa el sentido de las expresiones de fe, su “realidad”.
En definitiva, el esfuerzo de Moore consiste en depurar el mensaje cristiano de dependencias externas, para fundar su comprensión de lo “real” en la misma realidad de Dios, el único que puede dar consistencia a la realidad. Ciertamente esta es una línea de reflexión que encuentra muchas afinidades en otros discursos, como por ejemplo en George Steiner y su reivindicación de una “presencia real”, de carácter trascendente en los textos, como condición de su significatividad. En general el argumento es bastante familiar en cierta línea de pensamiento actual: sólo la admisión de la existencia de Dios puede justificar un sentido “realista” de la realidad. Sin embargo Moore va más lejos, para revestir de un carácter más confesional y cristológico lo que de otra forma queda demasiado indeterminado y a merced de interpretaciones ambiguas.
Los últimos capítulos del libro ofrecen una propuesta constructiva sobre cómo cabe entender su “realismo teológico”. Se apoya sobre todo en la teoría de los “actos de habla” de Austin, y en una discusión con Derrida y su minimalismo del significado, para reivindicar los distintos niveles en los que el discurso cristiano manifiesta la realidad de Dios, en especial en la dinámica entre actos ilocucionarios, su “suspensión teleológica” y su cumplimiento, algo que se aplica al pie de la letra a los eventos cristológicos (203 ss.). El resultado es un “realismo cristocéntrico narrativo” que encuentra también aplicaciones en la interpretación bíblica y en la praxis eclesial. El autor argumenta contra la insuficiencia de algunos modelos de interpretación bíblica: el histórico crítico, el narrativo de Frei y la hermenéutica textual de Ricoeur; su punto de llegada es una clave de lectura que aprovecha la teoría de los actos de habla expuesta para mostrar el efecto “perlocucionario” de la Biblia, es decir cómo la palabra divina constituye teleológicamente a la Iglesia, y en definitiva a toda la realidad.
La obra de Moore es sugestiva e induce a una revisión en algunas áreas de la elaboración teológica de las últimas décadas. Su relevancia para la llamada “teología fundamental” está fuera de duda, y seguramente su lectura podría contribuir a salir del atolladero en el que se encuentra últimamente esta disciplina teológica. De hecho, la cuestión de la posible fundación del discurso teológico y de los términos en los que se plantea la reivindicación cristiana de realismo o de “objetividad” en sus creencias, se sitúa claramente dentro del programa de reflexión más radical que debiera asumir la fundamental, como una reflexión previa al desarrollo dogmático o a las distintas apropiaciones de la tradición cristiana.
El ensayo descrito recuerda en algunos aspectos al de Bruce Marshall, que también hemos comentado en estas páginas, y que supone un salto significativo en la producción teológica angloamericana. El libro de Moore puede ser entendido como una profundización o un complemento a las opciones que defendía el teólogo americano. Desde ese punto de vista nos confrontamos con opciones globales previas, con modelos que tienen sus adeptos, frente a otros modos de entender el trabajo teológico. Pero seguramente con este libro es necesario reconocer una mayor legitimidad a esa especie de “nuevo estilo teológico”, más moderado que el que representa la Radical Orthodoxy, pero igualmente decidido a ir más allá del estancamiento de la teología liberal.
Ciertamente surgen muchas cuestiones en torno a su propuesta. Algunas de detalle, debido a su tono polémico. Por ejemplo, cuando en la p. 52 niega la posibilidad de una observación empírica del “progreso de la Iglesia”, el autor debiera reconocer que, al menos sí la tenemos de su “regreso”, en especial cuando se miden los indicadores de “secularización” en Inglaterra, lo que parece tenga consecuencias relevantes para una teología “realista”.
Los problemas mayores se plantean ciertamente en otros terrenos. El primero es interno a las iglesias y a la producción teológica. Moore opta por un modelo de fundación teológica que él mismo reconoce cercano al fideísmo (134 s.), aunque no por ello lo considera menos racional; la racionalidad nace de esa misma fe. Desde luego se trata de una opción teológicamente legítima, aunque limitada, en especial por cuanto ignora las claves previas sobre las que se construye culturalmente el discurso teológico, como el mismo uso de un lenguaje común, la necesidad de legitimaciones externas, y sobre todo, el hecho histórico de la dependencia de las formulaciones teológicas de esquemas conceptuales de su ambiente.
Por otro lado tengo la impresión de que el autor no resuelve de forma convincente el problema de la circularidad hermenéutica, más allá de las grandes declaraciones sobre el primado de la revelación divina y de la fe cristológica. Las cuestiones nacen cuando – una vez se aceptan esos grandes postulados – las aplicaciones eclesiales y prácticas acaban provocando divisiones y formas contrastadas. De ahí que un lector católico eche de menos la alusión a principios de autoridad y de regulación hermenéutica o doctrinal, en grado de encauzar el pluralismo.
Sea de todos modos bienvenido este nuevo esfuerzo por devolver a la teología una conciencia de dignidad veritativa, más allá de otras dependencias, aunque no sabemos hasta qué punto pueda mantenerse de forma estable dicha posición, sin que reclame nuevos puntos de contacto con las formas estandarizadas de razón.
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