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Informazione sulla pubblicazione:
Recensione: PATRICIA A. WILLIAMS, Doing without Adam and Eve: Sociobiology and Original Sin

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Recensione: PATRICIA A. WILLIAMS, Doing without Adam and Eve: Sociobiology and Original Sin, in Antonianum, 77/2 (2002) p. 367-370 .
Sommario in spagnolo:

El encuentro entre ciencia y teología ofrece varios productos de interés en un animado panorama interdisciplinar. Se observa una renovación del lenguaje teológico, una considerable aportación metodológica, una ampliación del horizonte hermenéutico y una actualización cultural, que promueve el discurso de la fe al mismo rango de credibilidad y rigor de otras reconocidas disciplinas. La empresa no está ni mucho menos libre de riesgos y ambigüedades: no pueden disimularse, por ejemplo, las estrategias de reducción y asimilación que a menudo caracterizan a los productos de ese diálogo, los elevados costes que debe pagar la doctrina cristiana – en términos de renuncias sustanciales – para obtener credenciales científicas, así como la sensación de depender de otros a la hora de formular la verdad de nuestras propuestas.

El libro objeto de nuestro comentario constituye un buen test a ese respecto, es decir, sobre las virtualidades, ventajas y peligros que acompañan una empresa tan necesaria como arriesgada y difícil. Al lector se le reserva el juicio sobre su pertinencia y sobre lo ajustado de los costes.

Patricia Williams nos ofrece un libro sencillo, esquemático, escrito en un estilo claro, a veces reiterativo incluso, de fácil y amena lectura, que expone de forma muy ordenada sus argumentos en torno a la necesidad de releer la doctrina cristiana sobre el pecado original. Sus opciones metodológicas son patentes desde el principio: se trata de aplicar los mismos criterios que guían la producción de la verdad científica al campo bíblico y teológico. Son tres los principios positivos que asume: el de coherencia interna, el de correspondencia con la realidad, y el de consilience, que cabría traducir como “integración de grandes teorías”. Seguramente estos criterios son discutibles ya en el campo epistemológico científico, sobre todo el segundo, como admite la misma autora, quien prefiere hablar de “correspondencia con nuestros mapas o modelos” obviando la discusión sobre el realismo. También el tercer criterio es en ocasiones más un ideal lejano que una expresión de ciencia actual, aunque las últimas décadas han conocido algunas formas de “conciliación” o “grandes síntesis” (especialmente en campo biológico) que nutren esperanzas de progreso. Otro tipo de criterio es de índole negativa: la “canalización”, y se entiende como el “ajuste” a categorías cognitivas demasiado habituales. Una buena teoría debería evitarla o ir más allá de esa tendencia.

Como cabía esperar, la aplicación de dichos criterios deja poco en pie del pecado original: tanto a nivel bíblico, donde hace tiempo asistimos a una deconstrucción de las bases tradicionales de esa idea, como a nivel de las formulaciones doctrinales, que, en sus tres versiones más notorias – católica, protestante y ortodoxa – no superan los tests propuestos: o por incoherentes o por faltar a la correspondencia con lo que afirman los textos de base. Lo que sí parece salvarse en la doctrina del pecado original es su función al servicio de un esquema de “expiación” cristológica. Pero aquí entra en juego una segunda estrategia de desgaste científico, ya familiar en los estudios cognitivos de la religión: la exigencia de un sistema de atribución o “agencia” para afrontar las crisis y problemas que afligen a la vida humana, pues nuestra cognición está inevitablemente “canalizada”, es decir, obedece a modelos o formas de pensar estandarizadas. La autora reconoce que algunas formulaciones teológicas de la doctrina bajo inspección (la tomista, por ejemplo) son demasiado sofisticadas como para reducirlas a una forma simple de “canalización cognitiva” (57). No obstante, el libro trata de poner en evidencia la función cognitiva de la creencia en un pecado de origen que arruina el mundo y que exige un rescate sacrificial; una vez establecida, es fácil deducir su prescindibilidad. De hecho la autora declara la “defunción (demise) de Adán y Eva” (63 ss.), después de comprobar la incapacidad probativa de los pocos argumentos a favor de su existencia o de su función teológica. La tarea y desafío que le queda al teólogo/a empeñado/a en el diálogo con la ciencia es pues de rehacer la visión cristiana de los orígenes y de la salvación en términos que puedan prescindir de Adán y Eva, como proclama el título del libro. Para ello nada más indicado que asumir como interlocutora a una ciencia que pretende ser resultado de una “conciliación” o gran síntesis: la sociobiología.

Toda la segunda parte del libro se dedica a describir los resultados de esa nueva disciplina y a examinar su incidencia en la visión teológica de la persona. La teoría de la evolución es el inevitable punto de partida, así como las constantes antropológicas que se desprenden de la conjunción de genética y evolución: el interés reproductivo, el altruismo parental, la reciprocidad y otros rasgos que contribuyen a la supervivencia y crecimiento de conjuntos humanos genéticamente conectados. La consecuencia es un panorama de lo humano dominado por tendencias naturales necesarias para la supervivencia, pero al mismo tiempo ambiguas o peligrosas, especialmente a causa de la mayor complejidad, libertad y flexibilidad que caracterizan a la especie humana.

Este planteamiento ayuda a comprender mejor el problema del mal y sus dimensiones. En definitiva, el mal es una consecuencia de las disposiciones naturales, un precio a pagar – en términos evolutivos – por los niveles de subsistencia, conciencia y libertad obtenidos. Todo lo que favorece biológicamente a la especie humana, como el apetito, la voluntad de acumular recursos, la inclinación sexual… puede derivar en negatividad por exceso o por desajustes. Sin embargo, a los ojos de la autora, todo ese sufrimiento se justifica por los beneficios que se le asocian: la movilidad (las plantas no sufren), la libertad y, sobre todo, la conciencia, además de que a menudo el sufrimiento se asocia a un bien; incluso la muerte puede ser comprendida en ese esquema del “mal menor”, o en esta nueva versión de un leibniziano “mejor de los mundos”. Por supuesto esta visión no nos permite prescindir de la redención; al contrario, todo indica que el balance entre el bien y el mal requiere y explica una dinámica de expiación, en grado de recuperar la “unidad” con Dios, de distinguir mejor entre el bien y el mal o de fortalecer la voluntad; pero, en ese caso, no se trata de “expiar una culpa antigua”, sino de ayudarnos a mejorar un precario balance entre bien y mal, entre gozo y sufrimiento, de superar la amenaza de la muerte y de recuperar la cercanía de Dios como Padre. Todo ello tiene sentido si nos olvidamos de Adán y Eva, y además alcanzamos un interesante nivel de conciliación con la ciencia, algo de máxima importancia para el cristianismo de nuestro tiempo

La propuesta de Williams es de gran interés y haríamos mal en desestimarla por sus numerosas faltas de precisión en la reconstrucción de complejos episodios de la historia doctrinal. La autora ofrece una lectura diversa de un problema central para la fe: la existencia del mal y su salvación. Para ello se sirve de una narrativa distinta, que se nutre de otras “escrituras”, las de la nueva ciencia biológica. Todo ese esquema no quita plausibilidad a la obra de Cristo, sino que la restaura desde un ángulo nuevo. Sin embargo surgen algunas cuestiones que considero relevantes. La primera se refiere a la naturalización del mal, que afecta también al pecado; la consecuencia de dicha estrategia es la evacuación del contenido fuertemente teológico que tenía la semántica del pecado, como desobediencia a Dios o desviación de su plan originario. No está claro en qué medida pueda subsistir el esquema teológico de la redención si se des-teologiza el pecado.

Persisten aparte otros muchos problemas en el nuevo modelo. La sociobiología es una de las disciplinas más sometidas a debate en los últimos años, y no está claro que ofrezca la visión científica más cabal de lo humano y de la existencia social; es cuanto menos problemático conceder un carácter normativo a esa visión. Lo mismo cabe decir de la opción en favor de Harold Bloom y de su lectura del pecado de Adán y Eva: no se entiende el excesivo crédito que se adjudica a la misma, cuando existen infinidad de óptimas y plurales interpretaciones del mismo texto. Por otro lado, la aplicación de los criterios científicos y cognitivo al tema puede reducir excesivamente la complejidad del mismo. En el fondo late una cuestión mucho más inquietante: si sea posible desdramatizar el problema del sufrimiento y del mal hasta el punto propuesto en la reconstrucción de Williams; si todo puede volver a ser asumido con mayor “tranquilidad” cuando se acepta la visión sociobiológica de las cosas. Es precisamente el dramatismo de la condición pecadora y sus consecuencias las que justifican una lectura que en el límite sólo puede ser “teológica” y no sólo biológica. El problema de fondo es el de la secularización del discurso que trata de hacer las cuentas con el mal. Aunque la ciencia puede y debe ofrecer sus propias ideas al respecto, la teología vela por mantener su parte ante algo que no deja de ser escandaloso, por mucho que lo expliquemos con el lenguaje científico.

A pesar de todo, la tesis planteada debe ser tenida en cuenta en toda revisión de la doctrina del pecado original, o bien del juicio teológico sobre el mal en el mundo. La teología católica se empeña en mantener dos ideas centrales: la inocencia divina en ese proceso de degradación humana y el carácter misterioso e inescrutable de la presencia del mal, al que sólo cabe responder desde la iluminación cristológica. Es ineludible el impacto teológico de las ciencias que configuran actualmente una especie de “nueva síntesis antropológica”, como ha señalado algún autor. La visión cristiana de lo humano se resiente inevitablemente en esa confrontación; pero esta experiencia de prueba y crisis no debería llevar ni a clausuras fideístas ni a una actitud de entrega a las categorías científicas. La teología puede sin duda crecer en la confrontación, especialmente si tiene en cuenta las dimensiones empíricas del pecado y de la fe.



 
 
 
 
 
 
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