Oviedo Lluis ,
Recensione: J. Wentzel van Huyssteen, The Shaping of Rationality: Toward Interdisciplinarity in Theology and Science ,
in
Antonianum, 76/3 (2001) p. 579-583
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Sommario in spagnolo:
Una parte de la reflexión teológica muestra su sana preocupación ante el predominio cognitivo de las ciencias y su influjo en la recepción de la fe. Sin embargo la mayor parte de la teología sigue ignorando el desafío que plantea el desarrollo científico actual, aduciendo una forma u otra de “autonomía”. Por ese motivo son bienvenidos los ensayos que revisan la situación presente y ofrecen estrategias originales para una fecunda interacción con las ciencias; se trata seguramente de una tarea esencial en el delicado diálogo entre fe y razón.
Van Huyssteen tiene tras de sí un largo camino de exploración en el campo de la epistemología científica, tratando siempre de mostrar sus implicaciones teológicas. El libro que comentamos recoge buena parte de su trabajo anterior para alcanzar dos objetivos íntimamente vinculados: en primer lugar replantear el problema de la relación de la teología con la ciencia a partir de un paradigma diverso de racionalidad; y, segundo, revisar las bases epistemológicas sobre las que se apoya la elaboración de la teología tras la llamada “crisis del fundacionalismo”, o de los esquemas de conocimiento sobre los que se construyó la teología clásica y moderna. El autor está convencido de que la solución de uno de los problemas facilita el acceso al otro.
El intento que subyace a todo ese esfuerzo es encontrar una vía de salida a la crisis que afecta hoy a la producción teológica tras los cambios registrados en las últimas décadas – en especial la emergencia de la postmodernidad – para que la teología vuelva a ser una disciplina creíble, consciente del impacto de las nuevas formas que asume la racionalidad científica y pronta a ofrecer su propia contribución. Nos encontramos pues ante un desafío que ha determinado desde hace casi dos décadas una parte de la teología que podríamos llamar “fundamental” en el área anglosajona y ha estimulado algunas de sus más lúcidas aportaciones.
El libro propone una tesis bastante articulada, que se desarrolla a través de cinco grandes capítulos. En síntesis: han cambiado las condiciones epistemológicas en el campo de la ciencia, tras abandonar modelos demasiado empiricistas y realistas, y asumir una concepción más holística y contextual del quehacer científico, lo que implica una oportunidad para recuperar el papel de la teología dentro de la gran “conversación” que orienta el saber humano. En consecuencia la teología debe comprometerse con el diálogo interdisciplinar a partir de su propia comprensión de la experiencia humana en el marco de su propia tradición.
La premisa que guía todo ese proyecto es doble: que la racionalidad es la condición fundamental de evolución y supervivencia de la especie humana, y que esa razón – en su contenido fundamental – es común a todas las formas cognitivas, evaluativas y expresivas en el ambiente social. Ya en este punto la posición del autor diverge de otras alternativas que se han cultivado en los últimos años, que sostienen más bien la “prioridad cognitiva” de la razón teológica.
Van Huyssteen ha reunido, en primer lugar, algunos de los argumentos que se repiten desde Popper, Kuhn y Quine en torno a la revisión del modelo ilustrado y positivista de la ciencia, que ahora se descubre como una empresa más abierta y dependiente de factores externos: sociales, culturales o históricos. El ambiente postmoderno ha consumado la crisis que ya habían preparado los epistemólogos; es necesario por tanto sacar las consecuencias y revisar la idea de excelencia cognitiva que se ha adjudicado al método científico. En definitiva se puede dar por clausurada la larga estación del fundacionalismo o de un pensamiento objetivo y seguro sobre el que se construyen las demás teorías.
Seguidamente, en uno de los capítulos más interesantes, el autor revisa en profundidad las mayores aportaciones de la teología reciente para hacer frente a la crisis del fundacionalismo, que seguramente fue sentenciada por G. Lindbeck. Desfilan autores como R. Thiemann, M. Stenmark, N. Murphy, J. Milbank… El balance crítico muestra la insatisfacción ante las propuestas hasta ahora presentadas y la necesidad de proseguir la investigación en busca de un nuevo equilibrio, que impida el fideísmo cerrado y las recaídas en un objetivismo prácticamente inalcanzable.
Los capítulos sucesivos desarrollan el nuevo paradigma, que se sirve de las sugerencias de algunos filósofos (sobre todo J. Rouse y C. Schrag) empeñados en reconstruir el sentido de la ciencia y de la racionalidad en un contexto que prescinde de fundaciones. A grandes rasgos, el modelo propuesto combina, por una parte, la vinculación personal y contextual de toda forma de racionalidad, que no puede desentenderse de sus protagonistas y del ambiente sociocultural en el que se expresa; y, por otro lado, la exigencia de universalidad que se logra en la disposición al diálogo interdisciplinar o a la “conversación más allá de las fronteras” (174), una combinación que exige un cierto nivel de pragmatismo.
El paso siguiente consiste en concretar el lugar de la teología en esta empresa de “reconstrucción racional”, tras la crisis del fundacionalismo o de las “verdades fuertes”. La solución va por una recuperación de la aportación hermenéutica de la teología, entendida como una interpretación de la experiencia humana, que aporta los presupuestos indispensables para la comprensión científica de las cosas, pues el mundo es siempre una realidad “interpretada” o mediada (188).
Van Huyssteen revisa en el cuarto capítulo las sugerencias de filósofos de la ciencia que han intentado repensar el estatuto de la racionalidad en el nuevo contexto postmoderno, y su influencia en la concepción de la ciencia (Proudfoot, Trigg, Stenmark, Stone, Rescher). El repaso de las distintas propuestas disponibles se decanta hacia el “realismo crítico”, es decir, más falibilista y orientado de forma pragmática, en grado de evitar los escollos ya señalados del “realismo dogmático” o del relativismo. El modelo de racionalidad que así resulta mantiene “un cuidadoso balance entre, por un lado, el modo en que nuestras creencias están ancladas en la experiencia interpretada y, por otro lado, las amplias redes de creencias en las que nuestras experiencias, racionalmente configuradas, se incorporan” (221). Este recorrido epistemológico permite al autor situar mejor las posibilidades de la teología en un panorama más abierto y de interlocución, cuando la experiencia religiosa también debe ser sujeta a interpretación y situada en una amplia red de creencias y conocimientos más o menos integrada desde un punto de vista pragmático, es decir al ofrecer las explicaciones más plausibles o que ayudan mejor a resolver determinados problemas.
El último capítulo retoma los argumentos ya expuestos para enfatizar el papel de la teología más allá de las recaídas cientifistas que todavía se dan en nuestro tiempo. Insiste en la necesidad de aceptar el “desafío postmoderno a la racionalidad”, lo que obliga a asumir el carácter interpretado de toda experiencia, a profundizar una relación crítica con la propia tradición, y a reconocer el papel de las ciencias (244). Aboga por la idea de una “racionalidad transversal” (Schrag) en grado de conectar las aportaciones de ámbitos cognitivos diversos, y que – tras un proceso de “discernimiento crítico, articulación y apertura” – debiera conducir a formas de coherencia provisorias y “adaptadas” a las exigencias del momento. Ese proceso permite recuperar la tradición de forma creativa y profundizar un diálogo fecundo con las ciencias, al menos en teoría. De hecho, el autor confía en la capacidad “unificadora” de su propuesta de racionalidad, más allá de la diversidad de discursos y estrategias cognitivas (283), y en la disposición “democrática” de todos al diálogo interdisciplinar. La teología en ese contexto siempre podrá ofrecer “buenas razones” para mantener lo que confiesa.
El libro de Van Huyssteen tiene muchos méritos, el principal y ya señalado, el de afrontar un grave desafío que pocos han sabido o querido aceptar. Por otro lado nos aporta una ingente cantidad de datos sobre la situación actual de un sector del debate en el campo de la epistemología de la ciencia y de la teología “post-fundacionalista”, una excelente información para quienes deseen echar una ojeada por esos territorios. Por último hay que destacar la claridad y la audacia al proponer un programa amplio de reconstrucción teológica, respetuoso de las condiciones presentes.
Sin embargo la obra puede despertar algunas dudas, a causa de la complejidad del tema y del modo como se afronta. En primer lugar surgen cuestiones en torno al diagnóstico sobre la epistemología de la ciencia en el ambiente filosófico reciente. Quien esté un poco familiarizado con lo que se publica en los últimos años puede echar de menos el retorno del realismo, del anti-relativismo y de otras formas mucho más “fuertes” de epistemología científica que hoy avanzan en muchas cátedras universitarias. Parece que no pueda ignorarse esta otra dimensión de la ciencia, si es que se la quiere tomar en serio, y que la estrategia postmoderna pueda resultar insuficiente, aunque nos ha ayudado a superar algunos absolutismos.
El segundo problema reside en la selección de autores y obras en un campo que ha conocido en los últimos años un ingente desarrollo. Aunque el autor entiende poder ir más allá de algunas distinciones ya clásicas en ese terreno, se echa de menos un mayor protagonismo de otros autores.
El recensor detecta un sin fin de problemas menores que merecen una discusión mucho más matizada: el excesivo “voluntarismo” (por no decir “pelagianismo”) que transpira su propuesta de reconstrucción teológica; la “debilidad” en la que queda la teología – y en general todo saber cristiano – si se acepta el modelo de “realismo crítico” que condena todo conocimiento creyente a la provisionalidad; las ilusiones en torno a la capacidad del nuevo modelo de superar algunas aporías en la relación con la cultura, las religiones o la ciencia; y, no menos grave, la confianza de corte habermasiano en esa “democracia” de las formas cognitivas que colaboran en el diálogo, como si las ciencias no estuvieran también sujetas a la “voluntad de dominio”. Los procesos de debate científico, que son esenciales al progreso de esas disciplinas, tienen en general un carácter muy especializado: el filósofo o el teólogo no tiene mucho que dialogar con el bioquímico que publica su ensayo tentativo en una revista académica, y que más bien deben examinar sus colegas.
Por último el autor ha perdido una ocasión para profundizar en la grave cuestión de la metodología interdisciplinar aplicada a la teología, y que era el subtítulo de la obra. Ya se han realizado en la década de los 90 amplios estudios a ese respecto en el campo científico, que ponen de manifiesto posibilidades, límites y riesgos de la empresa (S.J. Kline, J.Th. Klein); es hora de hacer lo propio en casa teológica y de ir más allá del nivel programático.
Se trata seguramente de cuestiones abiertas o que prospectan una prolongación del trabajo ya realizado, que sin duda significa un paso adelante y una sana provocación frente a las tendencias de una teología excesivamente ensimismada.
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