Oviedo Lluis ,
Recensione: Roger Lundin Clarence Walhout Anthony C. Thieselton, The Promise of Hermeneutics ,
in
Antonianum, 76/3 (2001) p. 593-586
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Sommario in spagnolo:
La reflexión teológica sobre el método, y en particular sobre la cuestión hermenéutica, ha alcanzado la madurez suficiente para hacer balances y diseñar perspectivas. En este campo se afirma de forma particular la vocación interdisciplinar que corresponde a una faceta de la teología, y que la obliga a estar atenta a los desarrollos en los campos de la filosofía, la lingüística y la teoría literaria. La reflexión cristiana ha aprendido mucho en las últimas décadas en la interacción con esos saberes y ha adquirido una mejor conciencia sus propios mecanismos de comprensión de la realidad y de recepción de las palabras reveladas.
La editorial Eerdmans nos ofrece otra muestra de su compromiso con la teología más rigurosa al publicar una obra de estas características, reservada al público especializado o con intereses específicos en el método teológico.
Los tres autores que colaboran en el libro presentan ensayos de gran interés sobre la relación del método hermenéutico con los grandes temas del pensamiento contemporáneo y los desafíos de la praxis teológica: la dialéctica entre modernidad y postmodernidad, la cuestión de la alteridad, los distintos referentes y universos del texto literario, la historicidad y la posibilidad de fundaciones, y también las cuestiones éticas vinculadas a la tarea de interpretación, con un punto pragmático que sobrevuela los distintos trabajos.
El primer ensayo, de Lundin, se titula “Huérfanos intérpretes: hermenéutica en la tradición cartesiana” (1-64). Puede describirse como una extensa crítica a la pretensión cartesiana de encontrar un fundamento racional desde el que comprender el mundo, independientemente de referencias históricas. El proyecto no es totalmente nuevo, pues Lutero sienta ya un precedente. La consecuencia principal de dicha maniobra ha sido la experiencia de orfandad que se ha extendido por Occidente, es decir, la imposibilidad de localizar padres o parientes que ayuden a situarnos en nuestro propio contexto. Esa sensación se une al individualismo moderno, que hace de cada persona un intérprete aislado. El efecto de esa cultura en el modo de interpretar los textos del pasado ha sido la ignorancia de la historia de la recepción y de las tradiciones que los acompañan, y así, muchos han querido acceder directamente al texto en su propio momento histórico, aislado, y que se ofrece directamente a nuestra comprensión (29). Schleiermacher es sin duda el protagonista de esa hermenéutica moderna, que se repropone a lo largo del romanticismo e invade los estudios bíblicos. Lundin intenta superar esa situación de orfandad del sujeto, apoyándose en Gadamer y Ricoeur, para devolverle los vínculos históricos y sociales que lo remiten a lo real. Su crítica se dirige también a los métodos exegéticos poco conscientes de sus límites y distantes de la dinámica de la gracia que se insinúa cuando se amplían los horizontes de comprensión.
El segundo ensayo, “Hermenéuticas narrativas” (65-132), lo firma Walhout, y aporta un interesante análisis de las recientes teorías en el campo de los estudios literarios y de la recepción. Se detiene de forma particular en los intentos de identificar los distintos niveles de significación, para lo que son útiles las categorías de “mimesis” o relación entre texto y realidad, y “referencia” o “función designativa del lenguaje” que crea su propio mundo (73). Las consecuencias son importantes a la hora de analizar y comprender los textos de la ficción y su relación con el mundo real y con los mundos posibles. Un paso subsiguiente vincula de forma pragmática los textos a las acciones que promueven, sirviéndose de autores como Levinas, Ricoeur y, sobre todo, Wolterstorff y su conocida teoría que subraya en papel del autor en los actos de lenguaje. La perspectiva sugerida afecta indudablemente a la interacción entre texto y lector, con innegables consecuencias éticas.
El último ensayo lleva por título “Acción comunicativa y promesa en la hermenéutica interdisciplinar, bíblica y teológica” (133-239), es el más extenso y lo firma Thieselton, un renombrado especialista en la materia, que ha aplicado al campo bíblico. Entre otros muchos ensayos nos ofreció en 1992 un amplio compendio de las posibilidades de la hermenéutica bíblica (“New Horizons in Hermeneutics”). Es seguramente el más veterano y experto de los autores de la obra. En su ensayo pasa revista a un amplio abanico de cuestiones que afectan hoy a la teoría y práctica de la interpretación en diversos contextos. El punto de arranque es la necesidad de recuperar la dimensión de alteridad para superar el estatuto de individuo huérfano al que nos condenan las estrategias modernas de interpretación. De forma más precisa, el problema hermenéutico en este nuevo contexto consiste en establecer una orientación que nos impida caer en el extremo de la mera replicación de los textos, o en su contrario de la absoluta indeterminación y relatividad de las lecturas. El autor aprovecha la ocasión para criticar las limitaciones de los estudios bíblicos, excesivamente rendidos a modelos racionalistas, frente a la amplitud de miras que aporta la teología filosófica contemporánea, en grado de superar el reduccionismo y de abrir el espacio de la trascendencia (137). De todos modos rechaza claramente la oposición entre los llamados “métodos científicos” y los hermenéuticos (140). También a ese nivel Thieselton se sirve de una teoría de los distintos mundos o niveles que comprende un texto en su totalidad; la distinción de los cuatro elementos a tomar en consideración que ofrece Tracy provee un instrumento de gran utilidad. El programa de superación de Descartes se sirve de las aportaciones de algunos filósofos contemporáneos que exploran la fecundidad del concepto de “acción comunicativa”, que, en Wolterstorff, asume un tono decididamente teológico (“Divine Discourse”).
El ensayo prosigue con una discusión en torno a la teoría de la “respuesta del lector” en su aplicación a la lectura bíblica, para después recorrer algunos ejemplos literarios–teológicos, que conducen a una reflexión sobre la temporalidad y la dimensión de promesa que encierra el acto de lectura y de recepción de ciertos textos. Es interesante que el autor presenta su teoría hermenéutica como una alternativa al fundacionalismo, intentando al mismo tiempo eludir los peligros del relativismo, algo que ha dado mucho que hablar en los últimos años en los círculos teológicos americanos (211). En lugar de “fundaciones”, Thieselton prefiere referirse al “carácter básico” (basicality), que se reserva ante todo a los fundamentos de la fe; pero apunta a otro tipo de basicality referido a la consumación escatológica, que ofrecería un anclaje a la “hermenéutica histórica de la promesa” (213).
El punto de llegada del ensayo de Thieselton es la crítica del principio de autonomía individual y la reivindicación de una dimensión ética en la tarea de interpretación que se enraíza en el “paradigma de la promesa bíblica”, como “actos de habla” de particular contenido moral.
Son muchas, quizás demasiadas, las cuestiones que se entrecruzan en ese territorio tan complejo: epistemológicas, antropológicas, históricas, éticas, metafísicas y teológicas. De hecho, las últimas páginas del ensayo de Thieselton dan la impresión de querer abrazar un panorama excesivamente extenso, en el que sin duda se mueve la tarea hermenéutica. El problema es que entonces esa disciplina se convierte en una metafísica y trasciende el campo de lo metodológico. Las cuestiones implicadas en la tarea de interpretar textos de la tradición son inmensas, en especial cuando se plantea la difícil cuestión de las fundaciones, algo esencial al trabajo teológico, pero ese tema merece un tratamiento mucho más extenso. Prefiero quedarme con el énfasis pragmático que se ha señalado repetidamente en los tres ensayos y que recupera un motivo central en la obra de Gadamer: el de la validez de los textos en razón de la eficacia de sus efectos históricos, lo que sigue planteando un desafío de responsabilidad ante las tareas actuales de lectura. En ese sentido sí puede afirmarse que los textos bíblicos y otros encierran una dimensión de promesa, que se funda en los efectos positivos de la pasada recepción de los mismos. Pero por otro lado, esa condición nos obliga a reconocer un grado inevitable de falibilidad por parte de los intérpretes, que pueden no acertar a comprender los textos revelados de modo que sigan cumpliendo su papel eficazmente. Se trata de una dimensión que me ha parecido un tanto ausente en el libro; tenerla presente ayudaría mucho a madurar a los estudios bíblicos y a la teología en general, y nos volvería más capaces de reconocer nuestros errores y de corregir nuestras interpretaciones.
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