Oviedo Lluis ,
Recensione: HANS ALBERT, Kritischer Rationalismus ,
in
Antonianum, 75/4 (2000) p. 772-775
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Sommario in spagnolo:
El racionalismo crítico se presenta como una de las corrientes de pensamiento contemporáneo consolidadas y más frecuentes en la manualística filosófica. Se trata también de una especie de “movimiento” que desde mediados del siglo XX, con Karl Popper a la cabeza, ha dado que hablar en el campo de la filosofía de la ciencia, de la historia y de la sociedad. También la religión se ha visto envuelta en el nuevo criticismo emprendido por Popper y su discípulo Albert. De hecho, si alguien busca todavía un caso que justifique el diálogo apologético, encontrará seguramente en el nuevo libro de Albert motivos más que suficientes para reemprender una tarea teológica descuidada pero de extrema importancia. La obra que comentamos se nos ofrece por consiguiente como un pretexto para reivindicar la dignidad y exigencia de una disciplina teológica, como la apologética, que muchos consideraban innecesaria o superada por la nueva sensibilidad creyente.
Hans Albert ya había dirigido en el pasado sus dardos contra la teología en su pretensión de ofrecer una “razón de la fe”. Su obra La miseria de la teología (entre otras), expresamente dirigida contra Hans Küng y sus propuestas para hacer más razonable la fe en Dios, planteaba objeciones de interés que encuentran en este nuevo volumen sintético una versión actualizada y orgánica, que facilita la comprensión de sus tesis y el debate crítico.
El libro que presentamos es el texto de unas lecciones que el autor impartió en 1998 en la Universidad de Bayreuth. Su punto de partida es la racionalidad humana, entendida como un procedimiento orientado a la resolución de problemas y a la toma de decisiones, lo que requiere una cierta metodología o “técnica”. Dicha racionalidad se aplica a todas las esferas de lo humano, o al menos a todas aquellas en las que surgen problemas y hay que tomar decisiones. Las áreas del conocimiento, la moral, la política, la economía, y también la religión, se convierten en sujetos del racionamismo crítico y de su búsqueda de respuestas para una mejor gestión de la realidad en la que estamos envueltos.
Tras una introducción en la que repasa la evolución de su pensamiento en relación con las vicisitudes del racionalismo crítico, el autor plantea en el primer capítulo las grandes cuestiones del “conocimiento, la verdad y la realidad”. Se trata de un repaso en profundidad a los diversos intentos modernos de resolver la cuestión de la verdad en cuanto conocimiento cierto de lo real. La propuesta popperiana de “comprobación crítica” suplanta la exigencia de un “fundamento seguro” que perseguía la tradición racionalista ilustrada. Albert insiste –más allá de Kant y de su trascendentalismo– en la capacidad del realismo crítico para mostrar el carácter veritativo de la ciencia, a partir de su praxis propia, que incluye un procedimiento para medir la utilidad de las teorías, un método que asegure la construcción de las mismas y una orientación para dirigir la investigación, según intereses en varios campos. Dicho esquema permite al autor subsumir otras formas de conocimiento que no eran menos procedurales, metódicas e interesadas. El conocimiento religioso entra de lleno en ese esquema de superación, pues contribuyó a las necesidades humanas en el pasado con sus propias soluciones, pero la aportación de la ciencia, convertida ahora en el standard del conocimiento, deja atrás y vuelve innecesaria la “vía religiosa”.
El tema de la relación entre conocimiento y sociedad da ocasión a Albert para replantear la función de la religión y su metafísica, así como para revisar algunos intentos modernos de solución. En el fondo retorna la cuestión de la superación de la religión, como proveedora tradicional de finalidades o de orientación, una perspectiva que quizás encuentra en Max Scheler uno de sus últimos exponentes formales. No quedan mejor paradas las propuestas de Otto Apel y de Habermas, calificadas de “secularización” fracasada de las concepciones religiosas (29) y de caer en un pragmatismo que pone la verdad al servicio de intereses (aunque emancipativos) con un resultado distorsionador. La reducción de la religión a una función más o menos “técnica”, también “al servicio de intereses pragmáticos” (35), así como la denuncia de la voluntad religiosa de dominio, facilitan un arrinconamiento de la fe trascendente en pro del papel “clarificador de la ciencia”. Albert liquida el problema a través de una racionalización consciente de la dinámica religiosa, que se convierte en guía práctica de la vida de personas y sociedades durante un cierto periodo de la historia, según un modelo que se sirve mucho de la teorización weberiana de la religión. Para Albert parece que lo importante es salvar el papel desempeñado por la ciencia y la técnica en beneficio de la humanidad, su autonomía en relación con intereses eminentemente prácticos y su función “clarificadora” más allá de los dogmatismos y exclusivismos de las propuestas religiosas de finalidad.
El segundo capítulo está dedicado al “juicio de valor, el derecho y el orden social”, con una revisión de las distintas teorías que justifican dicho orden y una propuesta que tiende a convertir la “jurisprudencia racional” en una especie de “tecnología social”, diferenciada de los aspectos normativos y dirigida a la resolución de problemas en la esfera de las relaciones sociales. Es interesante también su defensa de una moral naturalista, basada en una relectura del darwinismo, que evite la “falacia de Hume”, que impedía derivar proposiciones normativas de descriptivas. No ahorra el autor la crítica a la religión como proveedora de normas morales que llevaban a crímenes masivos y un factor de fundamentalismo (91), con lo que parece querer justificar los estrepitosos fracasos de la modernidad en ese campo.
El tercer capítulo, sobre “el sentido y comprensión de la historia” replantea las grandes cuestiones del historicismo y de la conocida crítica popperiana. La revisión se dirige especialmente contra el intento gadameriano de una “hermenéutica universal”, a la que acusa de conducir al relativismo postmoderno, y frente a la cual reivindica una vez más el papel regulativo del conocimiento científico y su superioridad en todos los campos de la comprensión humana.
El cuarto y último capítulo está dedicado a la religión, bajo el título: “Conocimiento, fe y conciencia salvífica: sobre la crítica de la religión pura y de la cosmovisión religiosa” (139–188). El punto de partida, como en otros capítulos, es la teorización kantiana y el principio moderno de inconmensurabilidad entre la fe y la razón. Entiende el autor, de forma cuanto menos discutible, que en Kant la tesis de la existencia de Dios no juega ningún papel en la fundación del conocimiento y la moral, sino que se trata sólo de una “tesis de fe” (139). A pesar de que –en su opinión– Kant dio por zanjada la cuestión, es consciente de la constante preocupación moderna por el tema de la religión, y propone el realismo crítico que aporta la ciencia como nueva vía de revisión del tema. La cuestión de la compatibilidad con la ciencia moderna es de hecho el gran test al que somete el autor a la religión. La concurrencia se produce fundamentalmente a nivel cognitivo; pero se plantea en torno a la existencia de un tipo de exigencias cuya solución parece que sólo puede ser provista por el conocimiento religioso. La propuesta de Schleirmacher de una “religión pura”, es decir inmune ante la crítica e imprescindible para cada ser humano, se convierte en la visión de Albert en el núcleo duro de la apologética moderna, aunque ya es, de partida, una vía débil, pues no se corresponde con la religión positiva, sino con su forma esencial. La investigación prosigue para recuperar la idea de cristianismo como “tecnología de la salvación” (Heilstechnologie) (155), es decir una cosmovisión tendente a influir el comportamiento de los fieles en orden a conseguir determinados fines, ajena al problema de la verdad de sus creencias. La cuestión que deriva de la existencia de “necesidades específicamente religiosas” encuentra una respuesta sólo parcial con la alusión a una “ciencia real de lo humano” que incluye una “economía” en sentido amplio y en grado de satisfacer amplias aspiraciones personales (164).
Otros argumentos en favor de la religión, como la “apuesta de Pascal”, las paradojas kierkegaardianas, los argumentos psicológicos de James, y la abstracción de Lubbe, son infravalorados como “formas de pragmatismo religioso”, que en todo caso –de nuevo– eluden la cuestión de la verdad. También el argumento que asocia la religión a la provisión de un “sentido de la vida” se vuelve sospechoso ante la mirada crítica de Popper, pues dicho argumento ignora otras posibilidades de vivir con sentido y somete la existencia a principios heterónomos o a dinámicas posiblemente limitadoras y alienantes. Frente a ellos Albert reivindica de forma voluntarista la capacidad humana de dar sentido dentro de la limitación en la que se vive, también como respeusta a los daños que la religión infiere a la humanidad a lo largo de la historia.
La cuestión central de la crítica de Albert parece referirse por consiguiente a la verdad de la existencia de Dios, más allá de todo argumento pragmático o funcional que mire a justificar la religión. En general lamenta que los intentos apologéticos modernos vuelven –tras Schleiermacher– demasiado abstracta la realidad divina o recaen en las formas pragmáticas, ajenas a las vías científicas de la verdad (es decir aquellas en las que se abstrae la cuestión del interés) que son las únicas que cuentan. Desde mi punto de vista tiene razón el autor en buena parte de sus dos premisas: que no tiene sentido hablar de la religión desde una perspectiva sólo funcional que ignore la cuestión de la existencia y realidad de Dios; y que no es buena una apologética que abstraiga y reduzca lo divino, volviéndolo irreconocible a la visión creyente o al cristianismo positivo. Pero no creo que Albert pueda pretender haber decidido el impresionante debate que se registra en el área de la filosofía de la religión reciente en torno a la existencia de Dios y a su “racionalidad”, tampoco por el mero hecho de contraponer el conocimiento científico de lo real al religioso, o la ciencia al pragmatismo, en un momento en el que abunda la literatura sobre la interacción y las tensiones –también positivas– entre ambas áreas de cocnocimiento, algo que el autor parece pasar por alto. Tampoco creo que se haga justicia a la apologética cristiana reconduciéndola a las propuestas de Schleiermacher, que de todos modos tienen su valor a lo largo de una recepción que se extiende hasta nuestros días. Se ignora toda la teología de la fe y del acto de adhesión al contenido revelado cuando se insiste en una línea que separa artificialmente entre la cuestión de la verdad y la cuestión de la utilidad del creer, dos dimensiones que la teología cristiana ha sabido mantener ligadas tras los famosos debates del siglo XVII y XVIII, precisamente en torno a la posibilidad de una “religión pura” o “desinteresada”, no como la de los ilustrados, sino como la de los místicos. Aparte el problema de la relación entre ciencia y pragmatismo, o entre verdad e interés, me parece que es mucho más complejo que la presentación ofrecida por Albert, a todas luces insatisfactoria desde el punto de vista epistemológico.
El argumento que sigue flotando en el aire se refiere a la “observación de la religión” o a los “límites de la observación” cuando se aplican a las propuestas últimas de sentido. Parece que Albert cae en una falacia “poco científica” al saltarse el marco autolimitado en el que se da el conocimiento racional de la realidad; esa limitación es un principio básico de la metodología científica, aunque a menudo poco respetada por los divulgadores. En ese sentido se registra un paso atrás respecto del programa del racionalismo crítico, que en este caso se deja llevar por un prejuicio metafísico contra la trascendencia, cuya verificación o falsación crítica depende ante todo de la fe real profesada por los creyentes: la fe en Dios se falsearía si dejara de haber creyentes que lo confiesen.
Por otro lado, Albert hace bien en defender las prerogativas de la ciencia en un tiempo en que se encuentra amenazada por el relativismo postmoderno, y en insistir en la cuestión de la verdad, de la que la ciencia es un bastión indiscutible. Hay que preguntarse si la fe cristiana está más interesada en la verdad, y por tanto puede convertirse en una fiel aliada de las preocupaciones del racionalista crítico, o si por el contrario si siente más cómoda en medio de las veleidades postmodernas que ignoran la radicalidad del problema de la verdad. Este si es un buen dilema para el cristianismo del nuevo siglo y obliga a la teología a encontrar su lugar más cerca de las ciencias y de las disciplinas que apuestan por el rigor en su búsqueda del conocimiento verdadero, y a alejarse de las propuestas que relativizan el tema de la verdad y ofrecen un espacio a todas las opciones, también a las menos racionales.
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