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Recensione: B. LIEBSCH, Geschichte als Antwort und Versprechen

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Recensione: B. LIEBSCH, Geschichte als Antwort und Versprechen, in Antonianum, 74/4 (1999) p. 737-740 .
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Algunos se preguntan en qué medida sea posible una filosofía de la historia cuando ya se ha decretado en distintos ambientes intelectuales el fin de dicha filosofía, la imposibilidad de ofrecer una “razón” o sentido del acontecer histórico. El retorno a la historia como un lugar filosófico y ético representa un cierto alivio frente al derrotismo típico de los últimos años. Se trata de una empresa arriesgada que, de todos modos, no puede ignorar el criticismo que se ha ido acumulando durante el siglo que termina.

La empresa de una filosofía de la historia de tono postcrítico es el desafío que asume Burkhard Liebsch desde una perspectiva fenomenológica, de la mano de autores como Paul Ricoeur, Jan Patockas y Emmanuel Levinas, ciertamente “heterodoxos” dentro de aquel movimiento, aunque para muchos representan lo mejor que ha dado el método fenomenológico. El intento se realiza con la mirada puesta en el “otro”, desde el criterio de alteridad como cláusula fundamental que libera a la reflexión histórica de sus aporías modernas, en especial de las que gravan sobre ella después de las lecciones hegelianas. La ética se vuelve filosofía primera -en términos levinasianos- también cuando se quiere ofrecer un sentido de la historia.

El libro de Liebsch es un buen repaso de la cuestión que sigue planteando la historia a la conciencia europea tras los sangrientos episodios que ha conocido nuestro siglo. En la obra se conjugan nueve ensayos escritos para circunstancias diversas entre 1993 y 1997, algunos de ellos inéditos, con un mismo denominador común: el reconocimiento del otro en la historia, su interpelación y su respuesta en medio de un escenario de violencia y de guerra. Los trabajos han sido hábilmente engarzados para formar una obra coherente.

El primer capítulo “Historia como respuesta” plantea el marco general de la obra y presenta las tesis centrales. El autor se sirve de las categorías ricoerianas de “Tiempo y narración” para afrontar el problema de la crisis de la historicidad moderna, que aboca en un estado de confusión o de imposible gestión racional de la culpa consecuente, algo que reclama una respuesta diversa, escatológica o teológica. Por otro lado la historia se descubre como un proceso plural y abierto, que se resiste tanto a la voluntad unificadora de la razón, como a los intentos de decretar su carácter intrínsecamente negativo. La historia recupera su sentido por medio de una razón no-indiferente a sus víctimas, que se niega a justificarlas en nombre del progreso (45): el pasado se convierte así no en “objeto de curiosidad científica, sino en una tarea moral, que nos estimula éticamente incluso en ausencia de una voluntad anterior” (48). Para ello es imprescindible mantener la distinción entre “el decir” y la realidad dicha, de forma que no se absuelva la culpa que deriva del pasado y perviva su fuerza provocadora. La narración desempeña en ese sentido un papel esencial, al servicio de la memoria colectiva. La respuesta de la historia es de todos modos, y a la luz de ese análisis, provisional, la “promesa de un sentido” que no puede ser completamente anticipado.

El segundo capítulo plantea un tour de force entre Ricoeur y la filosofía de la historia hegeliana, cuya superación se convierte en desafío y prueba, pues su crítica recae normalmente de nuevo en el universo hegeliano (62). El concepto de una “razón no-indiferente” sirve para contrastar el triunfo de lo genérico -que todo lo asume e integra- en la visión de Hegel y sus peligrosas consecuencias. Sólo una razón inspirada en el otro, capaz de testimoniar lo que la historia calla puede ofrecer una alternativa  (89).

El tercer capítulo “Cuestiones desde una razón conmovida” presenta las tesis de Jan Patocka sobre la historia contemporánea, y en particular la idea de un “siglo marcado por la guerra” y su crisis, que seguramente cuestiona las ilusiones de una “razón europea”. La finalidad de dicho pensamiento es proponer una sensibilidad ante las víctimas y los caídos en grado de ir más allá de la “indiferencia” típica del discurso histórico, y de denunciar la manipulación de la “economía de la muerte” sobre la que se construye la guerra (99). El ejercicio crítico de Patocka evidencia las aporías sobre las que se construye el discurso moderno de la guerra, que en último término se justifica en virtud de la paz y de la estabilidad.

El tema de la guerra es también objeto del siguiente capítulo, junto al “genocidio” y la “aniquilación”. Liebsch amplia la perspectiva de Patocka a partir de una revisión de la evolución intelectual de la guerra en Occidente desde la antigüedad y del aparato conceptual que la acompaña y legitima. El punto de llegada lo constituye las transformaciones que pone en escena nuestro siglo, a partir de las experiencias de las guerras mundiales y sobre todo de la idea de “guerra de exterminio”. Un extenso y atroz dosier analiza el paso de la perspectiva standard de Clausewitz, que expone un sentido moderno y politológico de la guerra, a las nuevas concepciones ideológicas que acompañaron la práctica del exterminio metódico. Es característica de esa nueva orientación la negación de una identidad personal al otro, la suprema indiferencia ante su sufrimiento ajeno (139 ss.). La intención del autor es seguir el rastro de una evolución perversa que exige la revisión del escenario histórico y filosófico contemporáneo, una empresa repetida desde el final de la última gran guerra, que ahora puede aprovechar el acceso a mayor documentación y una reflexión más serena.

El siguiente ensayo se titula “Indiferencia e impasividad”; plantea un repaso de la cuestión del otro en el pensamiento occidental a partir de Hobbes. Dicho recorrido muestra la “otra cara” de la Ilustración, una antropología a menudo pesimista e incapaz de ir más allá del solipsismo de la razón, con el consiguiente déficit ético. Las mismas dudas que se repiten en torno a la cuestión del altruismo son un claro indicio de dicho déficit, pues la orientación fundamental del pensamiento moderno se dirige hacia la auto-conservación y al interés propio, que acentúan la “in-diferencia” hacia el otro. El autor se sirve de la reflexión de Levinas para invertir dicho proceso y mostrar el sentido del yo a partir del otro -también del otro “extraño”- como llamada a la responsabilidad y al cuidado. En contraste con dicha perspectiva, Liebsch subraya los esfuerzos por bloquear y anular los efectos de una tal llamada en el contexto de las matanzas de este siglo (208 ss.). La historia cuestiona así el carácter de la propuesta levinasiana, que no es tanto una “prueba” de la moralidad intrínseca de lo humano, sino una llamada al testimonio, a mostrar la “no-indiferencia” frente al otro (214 ss.).

El capítulo sexto presenta un ensayo sobre el testimonio y la identidad histórica. Parte de una reflexión sobre la identidad personal que utiliza las reflexiones del último Ricoeur, enlazando con la dimensión de “confianza” que inspira la presencia del otro (227). Confianza, auto-testimonio y exigencia ante el otro se unen en una misma lectura de la identidad. A dicha reflexión se vincula el tema del testimonio histórico, que gana una perspectiva antropológica y consiente una revisión de la historia en grado de testimoniar el destino de las víctimas, y no sólo de registrar la imposición de los vencedores.

El siguiente ensayo, “Memoria e historia”, también se dedica a la revisión del concepto de memoria histórica desde la perspectiva propuesta por W. Benmjamin y el concepto postmoderno de “anti-historia” o de una historia radicalmente crítica. La memoria histórica sólo se salva en cuanto tiene en cuenta la “historia de los otros” y de los caídos, y en cuanto se deja provocar por ella.

El capítulo octavo presenta una profunda revisión de la idea de “parentesco biológico” y de sus consecuencias para una historicidad que trascienda dichos vínculos y se vuelva más universal, superando las barreras de la etnicidad y del extrañamiento.

El último capítulo “Historia-promesa” propone una revisión de la idea de tradición en clave de responsabilidad moral en grado de proyectar la historia en un futuro más esperanzado o “prometedor”. La principal “herencia” del pasado se vuelve patente en la narración histórica en grado de suscitar una “historicidad de la vida” contrapuesta a una “historia de la muerte” (346).

El intento de proveer a la historia con un futuro ético es el saldo más rentable después de la lectura de este libro, profundo, erudito y fruto de una madurez reflexiva rara en nuestros tiempos. La capacidad de dialogar con algunos de los autores más prominentes de nuestro tiempo y de observar con ellos nuestro pasado más inmediato y nuestras posibilidades de futuro, hacen de este libro un punto de referencia necesario en todo intento de replantear seriamente la filosofía de la historia y su sentido. Otro mérito indudable de la obra de Liebsch es que aporta una base reflexiva importante y útil a la hora de afrontar los errores y las culpas del pasado, un tema de candente actualidad también en el ámbito eclesial.

El libro ofrece la oportunidad de reflexionar a partir de la profunda investigación de Liebsch. Aparte de algunos detalles en la interpretación de autores y textos en un panorama tan extenso (por ejemplo la discusión sobre el altruismo en Occidente es mucho más compleja que las pinceladas que ofrece el autor en el capítulo quinto), surgen un par de cuestiones generales al hilo de la lectura.

En primer lugar se plantea la duda en torno a los efectos de la historia reciente en la historia del pensamiento. La derrota efectiva de los totalitarismos, o bien la victoria de la “causa de la libertad” e incluso de una sensibilidad más humanitaria que favorece la intervención bélica en favor de los más débiles, parece mostrar una convergencia o, al menos, una “afinidad electiva” entre el momento histórico y la causa ética por la que aboga Liebsch, lo que desmentiría una visión demasiado pesimista de la historia moderna, dominada no sólo por la violencia, sino también por los ideales de justicia y rescate de las víctimas. Lo que el autor plantea no sólo sería fruto de la reflexión moral, sino de la maduración histórica. La historia toma entonces su revancha, no en un sentido hegeliano, ¿o quizás sí? al mostrar su capacidad reflexiva y autocrítica, al señalar, de manera un tanto extraña a W. Benjamin, que a veces los vencedores pueden representar un cierto “sentido”, también moral, en un ambiente a pesar de todo extremadamente amenazante y sumido en la contingencia más radical, la que encierra la posibilidad de la peor de las destrucciones. La historia se vive entonces necesariamente entre la sensación de algunos éxitos provisionales, a pesar de los grandes peligros vividos, y la percepción de unos riesgos globales que exigen algo más que una recuperación en clave ética del pasado.

La segunda cuestión va en una dirección opuesta: se refiere a la relación entre inmanencia y trascendencia en la historia. La perspectiva de Liebsch es necesariamente inmanente, aunque se apoye en autores creyentes. Pero queda en el aire la cuestión de si el sentido que se quiere en la historia, y que no puede dejar de ser moral, abre un espacio a la trascendencia, o si por el contrario la condena -filosóficamente- a la ley de la inmanencia, como hacen ciertas versiones del evolucionismo que Liebsch ha contrastado. Desde la perspectiva cristiana y del modo teológico de observar las cosas, la historia sólo esconde una promesa si -y sólo si- en ella asoma la presencia de una providencia o de una acción más allá de la historia misma, cuya clave de comprensión es siempre salvífica. Si a pesar de todos los contratiempos y desastres al final triunfa el reconocimiento de los otros, el respeto y la causa de la libertad, es porque la acción salvífica divina no se interrumpe. La reivindicación ética no basta sin dicha apertura.



 
 
 
 
 
 
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