Oviedo Lluis ,
Recensione: j. Habermas,Vom sinnlichen Eindruck zum symbolischen Ausdruck ,
in
Antonianum, 73/3 (1998) p. 603-606
.
Sommario in spagnolo:
La obra de Habermas ha sido extensamente comentada por teólogos y ha conocido una recepción en el ámbito teológico reservada a pocos filósofos contemporáneos (véase por ejemplo los dos libros editados por E. Arens, Habermas und die Theologie; Kommunikatives Handelns und christlicher Glaube). No es fácil precisar las razones del interés que despierta en casa cristiana un pensador declaradamente alejado de la fe. Seguramente cabe aducir dos razones: Habermas provee una epistemología en grado de rescatar la relevancia del discurso teológico (como han señalado H. Peukert y H.J. Hohn); y en segundo lugar el filósofo ofrece vías o métodos que ayudan a comprender y encauzar mejor los esfuerzos éticos de la fe en un ámbito postmarxista, para lograr una sociedad más justa (es el caso de Ch. Davies, E. Arens y muchos otros). No obstante Habermas ha mostrado su extrañeza ante ese interés teológico, en especial si se tiene en cuenta el carácter decididamente anti-metafísico de sus propuestas. En efecto, desde su perspectiva no se pueden admitir presupuestos de fe como los que exhiben los creyentes, que se sustraen a los procesos discursivos.
El libro que presento es una colección de intervenciones públicas de Habermas durante los últimos años, que tienen especial interés para quienes buscan en este pensador indicios más específicamente religiosos o que ayuden a profundizar el diálogo en curso entre la teología y el método discursivo que él propone. De hecho la mayor parte de los artículos que componen este opúsculo hacen referencia explícita a temas religiosos en la tradición judeo-cristiana. Paso a reseñar su contenido atendiendo a los elementos de mayor interés para el diálogo.
El primer capítulo se titula «La fuerza liberadora de la formación simbólica» y está dedicado a la obra de E. Cassirer. A este ensayo hace referencia también el título general de la obra: «De la impresión sensible a la expresión simbólica», proceso característico de la configuración ideal de los humanos, que pasa por el mito y el lenguaje. Habermas plantea problemas de gran calado en torno a la obra del estudioso del simbolismo, como la capacidad de la filosofía para discernir entre los símbolos más allá de la arbitrariedad del perspectivismo. Se trata de una exigencia particularmente urgente tras las experiencias históricas más negativas de este siglo; ante ellas se requiere una norma para evitar la recaída en la barbarie, a la que conducen algunos mitos modernos, como los que propuso el nazismo. Cassirer recurrió no a la ilustración científica, sino a la religiosa propia de la tradición judía, por su capacidad de desmitificar los mitos del poder absoluto y de aportar un fundamento o sensibilidad éticos (39). Habermas parece de todos modos reconducir dichas prestaciones a la «ilustración filosófica», que escruta las raíces del proceso de simbolización y desvela su dialéctica (40).
El segundo ensayo se dedica a K. Jaspers bajo el título «De la lucha de poder entre creencias» (Vom Kampf der Glaubensmächte). El problema central que afronta es el de la posible superación racional del conflicto entre credos o tradiciones religiosas para facilitar un ambiente más pacífico. Se trata de un intento de gran actualidad que cuenta con un sinfín de propuestas. Habermas prosigue un diálogo figurado con Jaspers para encontrar el entendimiento entre visiones últimas enfrentadas. Para ello distingue en primer lugar una filosofía tomada como propuesta metafísica fuerte, que se convierte también en elemento de concurrencia en el marco general de las visiones del mundo, y una filosofía como «teoría de la justicia» o como método que establece las condiciones de diálogo y validez entre las diversas concepciones. A esta distinción se añade la idea de «religión postilustrada» (56), o de la forma religiosa capaz de distanciarse reflexivamente de sí misma y que se vuelve consciente de compartir un terreno común con otras tradiciones. Ello permite no sólo el respeto de las distintas creencias, como quería Jaspers, sino la comunicación entre las religiones, constructiva para el orden social y político, más allá de todo fanatismo. En ese sentido la filosofía discursiva contribuye a la solución de un problema insoluble.
Tras la tercera intervención (una laudatio dedicada a G.H. von Wright) el cuarto ensayo retoma el tema religioso en la forma de una recensión póstuma al libro Sabbatai Zwi del estudioso de la Cabala G. Scholem; su título es: «Presentir en la historia lo diverso de la historia». Se pregunta Habermas qué interés guió el enorme esfuerzo historiográfico y de erudición que llevó a componer una obra monumental sobre un personaje un tanto pintoresco del judaísmo del s. XVII con pretensiones mesiánicas y que terminó por convertirse al Islam. Para el recensor la respuesta hay que buscarla en la transformación del mesianismo en Ilustración, en cuanto las “energías utópicas son reconducidas a través de la Revolución Francesa a objetivos de la política inmanente”(81), un proceso que Scholem habría considerado a la vez como inevitable e insatisfactorio, y que esconde una “verdad” que “trasciende la historia porque sólo se revela a la mirada interior” (82). El estudioso del judaísmo parece dejar espacio a una forma de trascendencia característica de la teología negativa.
Tras un breve estudio sobre K-O. Apel, el capítulo siguiente se dedica al teólogo J.B. Metz y se centra en el tema de la “razón anamnética”. La cuestión central se pone en términos del contraste entre Jerusalén y Atenas para capitalizar una memoria que es advertencia y promesa de salvación. Habermas defiende frente a Metz un mayor protagonismo de la razón filosófica, en la síntesis que conduce a las nociones de libertad subjetiva, de reciprocidad y vida auténtica en convivencia, y que reclama la emancipación respecto de condiciones indignas. Habermas reivindica la capacidad de la filosofía para “hacer memoria” frente al “olvido del olvido” que se constata en la situación de indiferencia actual. En ese sentido reclama una “trascendencia desde dentro” (106) en grado de confrontar los “ídolos” que menoscaban la condición humana. El autor advierte por otro lado que el cristianismo no puede pretender el mismo grado de universalidad que la razón procedural en el campo de la oferta ética. La Iglesia, por tanto, sólo puede “invitar” sin pretender un reconocimiento universal para sus propuestas (109), que coexisten en el mundo moderno con otras visiones de lo que es justo. El pensamiento ilustrado secular presta las bases para un proceso que requiere el mutuo reconocimiento y el diálogo entre las religiones en vistas a crear las condiciones de un mundo mejor.
El capítulo siguiente se titula “Libertad comunicativa y teología negativa”. Se trata de un debate de gran profundidad con la antropología de M. Theunissen, cuyo punto de partida es el existencialismo kierkegardiano. A Habermas no le resultan claros los pasajes que conducen de la experiencia de desesperación a la exigencia de autenticidad, así como su conexión con la fe religiosa. Tampoco acepta la liquidación de una esperanza intramundana, basada en los esfuerzos humanos. A la propuesta de una “teología negativa”, que significa apertura al totalmente Otro y que consiente la relación con el otro humano, Habermas contrapone la capacidad discursiva de la razón en su dimensión normativa. También reprocha el carácter “funcional” de dicha presentación de la fe (129 s.) y su incapacidad para referirse al mundo concreto y a sus condiciones. En definitiva Habermas reivindica la distinción entre la perspectiva teológica y la filosófica del problema, esta última se distingue por “permanecer más acá de la retórica del destino y la promesa” (135). La teología negativa sólo puede ser un cierto “modo” de hacer filosofía cuando se hace necesario desvelar “los fenómenos relevantes” en un mundo indiferente.
Con estos datos se revela de forma un poco más precisa la posición de Habermas sobre la fe cristiana, lo que permite proseguir el diálogo con menos espacio para la ambigüedad y la ingenuidad. La cuestión de fondo me parece que ha sido recalcada sobre todo en los artículos sobre Metz y sobre Theunissen, es decir, la relación entre visión filosófica y teológica de los problemas del hombre y de nuestro mundo, así como la posibilidad de relación entre ambas. Es cierto que la filosofía provee métodos que ayudan a establecer un diálogo más justo y razonable -siempre que las partes estén dispuestas al encuentro– y que la fe puede aprender de los esfuerzos de la razón para interpretar mejor la propia tradición y para afrontar problemas concretos en la historia. El pensamiento y la acción cristianos pueden sufrir “crisis de racionalidad” que exigen una ayuda filosófica. Nos preguntamos si lo mismo vale para la filosofía, que puede sufrir “crisis de fundación” o de “trascendencia”, en el sentido de verse abocada a paradojas y antinomias cuando intenta hacer valer sus propias perspectivas o esquiva la cuestión de la propia fundación última de sus axiomas.
La distinción que pone en acto Habermas entre una filosofía de contenido y otra formal, es decir, una que facilita las condiciones y el terreno de juego para el encuentro entre religiones e ideologías, me parece poco convincente, sobre todo porque es dudoso que podamos establecer un terreno completamente neutral o unas condiciones de juego ventajosas para todos o que, al menos, ofrezcan a todos las mismas oportunidades. Si ya es difícil para una “teoría de la justicia”, cuanto más lo será para una teoría que quiera arbitrar entre distintas pretensiones de sentido último enfrentadas durante la historia. Se ha repetido ya tantas veces durante la última década que puede parecer ocioso decirlo de nuevo: no existe un “observatorio privilegiado” ni un “árbitro neutral” de la razón, ni de la sociedad, ni de la condición humana. Los mismos criterios que nos permiten discernir entre lo que es justo e injusto no pueden ser fundados por acuerdo, pues se recae e un regreso al infinito y en insuperables paradojas. Se trata de un problema que surge en todo planteamiento pragmático, como el que exhibe en cierto modo la propuesta de una razón discursiva: ésta no puede darse sus propios criterios de distinción entre lo que es un buen argumento y lo que deja de serlo; ya no digamos entre lo que humaniza y lo que deshumaniza. No sabemos si Habermas alude a valores de la Ilustración como tal cuerpo de criterios previos e insuperables, lo que volvería a plantear la cuestión del fundamento o del contenido y se invalidaría la distinción de base entre las dos formas de filosofía señalada.
La cuestión crucial sobre el sentido de la fe cristiana en la modernidad no está bien planteada cuando -de forma repetida- se sitúa en el contexto de una razón disciplinadora y orientadora. Habermas debería preguntarse si el proyecto moderno con sus valores de libertad, emancipación y justicia puede subsistir sin el concurso de la fe cristiana, o con la mediación de otra religión (en algunas de sus obras pasadas ya ha planteado sus dudas). De este modo la teología no es sólo una “retórica del destino y de la promesa”, sino una reflexión y discernimiento sobre lo que en último término salva o condena al ser humano o a una entera sociedad. Los teólogos cristianos estamos convencidos de disponer de un conjunto de verdades de origen revelado, es decir, no contingente, que nos permite ejercer el discernimiento propio de nuestra actividad intelectual: entre lo que conduce a la vida y lo que se opone a ella, para lo que la referencia a Dios se vuelve imprescindible. Habermas debiera contar con la necesidad de esta teoría, que la filosofía –tampoco la moral- pueden prestar o, de lo contrario, tendría que plantear su modelo alternativo o fundativo.
Por ahora, a muchos de los que seguimos desde hace años el proceso intelectual de Habermas, nos da la impresión de que su filosofía converge con una especie de lógica evolutiva (como es el caso de muchos otros pensadores contemporáneos) que se orienta, sobre todo tras la Ilustración, hacia el respeto tolerante y a la búsqueda de consensos para lograr un ambiente más justo y legitimar la acción colectiva. Con ello la historia humana, tras muchas pruebas fallidas, estaría acercándose a una situación mejor, de forma casi-hegeliana, gracias a que la razón madura y es capaz de incluir la perspectiva de la reciprocidad. Si esto fuera así, la misma filosofía re-entraría en la “retórica del destino y la promesa”, y los límites entre la filosofía y la teología volverían a desdibujarse con esta nueva invasión del campo teológico, la enésima después de la Ilustración.
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