Los capítulos octavo y noveno (319-400) son un repaso de la herencia del Santo, respectivamente a través de las figuras del cardenal Hugolino -futuro papa Gregorio IX -, y de fray Elias.
El capítulo X (401-448) se dedica a Santa Clara y a su teología.
El último capítulo (449-502) reúne varios temas referidos a la recepción de esa experiencia y los avatares del movimiento franciscano, las grandes figuras del primer siglo y el conflicto de los Espirituales.
Desde el punto de vista del contenido, el libro de Feld representa una excelente ocasión para reemprender un debate que quizás nunca ha dejado de estar vivo. Esa controversia se planteó durante algún tiempo en torno a la llamada « cuestión franciscana », cuyo aspecto más técnico se refería a la cronología documental; en general podemos hablar de un problema de carácter historiográfico y que se traduce en las distintas interpretaciones que admite la experiencia de Francisco de Asís y de su movimiento. Dicha hermenéutica pone en juego no sólo cuestiones de carácter hagiográfico o histórico-crítico, sino la concepción de la Iglesia medieval y de su papel histórico (y en general, la idea misma de Iglesia, tout court), la idea de Evangelio y de seguimiento cristiano, las cuestiones en torno al pluralismo cristiano y a la vida carismática eclesial. La comprensión de la figura de Francisco de Asís se convierte en un buen test de los propios prejuicios (en el sentido gadameriano), de la propia visión del cristianismo e incluso del sentido de lo humano.
El autor descubre sus cartas (sus prejuicios) desde el mismo prefacio de la obra, lo que agradecemos porqué nos hace más segura e inequívoca su lectura. En efecto, al situarse desde la perspectiva laica o externa al ambiente institucional franciscano, reivindica la ventaja de poder superar esa especie de reduccionismo de la historiografía de los miembros de órdenes franciscanas, que considera a Francisco como el fundador de una Orden conforme a la Iglesia oficial, ajustándose al modelo clásico del vir catho-licus et totus apostolicus, sin que de este modo se llegue a apreciar la fuerza revolucionaria que se esconde « bajo ese manto de una casi absoluta obediencia al Papa y a la Iglesia » (XIII).
Ya en la Introducción las afirmaciones adquieren carácter programático y configuran la orientación general de esta versión de San Francisco. Impresiona la declaración inicial: « Francisco es la figura más significativa de la historia de la religión cristiana desde el mismo Jesús » (1), por encima, imaginamos, de personajes como Lutero, lo que no deja de ser sorprendente en el contexto en que se mueven el autor y su obra. La tesis más arriesgada sin embargo viene a continuación: la experiencia de Francisco tuvo tal alcance que podría hacer pensar en una nueva religión, una escisión total respecto del cristianismo de ese momento. Algunas afirmaciones de la primera hagiografía franciscana legitimarían dicha sospecha: el « al-ter Christus » y los calificativos apocalípticos que se le aplicaron, por ejemplo.
Sin embargo Francisco, quien según el autor alimentó la ilusión de reformar la Iglesia, no consiguió extender su ideal más allá de ciertos límites, ni sus seguidores cayeron en la tentación de separarse de la Iglesia, ni consiguieron una reforma de la misma en profundidad. La culpa de que ese proceso se viera truncado apenas después de su nacimiento la tuvo el cardenal Hugolino de Ostia (futuro papa Gregorio IX) y sus maniobras para domesticar al nuevo movimiento, para apagar su entusiasmo y reconducirlo dentro de los márgenes de la Iglesia oficial y de la piedad tradicional. Así la rápida canonización de Francisco, la erección de la Basílica de Asís, y una reducción teológico-espiritual de sus inspiraciones, contribuyeron de forma eficaz al desgaste de la primitiva radicalidad y a fomentar una docilidad estéril en los frailes.
Feld apunta una vez más el tema de la contradicción franciscana, de esa tensión que se obliga de forma obediente a permanecer dentro de los límites de la Iglesia, aunque en realidad esos límites siempre se experimentan como estrechos y asfixiantes: el franciscanismo sería una « fuerza explosiva » que sufre al verse condicionada por una realidad institucional tan pobre, tan carente de imaginación y de voluntad renovadora como era la Iglesia del siglo XIII. Seguramente sea un síntoma de ello la historia de duros enfrentamientos que protagonizaron las órdenes franciscanas con el papado (algunos de ellos francamente ridículos; véase 3, nota 7).
La referencia final a P. Sabatier, y el homenaje que rinde a su obra, en línea con el romanticismo de E. Renán, acaba por hacer más explícita la corriente historiográfica en la que se inscribe el autor, y aclara más aún los juicios hasta ahora pronunciados. En Renán se configura la idea del Francisco menos católico, más inasimilable al marco institucional de aquella Iglesia, más provocador y original, una idea que encontrará numerosos ecos durante todo el siglo XX.
El quinto capítulo es de nuevo ocasión para acercarnos al fondo del problema historiográfico en torno a Francisco, tal como lo plantea el autor y de comprobar los parámetros que ha usado en la observación ideológica de esa figura histórica. La idea central que Francisco trata de poner en acto es el seguimiento puro del Evangelio, pero sin embargo, y esto sería lo sorprendente, este hombre ha ido en sus realizaciones más allá del Evangelio mismo, más allá de los apóstoles, más allá de las primitivas comunidades cristianas (189 ss.).
La idea de un Evangelio que se autotrasciende en la persona de Francisco y sus primeros hermanos es sugestiva, y pone sobre la mesa de discusión temas de alcance. El autor plantea un cierto debate sobre la intención del Evangelio en su llamada a la conversión, y la probable exageración o superación que implicaba la radicalidad con que ese grupo de hombres quiso vivir la pobreza: Francisco y los suyos habrían llevado las cosas un poco demasiado lejos al actuar su proyecto de vida evangélica. A nuestro parecer tal debate es gratuito; por una parte el Evangelio sigue siendo un texto abierto que ha inspirado siempre multitud de apropiaciones radicales (unas más legítimas que otras), antes y después de Francisco. La voluntad de determinar cuál es la forma precisa en que debe entenderse la llamada a la conversión y al desprendimiento conduce de forma inevitable a secar la fecundidad de un texto que tiene como una de sus principales cualidades inspirar apropiaciones originales y creativas de una verdad siempre nueva. Por otra parte la experiencia de Francisco es muy singular y difícilmente generalizable: esa sí es la verdadera tensión que han vivido los franciscanos de todos los tiempos: entre la imitación imposible de una experiencia única, que se sustrae a la institucionalización, y la sumisión al presente, a los condicionamientos sociales e históricos, a las normas que garantizan la convivencia y la permanencia de un proyecto, y que no tienen porqué ser impuestas desde fuera. La misma dialéctica entre la excentricidad de Francisco y la normalidad que buscaban sus seguidores (el autor la refleja en su obra, pp. 289-292), y que se agudizó de forma terrible al final de su vida, expresa con dramatismo la dificultad de seguir a ese hombre sorprendente e inimitable. Desde esas experiencias resulta vano pensar en Francisco como un modelo a imitar para toda la Iglesia, como una versión « institucionalizare » del Evangelio.
El autor propone con más argumentos su tesis de que la intención de Francisco era conducir una especie de « reforma universal », que debería empezar por la reforma de la Iglesia (194 ss.). Los datos que aporta son sin embargo más bien hipotéticos (la misión entre cristianos, la denuncia implícita a los prelados a través de la pobreza, el gesto simbólico ante Hugo-lino de 2 Cel 73). Dado que este es un tema de fondo del libro que comentamos, merece dedicarle una cierta atención. En principio es imposible conocer la intención de Francisco, su voluntad íntima o los motivos que condujeron a su conversión y al tipo de vida que escogió; lo que no puede olvidarse es que en el contexto socio-religioso en que se mueve Francisco abundan los movimientos de contestación y de exigencia de reforma de la Iglesia, así como las críticas al alto clero y a los abusos que cometían. Seguramente Francisco participó de aquella sensibilidad, pero no quiso alimentar un ambiente cargado de hostilidad hacia la Iglesia oficial o propiciar divisiones dentro del pueblo cristiano. Su voluntad fue siempre inte-gradora, y su reforma se conducía desde dentro del corazón de él mismo, y desde ahí se expandía de forma espontánea a todos los que quisieran se
guirle. Es muy difícil conocer las expectativas que alimentó Francisco en su espíritu ante el inesperado crecimiento del grupo que se adhirió a él, pero en todo caso, no tenemos ningún dato biográfico seguro que nos hable de proyectos de renovación eclesial y menos todavía de críticas o ataques a una Iglesia que, ciertamente justificaba todo tipo de censuras. Más bien al contrario, las repetidas manifestaciones de respeto a los miembros de la jerarquía eclesial, y sobre todo a los sacerdotes, van en una línea opuesta a la que sirve como base interpretativa a nuestro autor.
En lo que sí damos la razón a Feld es a la hora de aplicar esas tendencias a la sucesión de Francisco, y especialmente al movimiento de los Espirituales (que el autor demuestra conocer bien; pp. 486-495). El problema se plantea, desde un punto de vista historiográfico, cuando la recepción de la experiencia de Francisco se combina con un cierto mesianismo, que encuentra alimento en la teología de la historia de Joaquín de Fiore, en la apologética radical de obras como « De conformitate » de Bartolomé de Pisa, e incluso en la línea apologética oficial de San Buenaventura. Aunque éste último todavía pudo mantener un sabio equilibrio entre el ímpetu de la Orden y las exigencias de la catolicidad, el mesianismo franciscano constituyó una seria amenaza - por exceso - para la herencia franciscana y su proyecto de vida, frente al que tuvo que reaccionar la Iglesia. Pero ahí no se trataba tanto de un proyecto de reforma truncado por la institución eclesial, sino de una perversión de las inspiraciones franciscanas, que mostraban su cara más negativamente ambiciosa y menos amable, y que no dudaron en criticar, entre otros, el mismo Lutero, quien veía en esas tendencias una forma de idolatría (recojo el dato en esta misma obra que comentamos, p. 50).
La cuestión es más bien hasta qué punto puede separarse la figura de Francisco y los excesos que en su nombre se cometieron; dónde está lo más positivo e interesante de esa experiencia que merece la pena custodiar a lo largo de los siglos, y qué hay de sombrío o de fleco oscuro. No creo que sea fácil separar en este caso la mena de la ganga, o que ciertos fenómenos desconcertantes de la historia franciscana no puedan reconducirse a Francisco, en quien encontrarían una cierta explicación. Ahora bien, pienso que, contrariamente al autor, lo que pueda haber de síntomas de una nueva religión, de un estímulo de reforma eclesial demasiado aventurado, o la locura mesiánica, pertenece a la parte menos vindicable de la herencia franciscana; mientras que el sentido de libertad desde el que se intenta revivir personal y comunitariamente el Evangelio, la audacia de los gestos, la creatividad en el anuncio, la sinceridad en la vida, la alegría en el encuentro con Dios y con el hermano, son, entre otros, rasgos que merece la pena recoger e imitar, siempre dentro de un gran amor a la Iglesia, aunque ésta pueda en ocasiones dar la impresión de no merecerlo y menos todavía corresponderlo.
El autor reconoce en su Epílogo (503 ss.) que los franciscanos han intentado sinceramente a lo largo de su historia vivir la radicalidad evangélica dentro de una relación amorosa a la Iglesia, y que no puede dudarse de la viabilidad de ese intento. Sin embargo acentúa el significado de la figura de Francisco más allá de los límites institucionales y eclesiales de quienes representan su herencia; de este modo lo proyecta más allá incluso del cristianismo primitivo, y lo conecta a profundas intuiciones o arquetipos de la historia de las religiones. Se destaca así mismo el gran valor de la espiritualidad de la naturaleza y su característico optimismo. La intención del autor con estas últimas notas es rescatar a Francisco del particularismo católico o el de los franciscanos, para conectarlo a una gran tradición que trasciende los confines del ámbito cristiano y se proyecta en muchas personas que se han dejado impresionar por este pobrecillo. Entre ellos cita a Voltaire; a pesar de los datos que el autor aporta a su favor, haría bien en cotejarlos con algunas alusiones del Ilustrado a Francisco en sus escritos1.
Las cuestiones de fondo sin embargo son previas a la hermenéutica de la historia franciscana; tienen que ver fundamentalmente con la idea de Iglesia que se tiene y de la posible realización del ideal de catolicidad. Ese ideal supone una tensión entre carisma e institución, entre el pluralismo de las formas en que se traduce la riqueza de la vida cristiana, y la necesidad de una organización que garantice la comunión y la unidad. La opción por la catolicidad es entonces la prioridad que, desde la perspectiva franciscana, obliga incluso a relativizar la opción por la radicalidad. Los franciscanos hemos vivido a lo largo de nuestra historia de forma dramática las consecuencias de una espiritualidad que afirma conscientemente el valor de la libertad, del individuo y de la espontaneidad; si esas experiencias de alto riesgo no han terminado en el desastre, y por el contrario han dado frutos de gran valor en la historia espiritual de la humanidad, seguramente lo debemos, entre otras cosas, al hecho de haber permanecido dentro de la Iglesia, que siempre ha velado para que las tendencias anarquistas inscritas en nuestra tradición, no fueran auto-destructivas, como ya se manifestó repetidamente al inicio de nuestra historia, lo que el autor no puede ignorar.
Ciertamente los franciscanos no podemos pretender el monopolio de la figura del Santo de Asís, y tampoco ser sus únicos intérpretes; nos alegramos de que Francisco pueda ser conocido y querido más allá de las fronteras del cristianismo; pero sí querríamos custodiar su herencia con el respeto y el escrúpulo de quien teme que su nombre pueda ser utilizado de forma peligrosa o sin miramientos hacia el recuerdo histórico que nos ha dejado, y que nosotros somos los más interesados en conocer.
Entiendo el contributo del autor como una continuación de la línea hermenéutica-crítica que consagró Sabatier, a la que aporta una mayor profusión de datos y los resultados de las investigaciones más recientes. Esa línea no es la única posible ni la más justa desde el punto de vista hi-storiográfico; al confrontarnos con ella hemos tratado de poner a la luz sus límites. No obstante y como franciscano debo agradecer sinceramente a Helmut Feld el admirable esfuerzo de erudición realizado - su libro pasa sin duda alguna e ser uno de los estudios mas serios y bien documentados de los últimos años - y desde luego el estímulo que nos ha proporcionado para revisar nuestras propias convicciones y proseguir el debate historio-gráfico.