Larranaga Tomas ,
Recensione: S. Fernández-Ardánaz, El mito del «hombre nuevo» en el siglo II. El diálogo cristianismo-helenismo,
in
Antonianum, 67/1 (1992) p. 163-164
.
Sommario in spagnolo:
El tema del diálogo está de moda actualmente en la Iglesia; especialmente el diálogo con las culturas. No quisiera insinuar que se trate solo de «moda» (mucho hablar en teoría, y pocos pasos positivamente reales); pero a veces es difícil evitar del todo esta impresión, con la sensación que se percibe de que en el encuentro con las culturas predomina por parte católica un miedo que esteriliza las buenas intenciones y por tanto los esfuerzos que en teoría se reconocen necesarios para que el cristianismo responda a las exigencias de todos los tiempos y lugares. Uno recuerda con nostalgia la audacia creadora que en los orígenes mostró la Iglesia para afrontar la cultura greco-romana, dominante en aquel tiempo, después de repensar el patrimonio cultural del judaismo, del que el cristianismo procedía.
Por eso resulta muy estimulante y aleccionadora una evocación de aquel esfuerzo especulativo de la Iglesia antigua. La presente obra lo intenta y lo logra muy acertadamente respecto al siglo II en el campo antropológico. Acaso habría que ceñir algo el título para mayor precisión en señalar el contenido real. Dividida en dos partes la obra, en la primera estudia el concepto que sobre el hombre elaboraron los primeros pensadores cristianos; para ello examina sobre todo el comentario que hicieron a la tricotomía paulina de espíritu, alma y cuerpo (ITes 5,23) y al testimonio del Génesis sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gn 1-2). En la segunda parte, más breve, centra la atención en el problema de la muerte, precisando la visión de los primeros autores cristianos del siglo II, sobre el fondo cultural de los enfoques que se descubren en las varias escuelas filosóficas de los siglos I-II.
En ambas partes, Santiago Ardánaz da prueba de un conocimiento profundo y detallado del pensamiento del tiempo, tanto de los filósofos de las distintas corrientes, como de los autores gnósticos (en cuanto nos son conocidos en lo que de su producción literaria ha llegado hasta nosotros) y de otros movimientos religiosos contemporáneos en el área oriental y greco-romana en la que el cristianismo tuvo la primera expansión y su consolidación. Así puede precisar el desarrollo especulativo, todavía incipiente, de los primeros pensadores de la Iglesia, notando afinidades y diferencias para subrayar lo específico cristiano y subrayar las líneas del diálogo real que aquellos valientes pioneros de la filosofía y teología cristianas mantuvieron con las otras corrientes contemporáneas del pensamiento.
El estudio está realizado con continuas referencias, incluso literales, tanto a los documentos de aquel siglo, como a otros estudiosos modernos que los han examinado (para el lector hubiese sido más cómodo que las numerosísimas notas no se hubieran relegado al final de cada capítulo; pues, aunque la mayoría de ellas sean puramente bibliográficas, otras contienen interesantes acotaciones que facilitarían más la lectura y la comprensión si estuvieran al pie de la página respectiva).
El autor acierta a expresarse con claridad; y la lectura, no obstante los tecnicismos propios del método estrictamente investigativo, resulta facilitada por su estilo fluido y fácil. Acaso la hubiese facilitado aun más si algunas inserciones bibliográficas del texto (p.ej. en la p. 53) las hubiera remitido a las notas, como generalmente lo hace. Se advierten pocos errores de imprenta; alguna vez hay líneas que se repiten (p. 189).
En toda la exposición se nota la grande familiaridad que Ardánaz tiene con los primeros siglos cristianos, como lo ha mostrado ya también en otras publicaciones.
En este espíritu del diálogo con la cultura, me permito cerrar estas notas con una saludable reflexión de la «meditado mortis» de Séneca (p. 216s): «Morimos cada día; cada día nos roba una parte de nuestra existencia; a medida que crecemos, decrece nuestra vida. Hemos perdido la infancia, después la puericia, después la adolescencia: todo tiempo pasado hasta el día de hoy está perdido. El mismo día de hoy lo dividimos con la muerte»... ¡Quedamos advertidos, desde los tiempos de Séneca!
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