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Recensione: KEVIN J. ANHOOZER, The Drama of Doctrine: A Canonical-Linguistic Approach to Christian Theology

 
 
 
Foto Oviedo Luis , Recensione: KEVIN J. ANHOOZER, The Drama of Doctrine: A Canonical-Linguistic Approach to Christian Theology, in Antonianum, 83/2 (2008) p. 343-348 .
Summary in Spanish:

La teologi'a se replantea constantemente sus propios fundamentos teöri-cos y los metodos mäs apropiados para acometer su mision. Seguramente hay un inevitable componente histörico en dicho proceso, en el sentido de que las circunstancias culturales, cambiantes en el tiempo, condicionan las op-ciones de base para el desarrollo doctrinal. Nos preguntamos cuänto siguen valiendo modelos fundacionales que han funcionado durante varios siglos; pero incluso se cuestiona la validez de propuestas mäs recientes que trataban de sintonizar con paradigmas teöricos o con metodos contemporäneos. Lo cierto es que el debate sigue abierto, lo que cabe considerar saludable, y las distintas aportaciones disponibles enriquecen el repertorio de motivos y orientaciones a los que anclar la tarea teolögica.

No estä muy claro cuänto ha alcanzado la reflexividad en torno a las ba-ses de la teologi'a a los ambientes "continentales" o europeos, pero es evidente que esa cuestion ha suscitado un mayor interes en los Estados Unidos, y so-bre todo en algunas confesiones protestantes en las que el tema resultaba me-nos decidido, o dönde se experimentaba un cierto cansancio ante los excesos liberales. En cierta medida todo cambiö a partir de la publicaciön en 1983 del breve ensayo de George Lindbeck The Nature of Doctrine, que marcö un hito en la revisiön de las propuestas de fundacion teolögica liberal y encendiö un amplio debate que se prolonga hasta nuestros dfas. El libro que comenta-mos se sitüa en esa onda y reconoce ampliamente su dependencia de aquella obra seminal, aunque ciertamente el autor lleva las cosas mucho mäs lejos y trata de corregir algunos lfmites que percibe en su predecesor. Estamos ante un amplio tratado que cabe emplazar dentro de lo que los catolicos llamamos "teología fundamental", en cuanto plantea abiertamente las cuestiones de la fundación de la teología, su método y los principios de su hermenéutica.

La introducción señala claramente las líneas maestras de la obra: el in­tento de preservar el vínculo de la teología con la Biblia, a través de una firme referencia al canon, y con un énfasis decidido en la dimensión práctica, que se asume como parte de la elaboración doctrinal. El énfasis en el canon sirve a Vanhoozer para corregir la posición de Lindbeck, quien hacía depender la doctrina de la praxis eclesial; pero también sirve para minimizar la de­pendencia del discurso teológico respecto de filosofías externas, o el clásico "fundacionalismo". Otro de sus objetivos es superar la distinción entre teoría y práctica, y hacer de la teología más bien un "saber", que encuentra en la representación teatral el punto de referencia más acertado. De ahí el sentido de su propuesta: el acceso "canónico-lingüístico": la teología se orienta a las prácticas de la fe, pero su norma no es la cultura eclesial, sino el canon bíbli­co. "La teología canónico-lingüística atiende a ambos: al drama en el texto — lo que Dios hace en el mundo a través de Cristo — y al drama que continúa en la Iglesia en cuanto Dios usa las Escrituras para dirigirse, edificar y con­frontar a sus lectores" (17). "La doctrina cristiana tiene una naturaleza dra­mática" (18), también cuando la fe busca comprensión, lo que sugiere que la teología se esfuerza en hacer que el "guión" de la doctrina pueda convertirse en vida. La teología es un "conocimiento vivo" que trata de facilitar o mediar las prácticas eclesiales - como en la representación teatral — fiel al guión que se contiene en el canon.

El autor aboga además por una "ortodoxia católica-evangélica", que apunta a una focalización en el Evangelio y a su universalidad, superando apropiaciones parciales. Vanhoozer no resuelve de forma clara las tensiones entre católicos y protestantes en lo que concierne a la recepción y papel de la Escritura y la tradición, pero confía en que su propuesta pueda ofrecer una buena perspectiva para re-contextualizar el problema.

El libro desarrolla en cuatro partes este programa, en un uso metafórico de la dinámica teatral: el drama, el guión, el dramaturgo y la actuación.

La primera parte — el drama — presenta, en primer lugar, el Evangelio como teo-drama, la teología emplazada dentro de ese drama, y, en fin, una visión propia - dramática — de la naturaleza de la doctrina. La teología se plantea como un saber orientado a mostrar el carácter dramático, o de ac­tuación divina, reflejada en la revelación, y como un intento de proseguir dicho drama, animando a otros a participar en la acción ya iniciada. Lo importante es superar una concepción des-dramatizada de la Palabra, de­volviéndole su capacidad performativa, que une palabra y acción, informa y promueve relación. La teología debe entonces adaptarse a la naturaleza de su objeto de estudio, lo que la obliga a "asegurar que nos adecuamos a la acción" que describe la Palabra de Dios (57); se trata de un "esfuerzo sobre cómo actuar mejor el discipulado" (59), participando en el drama que inicia el Evangelio. Vanhoozer propone una interpretación radicalmente teológica de la Biblia, más allá del sensus literalis y del sensus fidelium, que apunta al sensus scripturalis, y asume conscientemente las Escrituras como un "libro de Dios", o un "acto comunicativo del Dios trinitario" (63). De ahí deriva una teología de la revelación en clave de "acción comunicativa" o que hace de los fieles "comunicadores con Dios", capaces de responder a su llamada a través de gestos y discursos. La Biblia no sólo informa, sino que transforma. La misión de la teología es "preservar la integridad de la acción comunicativa de la Iglesia" (74). De estos principios deriva una teoría sobre la "naturaleza de la doctrina", evocando el título del famoso ensayo de Lindbeck: la doctrina es el discurso que "ayuda a los fieles a participar de forma adecuada en el drama de la redención" (78). El capítulo platea una revisión a fondo de la posición de Lindbeck, para reivindicar el contenido proposicional en la doc­trina, orientado ciertamente a motivar la acción, pero corrigiendo el excesivo énfasis en la práctica eclesial a costa de la autoridad del canon. En todo caso las prácticas deben ceñirse al guión que marca el canon. El drama se convier­te de nuevo en la figura que ayuda a integrar "proposiciones, experiencia y narración" (101).

La segunda parte se consagra a un análisis del "guión", es decir, de las Escrituras, el canon y la tradición, en referencia a la Iglesia. Una vez más estamos ante uno de los temas característicos de la teología fundamental. Uno de los puntos en los que más se insiste es en la importancia del canon como criterio desde el que se interpreta y orienta todo, la teología y la praxis eclesial, es el "documento de la alianza". El canon se configura también como el criterio de autoridad, lo que preserva la identidad eclesial, el marco de la creatividad o que consiente cierta improvisación, y guía la "traducción" teológica de la Palabra. En palabras del autor, "el canon es la norma tanto de la comprensión del drama divino, como de la continua participación en el mismo" (145).

En el siguiente capítulo de esta segunda parte se analiza la relación entre Escritura y tradición. El absolutismo del canon, por el que aboga Vanhoozer, obliga a corregir desarrollos de la tradición susceptibles de desviación. Su análisis conduce a una crítica de la "tradición en la Iglesia", y de lo que llama "representación II" {performance II): una forma de entender las Escrituras a partir de la recepción y uso eclesial, en lugar de la fidelidad al "autor", es decir al canon. En el primer caso, Vanhoozer descubre el límite de la propuesta de Lindbeck, para quien el sentido de la Escritura es un "producto" o "cons­trucción" de la comunidad, mientras lo que se trata es de rescatar el sentido genuino en la referencia al "testimonio apostólico" (170); no es la "experien­cia" — personal o comunitaria — lo que determina el sentido de la revelación, sino la referencia al canon y a la intención de su autor. Siguiendo con el símil teatral, la "representación" a la que invita la recepción de la Escritura (guión) debe ser la continuación de la que ya ha actuado Dios con la humanidad en la historia salvífica, sobre todo en Cristo.

El tercer capítulo de esta segunda parte se dedica a Jesús, el Espíritu y la Iglesia. La crítica del autor alcanza también a Milbank, y a su énfasis en los "efectos" como clave para comprender la identidad de Cristo, lo que de nue­vo invierte la lógica comunicativa que prioriza el texto. Cristo se interpreta por sí mismo, según Vanhoozer, para quien Jesús constituye una forma de hermenéutica, que comisiona a sus oyentes a prolongarla. Esa tarea es pos­teriormente guiada por el Espíritu. La "regla de la fe" es puesta en estrecha relación con el canon, para que pueda servir como norma hermenéutica, re­chazando toda propuesta de un "canon dentro del canon" o de una selección de elementos dentro de la "regla de fe". Por consiguiente, el ejercicio inter­pretativo implica siempre un cierto sometimiento a la autoridad del canon, y una renuncia al propio criterio (208).

El cuarto capítulo de esta parte describe "la obra del Espíritu en las prácticas del canon", y muestra cómo los distintos géneros literarios bíblicos corresponden a formas de práctica canónicas, que a su vez configuran pautas {patterns) dentro de una "gramática canónica", que orientan la interpretación y la actuación eclesial. La función de la teología depende del aprendizaje de dichas prácticas canónicas para que puedan seguir vigentes en la vida de los creyentes y de la comunidad.

La tercera parte se ocupa del "dramaturgo", figura que sirve para des­cribir el papel de la teología dentro de esa concepción teo-dramática. La teología aparece como una "dramaturgia", es decir, una teoría cuyo objetivo es optimizar la actuación del drama. Vanhoozer trata de distribuir los roles teatrales, entre el director - pastores asistidos por el Espíritu - y el drama­turgo, o consejero que contribuye a mantener la tensión entre el guión y la actuación, el que hace que "el drama funcione" (244). Ese rol corresponde al teólogo, y lo aplica en forma de ciencia y de sabiduría. Como ciencia debe ir más allá de una mera exégesis, para mostrar el significado global de la reve­lación como teo-drama. Como sabiduría, indica "cómo participar de forma adecuada en ese drama" (252), trasladándolo al presente. Esta visión hace declarar a Vanhoozer que "la teología canónica-lingüística no es una simple hermenéutica, un modo de tratar el texto, sino una forma de vida" (255), propiciando ciertos hábitos. Los otros dos capítulos de esta tercera parte de­sarrollan de forma más pormenorizada las características de esa doble dimen­sión de la teología, como scientia y como sapientia. Es interesante su apuesta por una comprensión menos proposicional de la revelación, y más dialógica; así como su propuesta por una "teología post-conservadora", capaz de "re­conocer el significado de las formas literarias" (278), es decir, va más allá de la simple cognición para proveer modelos de comprensión y actuación, para educar la percepción y la decisión. Al mismo tiempo su propuesta se sitúa más allá del fundacionalismo y reivindica la capacidad del canon de proveer "mapas" o guías suficientes, y que no requieren otros apoyos para adecuar la actuación eclesial. El canon provee el criterio de racionalidad (299).

La cuarta y última parte se dedica a la actuación o representación {per­formance). En los dos capítulos que la componen se describe el rol de los "actores" en el drama, y el papel de la Iglesia, como ámbito de la represen­tación. El papel del actor es evocado dentro de una particular antropología teológica, que acentúa la identidad de la persona en su inserción en el drama salvífico, en el que se cumple un llamamiento a entrar en diálogo con Dios, es decir, se trata de una forma de "discipulado" en sentido dramático. La eclesiología también es revisada dentro del esquema dramático. Como cabía esperar, el autor reivindica el carácter sacramental como el que mejor expresa ese sentido dramático; pero también recupera la dimensión de comunión en ese esquema, y la capacidad de interactuar con la audiencia, es decir, con el mundo. Otras dimensiones del drama eclesial no escapan al autor, quien aprovecha para justificar las medidas disciplinarias, y para exaltar el martirio como una de las actuaciones más fieles a la cruz de Cristo ante el mundo.

La conclusión describe formas de teología a partir de su función dentro del drama en la Iglesia: pastoral, para "dirigir la compañía"; del credo (creedal theology) para interpretar "obras maestras"; confesional, a guisa de "teatros regionales"; y local o congregacional.

La extensa obra de Vanhoozer debe ser apreciada como un ensayo ma­gistral de teología contemporánea, y un respetable intento de actualizar la teología más declaradamente confesional, que no ignora las estaciones de la teología moderna, y las asume en sus contribuciones y límites para ir más allá y fijar un nuevo estándar de lo que se entiende como labor teológica fiel al Evangelio.

Ciertamente esta propuesta se coloca en la tradición evangelista que tanto ha crecido en los Estados Unidos, y que constituye en muchos aspectos una de las formas cristianas de mayor vitalidad en el mundo occidental. No obstante, sigue abierta la cuestión de cuánto esta propuesta canónico-dra-mática pueda resolver los distintos problemas que tiene planteada la teología actual y las distintas demandas de la teología ante una cultura cada vez más exigente. En general, se echa en falta una mayor atención a los retos que pro­ceden de la racionalidad contemporánea, es especial de la ciencia, como si la fe pudiera continuar representándose sin sentirse molestada por el desarrollo de aquella. En realidad el riesgo que más acecha a esta propuesta, a causa del absolutismo del canon, es la recaída fideísta, que ciertamente no parece deseable en los contextos en que se mueve hoy la fe, aunque constituye segu­ramente una opción posible.

Por otro lado persisten problemas menores que no creo se puedan resol­ver con el simple recurso al predominio del canon. La cuestión de la auto­ridad y de las interpretaciones autorizadas ciertamente no depende simple­mente de acentuar el papel del canon, pues, como sabemos desde hace varios siglos de disputas confesionales, éste también es objeto de interpretación y de apropiaciones plurales, a menudo en claro contraste. Hay una circulari-dad inevitable en su propuesta hermenéutica que se resuelve con un cierto voluntarismo, y que no es muy convincente, mientras no haya una autoridad en grado de fijar los límites de la recepción, las interpretaciones más conve­nientes, y de discernir entre los "frutos" o las formas concretas que asume su puesta en práctica.

Desde mi punto de vista, la obra de Vanhoozer contribuye - también con sus críticas — a equilibrar posiciones que habían ido demasiado lejos en sus formas liberales y post-liberales, y proyectar nueva luz en viejos debates; aunque tengo la impresión de que lo más interesante es que esta obra da una voz autorizada y de gran densidad especulativa y fuerza intelectual a una corriente eclesial — la evangelical'— que de otro modo podría quedar como un movimiento eclesial sin expresión teológica, lo que sería una gran lástima, si tenemos en cuenta que la vitalidad práctica y la teológica deberían ir de la mano. Ahora que la posición teológica se ha vuelto explícita, es mucho más fácil entablar el diálogo y comprender dónde se sitúa cada quien, lo que en­riquece sin duda la tarea teológica.


 



 
 
 
 
 
 
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