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Relationes bibliographicae: Dos libros emblemáticos de sociología de la religión

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Relationes bibliographicae: Dos libros emblemáticos de sociología de la religión, in Antonianum, 76/2 (2001) p. 327-338 .

Rodney Stark – Roger Finke, Acts of Faith: Explaining the Human Side of Religion (Berkeley - Los Angeles - London, Univ. of California Pr. 2000) pp. 343, $ 18,95; ISBN: 0-520-22202-4.

Niklas Luhmann, Die Religion der Gesellschaft (Hg. A. Kieserling) (Frankfurt a. M., Suhrkamp 2000) pp. 362, DM 42, ISBN: 3-518-58291-7.

De forma casi simultánea han aparecido a mediados del año 2000 dos ensayos importantes de sociología de la religión, dos obras imprescindibles que seguramente pesarán en el estudio del fenómeno religioso, y serán punto de referencia para toda teología interdisciplinar interesada en el diálogo con las ciencias sociales.

Se trata de dos visiones radicalmente distintas, en cuanto a método y orientación, lo que nos sugiere una cierta estereoscopia en el conocimiento social de lo religioso, que a ese nivel tampoco puede reducirse a una consideración única o a una forma privilegiada de observación. La primera aportación, de los sociólogos americanos Stark y Finke, se sirve sobre todo de los estudios empíricos en torno a las dinámicas contemporáneas del fenómeno religioso; desde el punto de vista metodológico sigue el conocido modelo economicista de la “opción racional” (rational choice), aplicado a las decisiones en campo religioso, es decir, asume una perspectiva intencional o que privilegia a los actores. La segunda obra bajo examen, del teórico alemán Niklas Luhmann – fallecido no hace mucho –, es por el contrario de factura más especulativa y menos empírica (aunque no ignore las tendencias de la religión ni su historia), y se sirve, desde el punto de vista metodológico, de la teoría de los sistemas cerrados, una orientación claramente “macro” y cibernética. La diferencia también es, por tanto cultural, en el doble sentido de “cultura religiosa” y de “cultura científica”. En primer lugar refleja el contraste entre la situación típicamente norteamericana, donde lo religioso registra flujos positivos y escenarios de vitalidad sorprendente; y el ambiente alemán, sobre todo protestante, aquejado de altos índices de secularización. En segundo lugar se confrontan dos estilos de hacer sociología o de entender las dinámicas sociales de la religión: una más pragmática y simpatizante del fenómeno estudiado, otra más teorética y distante.

Es importante tener en cuenta que ambas obras ofrecen el estado más maduro y – al menos en un caso – completo de las investigaciones en las dos líneas señaladas. Stark y Finke culminan con su libro un largo proceso de recolección de datos y organización teórica que ha revolucionado, al menos desde 1985, el panorama de la sociología de la religión. Luhmann ha dejado como fruto póstumo esta obra que presenta de forma sistemática y acabada su particular interpretación de la religión, punto de llegada del proceso que inició su importante y citadísimo libro de 1977 Funktion der Religion, una exploración desde el paradigma emergente del estructuralismo funcional, que dio un vuelco a la teoría social de la religión, de inevitable significado también teológico, cargada de posibilidades y riesgos. Ambas obras son síntoma de un renovado interés por lo religioso, que contrariamente a lo que cabía esperar hace algunas décadas, sigue siendo objeto del estudio de grandes figuras intelectuales; también en este campo parece cumplirse el repetido pronóstico de que “la religión no acaba nunca de morir”.

Veamos por separado cada una de estas dos obras, antes de pasar a un balance conjunto que nos permita contrastarlas y extraer conclusiones sobre el estado de las investigaciones.

Stark y Finke son dos investigadores que colaboran desde hace mucho tiempo en el campo de la sociología de la religión. A decir verdad ha sido Stark el aglutinador de esta nueva línea y metodología; con el vienen trabajando desde inicios de los ochenta además de Finke, L. Iannaccone, W. Bainbridge y otros. Puede hablarse claramente de una “escuela” o de un grupo con una línea de trabajo bien definida. Su característica principal es la asunción de un criterio “racionalista” en el enfoque de los procesos religiosos, una especie de apuesta metodológica en favor de la capacidad de decisión racional de los individuos ante opciones de tipo religioso, tanto desde la demanda como desde la oferta. De manera similar a la axiomática económica, están convencidos de que cada persona se guía fundamentalmente por criterios de interés a la hora de decidir si y cómo participar en una actividad religiosa, para lo que el cálculo de ventajas y costes también es relevante. Lo mismo cabe decir de los dirigentes de organizaciones a la hora de plantear su oferta de acompañamiento religioso, que seguramente tiene en cuenta los propios intereses o prioridades. Por supuesto que ese interés no es económico, ni político, ni afectivo – aunque puede incluirlos – sino un interés propiamente religioso, es decir, determinado por las necesidades de salvación o de esperanza trascendente, o – en palabras de los sociólogos – la búsqueda de “otherwordly rewards” o “recompensas trascendentes” (88). La aplicación de este modelo ha tenido al menos dos consecuencias importantes tras largos años de pruebas y verificaciones: en primer lugar la superación de la tesis de la secularización, y, segundo, una predilección por la parte de la oferta a la hora de comprender las dinámicas religiosas en las sociedades avanzadas.

Hay que tener en cuenta que el método de Stark y sus asociados es eminentemente empírico y se vale de la observación durante varias décadas de los avances y retrocesos de la religión en muchas sociedades y ambientes. De esas investigaciones se deduce algo que la mayoría de los sociólogos ya han aceptado en los últimos años: que los procesos de modernización social no tienen por qué provocar un retroceso religioso, ni a nivel subjetivo o de creencias y adhesiones personales, ni social, o de pérdida de dimensiones e influencia de las instituciones religiosas. La razón principal es que las estadísticas siguen mostrando altos indicadores de vitalidad religiosa en muchas sociedades altamente modernizadas. El libro de Stark y Finke dedica un capítulo a esa cuestión (con el enfático título “Secularization R.I.P.” 57-79). El análisis se sirve también de un recorrido histórico, para demostrar la tesis de que la demanda religiosa ha permanecido más o menos constante a lo largo de los siglos, es decir, que en un amplio arco de tiempo se registran vaivenes en la afiliación y el seguimiento religioso, pero no puede verificarse una tendencia que vincularía de forma inversamente proporcional la vigencia de lo religioso y los niveles de ilustración o cultura. Los estudios citados muestran que también se registró una baja asistencia religiosa en amplias zonas y periodos de la Edad Media, en lo que muchos han supuesto fue la “edad dorada” del cristianismo. El argumento desarrollado se refiere también – de forma quizás menos convincente – a la “religiosidad de los científicos”, para refutar los argumentos que asocian formación científica y déficit religioso, lo que sin embargo parece cumplirse sólo en los estudiosos de ciencias sociales. P.L. Berger es un tanto más realista a ese respecto al reconocer en el ambiente académico “islas secularizadas”.

La otra línea desarrolla en tono positivo las claves que explicarían el éxito de algunas formas religiosas en la actualidad. Los autores asignan un papel más importante a la oferta, una vez se asume la constancia de la demanda religiosa. En este caso se aplica otro principio de la metodología económica, el de ceteris paribus, o la comparación de procesos en los que se aíslan las condiciones discriminantes para explicar los fenómenos estudiados. Si una sociedad con alto grado de modernización presenta unos niveles superiores de vitalidad religiosa que otra sociedad igualmente modernizada, habrá que buscar los factores diferenciales que puedan darnos la clave del distinto éxito. Para  Stark y compañía esos factores obedecen fundamentalmente al dinamismo de la oferta, que puede ser muy activa, sobre todo en los casos en los que se registra una alta concurrencia o donde el “mercado religioso no está regularizado”; o por el contrario puede decaer hacia posiciones poco competitivas e incluso de abandono en contextos de monopolio religioso o donde las organizaciones religiosas viven de subsidios estatales.

Por supuesto que ésta es sólo una parte de la historia y que la argumentación de Stark y Finke es mucho más compleja. Una de las cosas que vuelve su libro especialmente relevante es que presenta el resultado de un proceso en el que se han ido refinando y decantando los criterios o factores que explican el desigual comportamiento de grupos e instituciones religiosas en un ambiente moderno. Saltan a la vista conceptos de gran utilidad heurística como el de “tensión” y el de “activación”. El primero designa el desnivel entre las actitudes de un grupo religioso y su ambiente cultural y social. Los niveles de tensión o de contraste que mantiene una organización respecto de las costumbres e ideas de su entorno constituye un buen indicador para predecir la marcha del mismo, en el sentido de que la mayor tensión – hasta cierto límite – asegura un mejor resultado. El concepto de “activación” o “movilización” designa – en relación al primero – la capacidad de un grupo de motivar a sus componentes para llevar a cabo proyectos y actividades orientados a la afirmación y expansión del mismo. También en este caso nos encontramos ante un indicador que vuelve muy previsible la marcha de un grupo. A ello hay que unir otros criterios, variables y opciones que contribuyen a la buena o mala salud de una institución religiosa, lo que ha dado como resultado una especie de “criteriología” con definiciones y proposiciones que se presentan en el libro de forma sistemática, a lo largo de sus capítulos centrales, aunque enriquecidos con acopio de ejemplos y casos de estudio, que vuelven sus propuestas formales mucho más comprensibles y creíbles.

Cabe destacar del abundante material aportado y de las aplicaciones concretas que se exponen, al menos dos casos de gran interés. El primero se refiere a la revisión de las formas que asume la demanda religiosa (lo que parece redimensionar la importancia concedida a la oferta). Los autores proponen un modelo para clasificar dicha demanda, a partir de unos “segmentos” sociales en los que se distribuyen las distintas orientaciones ideológicas y los niveles de intensidad. Esa operación permite deducir una especie de “nichos” – como en la teoría del marketing – que hacen reconocibles la pluralidad de actitudes y modos de entender la relación con la trascendencia. Los autores describen con una gráfica en forma de “campana” las variedades del interés religioso, desde las más radicales desde el punto de vista “liberal” a las más estrictas y fundamentalistas en sentido tradicionalista, reservando para el centro mayoritario a los moderados y a los conservadores(197). Todo parece indicar que ante una demanda pluralista, la oferta religiosa también deba responder de forma similar, diversificando sus modos de anuncio y acogida, lo que no siempre ha ocurrido. De todos modos, en mi opinión, la intuición es de gran interés, pero debería ser refinada con instrumentos más sofisticados para determinar mejor la composición de los nichos y sus demandas. En todo caso se insinúa claramente que a menudo la oferta religiosa no se ha ajustado a la demanda en los ambientes con mayor índice de secularización.

Más interesante si cabe es el capítulo dedicado al “declive y recuperación de las vocaciones religiosas católicas” (169-190), en el que la aplicación de la metodología propuesta lleva a resultados cuanto menos desconcertantes desde el punto de vista de lo que es el “saber convencional” dentro de la Iglesia tras el Vaticano II. Ante todo los autores se refieren a la crisis vocacional como una circunstancia que depende de la mala gestión de los dirigentes católicos, en especial al liquidar la teología de la “excelencia” que distinguía a las vocaciones consagradas y sacerdotales de otros estados de vida más comunes y con menos exigencias o “tensiones”. Al nivelar las distintas vocaciones se erosiona la motivación que podía justificar opciones más sacrificadas. A ese estado de cosas ha contribuido sin duda también el abandono de los signos de distinción social. Las investigaciones en curso indican más bien que los grupos que operan un “retorno selectivo e innovativo a la tradición” son los que más probabilidades tienen de superar la crisis.

El libro de Stark y Finke contiene un capítulo introductivo que denuncia los prejuicios y el uso de metodologías parciales típicas de buena parte de los estudios sociales sobre la religión. El problema es la suposición generalizada de que el progreso cultural limita necesariamente el alcance de lo religioso. Al desmontar dichos prejuicios los autores hacen un servicio inestimable tanto a la sociología como al mundo religioso, que recupera una dignidad propia y queda a salvo de las reducciones a las que se ha visto sometido con demasiada frecuencia, por ejemplo al confinarlo al ámbito de lo estrambótico.

En definitiva este estudio provee a los responsables de instituciones eclesiales y a los observadores de la fe cristiana (también a los teólogos) con un instrumento de gran eficacia a la hora de comprender las dinámicas que afectan a las organizaciones religiosas, más allá de algunos motivos y explicaciones que se han difundido en muchos ambientes durante las últimas tres décadas, y que todavía siguen pesando en la mentalidad eclesial y en la toma de decisiones. También cabe deducir en esta obra “recetas” sobre la justa orientación de la oferta religiosa, si se desea capear las crisis que a menudo sufren las iglesias en las sociedades avanzadas, en especial aquellas herederas de situaciones de monopolio o fuertemente subsidiarizadas. En ese sentido, una de las conclusiones más llamativas a la que llegamos tras su lectura, es que los autores decretan en la práctica el fracaso de lo que puede denominarse “estrategia liberal de modernización” o de adecuación del cristianismo a los nuevos tiempos, donde por liberal se entendería entre nosotros cierto “progresismo”. Así también llama la atención la sugerencia – que ya otros han notado – de que se está produciendo un relevo generacional en muchas iglesias, que conduce a la revisión en profundidad de los planteamientos más liberales, a causa de su ineficacia o esterilidad, y a una recuperación de tradiciones y de la forma más “específicamente religiosa” de la oferta eclesial (contrapuesta a otras orientaciones: psicológicas, sociales, morales, políticas, estéticas...) (262). En suma, un reto para todos los que sean capaces de superar la natural aversión a las perspectivas economicistas o racionalistas, supuestamente antitéticas con el espíritu religioso, que se supone en principio más afín al concepto de “gratuidad”.

El segundo libro objeto de nuestro comentario es algo completamente distinto. Puede ser leído de distintas formas: como un intento de deconstrucción de la religión al que no falta tampoco cierto grado de ironía; como un proyecto para repensar la forma social de la religión desde nuevas claves; como el límite máximo al que puede llegar una mirada abstractiva sobre el fenómeno religioso; e incluso como el enésimo intento sociológico de “comprender” – en sentido fuerte – la religión de la sociedad, después de Weber y Parsons. Las lecturas pueden combinarse y de hecho se suceden sin distinción de continuidad.

A grandes rasgos la visión luhmanniana de la religión se inscribe en un amplio proyecto de organización teórica de los grandes sistemas sociales en los que se diferencian las sociedades avanzadas; ese proyecto ya se había ocupado de la economía, el derecho, la educación, la ciencia y el arte. Es de por sí bastante significativo que considere a la religión – con todas las reservas que haya que hacer – como un subsistema digno de estudio y su voluntad de emplazarla junto a los otros grandes subsistemas sociales. La metodología por tanto es similar a la aplicada en los demás estudios de esa serie: “la economía de la sociedad”, la “ciencia de la sociedad”... El autor no ha disimulado desde hace años su pretensión de ofrecer una visión integrada de la realidad social, que en principio fue auto-calificada como “ilustración sociológica”, y ahora asume la forma de una unificación de los campos que componen nuestro horizonte cognitivo y nuestras comunicaciones. Esta ambición teórica se prueba ante el test de “conocer” la religión y de adjudicarle un espacio social, uno de los desafíos clásicos de la teoría de la sociedad.

El punto de partida es la distinción entre sistema y ambiente, o bien entre sistema y lo que éste excluye. La religión puede ser asociada a la necesidad de comunicar sobre aquello que excluyen los otros sistemas, o lo que queda fuera de sus distinciones, y que no puede ser dejado simplemente en el ámbito de la ignorancia o de lo desconocido – aunque esa pueda ser ya una solución “religiosa”. Inevitable entonces referir la religión al “sentido” o fondo de toda distinción, que para Luhmann representa el “medio” de toda comunicación, y a sus paradojas, debidas a su condición autocomprensiva. Esa descripción tan genérica y abstracta vuelve especialmente difícil su “observación” o, lo que es lo mismo, operar distinciones. La reflexión nos lleva a las complejas relaciones entre “sentido” y “observación”, donde “sentido” no se asimila a la categoría antropológica que tantas veces ha servido a la apologética moderna, como algo que se pierde o que la religión suministra, sino una especie de “fondo” – unmarked state der Welt (36) – que hace posible toda observación y distinción. Se trata de una referencia última, que asegura la factibilidad de esas operaciones – esenciales – y que requiere ser reinstaurada como “fe”, de estatuto necesariamente paradójico. Luhmann está convencido de que, estando así las cosas, es decir, en la medida en que la religión se vincula al sentido y a sus paradojas, “la sociología, y no la psicología o la antropología, es seguramente la ciencia adecuada de la religión” (eigentlich zuständige Religionswissenschaft) (44). Su evolución y la gestión de lo que puede aparecer como “sin-sentido” – el caso de la muerte – muestran la pertinencia de esa “apropiación científica”: sólo la sociología puede llegar a “observar” lo que representa lo “inobservable”, el “mundo”, y mostrar los mecanismos que vinculan el sin-sentido y el sentido, o bien el sistema y el mundo, la única ciencia que puede dar razón de esas paradojas impenetrables desde las que opera el código religioso, para “construir formas en el medio del sentido”  (53).

Los capítulos sucesivos desarrollan las consecuencias de este programa fundamental. El código de la religión opera desde la distinción entre “trascendencia” e “inmanencia”, donde trascendencia se entiende como la “superación de límites” (80); su evolución conduce a una “alianza con la moral”, lo que crea nuevos problemas. La función de la religión se sigue asociando a la contingencia, pero se sustrae de las cuestiones de integración social o de conceder un “sentido general” a todas las actividades sociales (125). “La religión garantiza la determinabilidad de todo sentido contra la referencia a lo indeterminado” (127); pero para ello se requiere un “desarrollo de las paradojas”, típicas de todo el sistema social, apropiado a esa función (136). El autor observa repetidamente en su libro la vitalidad que experimenta actualmente la religión, que se manifiesta en la floración de nuevas expresiones, no en la inclusión de más miembros, lo que hace pensar en una redefinición de su función y evolución.

Sigue un capítulo de tono deconstructivo sobre la “forma contingente Dios”, que merecería un comentario aparte y que de todos modos no parece muy afortunado en el conjunto de la obra. De tono parecido es también el capítulo sobre la “diferenciación de la comunicación religiosa”, en el que no falta una perspectiva evolucionista en clave superadora de lo religioso en las sociedades avanzadas. De mucho mayor interés son dos de los capítulos siguientes, el primero sobre las organizaciones religiosas, y la genial reflexión sobre la secularización, que seguramente constituye una de las aportaciones más lúcidas a un tema imprescindible de la modernidad.

El tema de la organización religiosa había sido ya afrontado anteriormente por Luhmann con un diagnóstico un tanto escéptico. No es que haya abandonado esa actitud inicial; ahora se enriquece aludiendo, por ejemplo, a la dificultad de fijar y verificar objetivos, al ser de naturaleza trascendente. Sin embargo hay una alusión a la necesidad de “mediación entre organización y las expectativas de sentido” (240 s.), que no se resuelve sino a través del surgimiento de nuevas expresiones y movimientos religiosos, una dinámica de todos modos desconectada del mecanismo de mercado y sus virtualidades, al contrario de sus colegas americanos. Por otro lado resulta de sumo interés la reivindicación de la capacidad de las organizaciones religiosas para “incluir” enteros sectores de población, sobre todo en zonas muy marginadas, y que de otra forma quedarían absolutamente fuera de la sociedad, formando una “comunidad de creyentes” (243). Se trata de una perspectiva que ya habíamos tenido ocasión de escuchar de viva voz a Luhmann a inicios de los años 90, tras sus experiencias personales en los arrabales de algunas ciudades latinoamericanas; sin embargo ese reconocimiento no impide las objeciones del sociólogo, que quizás esperaría otras “formas religiosas” (en lugar de los medios y las esperanzas tradicionales católicas) para cumplir con mayor eficacia dicha función.

El capítulo sobre la secularización ofrece pistas de gran interés. Lo más relevante es la fecundidad del método luhmanniano a la hora de comprender un problema de vastas proporciones. La teoría de la observación afirma que la forma “religión” supone distinguir dos caras: una es obviamente “religión”, la otra es todo el resto, es decir, lo que deja de ser religión. La secularización se entiende desde esa lógica como “una descripción de la otra cara de la forma social de la religión, de su ambiente intrasocial” (282). Por consiguiente, la idea de “secularización” queda desligada de cuestiones empíricas o ideológicas, para vincularse al proceso de observación y de comunicación religiosa. Así las cosas, la religión debe aceptar una sociedad “cuyas estructuras se sugieren en una observación policontextual, por lo que se exigen predecisiones sobre la aceptación o el rechazo [del modo de observar]” (284). En conclusión, nos encontramos en un ámbito en el que la misma observación religiosa de las cosas se discrimina de otras formas de comprensión y donde se debe aceptar el pluralismo de las perspectivas y la imposibilidad de determinar el conjunto de la sociedad desde esa perspectiva siempre parcial. La secularización entonces no es más que una consecuencia de la “especialización” de la “forma religiosa de observar”: en la medida en que se pueden enfocar las cosas desde esa perspectiva particular, se acepta de manera implícita la posibilidad de otros enfoques y de otras formas sociales. El autor se resiste a identificar secularización con crisis de la religión y postula una evolución todavía irresuelta, aunque a lo largo del libro parece inclinarse por un cierto “crecimiento” de lo religioso, que se refleja en la riqueza y fecundidad de las nuevas expresiones y movimientos.

El último capítulo está dedicado a la “autodescripción” y ofrece análisis relevantes para la teología. Ante los fracasos de definir una “esencia de la religión”, Luhmann se inclina por atender a las “descripciones que hacen las religiones de la religión” (320), lo que puede asumir características “teológicas” o de otro tipo. La teología es resultado de una evolución posterior de los procesos de autodescripción y responde a una exigencia sistémica para definir la identidad y fijar los límites del sistema religioso. Entre las muchas indicaciones de interés en este capítulo merece la pena resaltar, en primer lugar, la capacidad del sistema, a partir de su autodescripción, de eludir las presiones de su ambiente, para afirmarse en contraste con el mismo – lo que plantea una alternativa legítima a las tendencias “liberalizadoras”. En segundo lugar, destaca la tendencia a la diversificación de la religión, que también se orienta hacia “nichos” (327) o demandas plurales. Por último, sobre todo, el autor repasa las funciones de la teología y de la reflexión dogmática, en sus relaciones con la sociología; la teología está llamada en causa para mantener viva la distinción que constituye la religión, debido a los procesos que vuelven obsoletos los términos anteriores del contraste entre religión y su entorno, y a la necesaria diversificación respecto de las múltiples demandas que surgen en un ambiente social muy complejo. La sociología puede – en opinión del autor – contribuir a ese proceso, que no sólo deconstruye, sino que construye, y hace conscientes de las implicaciones de la reflexión o de la “autotematización” religiosa; lo que invita a una comunicación “arriesgada” entre ambas formas de reflexión – la teológica y la sociológica – teniendo en cuenta el carácter “diferente” (356) de la autodescripción religiosa.

En un primer balance, persiste el enigma en torno a la posición luhmanniana sobre la religión, tras registrar varios vaivenes desde inicios de los años 70, cuando aparecieron sus primeros ensayos sobre el tema. Parecía que su postura se había vuelto más escéptica en los últimos años, en especial con la publicación de su última gran obra, Die Gesellschaft der Gesellschaft (1997), donde sus escasas afirmaciones sobre la religión se inscribían en una perspectiva evolucionista que parecía dar por sentada cierta “superación” de la misma. Ahora, en este libro póstumo, escrito a inicios de los 90, aunque incompleto (según nos informa su editor, A. Kieserling, 357), se combinan las posiciones más escépticas e incluso deconstructivas – sirviéndose a menudo de Derrida – con orientaciones que parecen asumir una cierta “pervivencia” e incluso “vitalidad” de lo religioso, así como lo ineluctable de su cometido en la sociedad, tanto a la hora de alumbrar el lado oscuro del sentido, de desarrollar las paradojas o – de forma más práctica – de procurar la inclusión de los excluidos. Seguramente el propio Luhmann hizo todo lo posible para que la lectura de su último gran ensayo sobre la religión no despejara ese enigma. No obstante sigue viva la apuesta, que recalca en las últimas páginas, a favor de un diálogo o comunicación de la sociología con la teología, lo que él mismo se tomó muy en serio, a juzgar al menos por el número de páginas publicadas sobre el argumento a lo largo de su fecunda carrera científica; además, se esforzó en reconocer cierta “diferencia” o peculiaridad de lo religioso y su carácter inevitable en las sociedades avanzadas.

Sin embargo su consideración del cristianismo merece un juicio más severo. Las lecturas realizadas nos inclinan a pensar que para Luhmann y su axiomática, el budismo podía representar un mejor modelo religioso a la hora de pensar ese “fondo inespecificado” al que parece remitirse la comunicación religiosa, y quizás ese sea uno de los muchos  límites de su método, incapaz de observar de forma más positiva las interacciones o – como él mismo diría – las formas de interpenetración de la fe cristiana con los otros sistemas sociales. El problema de fondo está, a mi modo de ver, en su renuncia a pensar dichas relaciones más allá del modelo de “diaconía”, sobre todo porque daba por sentada la suficiencia de los sistemas diferenciados para gestionar sus propias áreas de aplicación, y así la economía no necesitaría para nada de la religión, ni tampoco el sistema de comunicación afectiva o el “sistema personal”. El problema, que es más empírico que teórico, se refiere a los límites de la “prescindibilidad” de lo religioso en las sociedades avanzadas y en los subsistemas desarrollados, al menos a juzgar por el continuo recurso de esos subsistemas a extraños “sustitutos de la religión” (magia y adivinación en economía y política; esoterismo en la ciencia) que muestran cómo a pesar de la capacidad de autogestión de dichos sistemas, se registran límites que vuelven imprescindible la interacción con el ámbito religioso.

El problema, puede ser planteado más “a monte”, en el sentido de exigir una revisión de los presupuestos sobre los que se construye ese modo de observar la realidad. Sin embargo, es posible aprovechar el mismo método de Luhmann para intentar una lectura muy distinta de las cosas. Ciertamente es cuestionable una visión que acentúa la diferenciación social hasta llegar a la necesaria secularización axiomática del “resto de la realidad”, pues, como ha mostrado John Milbank, esto es ya parte del problema. La visión creyente insiste precisamente en lo contrario, en la necesaria integración de todo en la voluntad divina, en el hecho de no poder “dejar nada fuera”. Lo mismo cabe decir del juego de la contingencia, que puede ser leído desde la teología y desde la sociología con resultados contrapuestos. Sin embargo, dentro mismo del modelo luhmanniano, se producen paradojas al tratar de observar la religión y situarla en el contexto de un sistema que al mismo tiempo parece decretar su prescindibilidad y su necesidad, o negarla como referencia a una realidad trascendente y recuperarla dentro del “sistema”, deconstruirla para volver a construirla, un proceso circular que no hace más que repetir la circularidad en que recae el intento moderno de comprender la religión desde los inicios de la Ilustración.

El problema de fondo reside en la voluntad sociológica de abarcar bajo su mirada lo real de forma más completa, un intento que sin duda se siente sucesor de la universalidad teológica de otros tiempos. Aquí la concurrencia se plantea de manera más evidente e insuperable. No creo que sea la religión la única que se siente incómoda ante este “totalitarismo sociológico”, aparte de las obvias limitaciones de esa mirada para comprender muchas facetas de lo real, sobre todo en el ámbito religioso. Cabría preguntarse que queda entonces “fuera” de esa visión omnicomprensiva, qué sería entonces la “secularización” de lo sociológico.

No obstante, creo que conviene apostar por la utilidad de la teoría luhmanniana para los estudios teológicos. Al menos en cuanto proporciona una metodología y unos conceptos que pueden enriquecer el instrumentario con el que el teólogo trata de repensar los contenidos revelados, en un sentido similar a lo que fue la aportación del aristotelismo y del kantismo en sus respectivos momentos. El caudal teórico que aporta Luhmann es impresionante, y de él cabe extraer muchas enseñanzas valiosas, siempre que no zozobremos ante la corriente que desencadena.

Es hora de realizar un análisis de conjunto o comparativo. En principio se trata de dos libros formalmente muy distintos. Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que Stark jamás cita a Luhmann, ni éste hace lo propio con Stark o alguno de sus asociados; se trata por tanto de dos mundos sociológicos distintos y distantes, de dos metodologías o orientaciones francamente opuestas: la racional de Stark, que privilegia al sujeto, y la sistémica de Luhmann, que privilegia la estructura. Sin embargo, una vez hemos levantado acta de esas diferencias, no puede dejar de sorprendernos la convergencia en los resultados. Algunas coincidencias son patentes: a pesar del entusiasmo de Stark y del escepticismo de Luhmann, ambos coinciden en una parte de su diagnóstico sobre la situación de la religión en las sociedades modernas: se registra una inusitada vitalidad, bien sea por la recuperación de formas tradicionales que parecían superadas, bien sea por la profusión de nuevos movimientos y manifestaciones religiosas que desbordan los límites de una oferta restringida en algunas sociedades. La coincidencia también se registra en el campo de las recomendaciones, cuando los sociólogos de uno y otro signo se inclinan por la “diversificación” religiosa para adecuarse mejor a una demanda plural y cambiante. Hay más elementos comunes, como la capacidad adaptativa de las formas tradicionales, que certifican ambas visiones, o las comparaciones con el sistema de mercado, más decididas ciertamente en Stark.

Podríamos aceptar algunas diferencias de matiz: los americanos reconocen a la religión una dinámica propia, específica, que constituye un campo un tanto ajeno a otros factores; Luhmann aplica una visión omnicomprensiva que integra a la religión dentro del “sistema sociedad”, donde desempeña su función y cobra sentido, aunque mantiene un carácter “diferente”. Sin embargo las distancias se acortan al comprender ambos intentos como manifestaciones de la diferenciación de la religión en las sociedades modernas, lo que no impide la aplicación de criterios francamente ajenos a la naturaleza de lo religioso para su conocimiento: la racionalidad económica y del mercado en un caso y la teoría de los sistemas en el otro. Quizás estamos ante otra de las muchas paradojas con las que se confronta el abordaje científico de la religión, que a pesar de su “diferencia” puede ser “recuperada” dentro de los esquemas cognitivos standard. Por ello no es aventurado afirmar que los libros analizados convergen de manera sorprendente en buena parte de sus diagnósticos y de su voluntad de “comprensión”, lo que resulta bastante incómodo para la perspectiva teológica, atenta a que el concepto “religión” – ahora en su versión sociológica – no termine engullendo a la fe revelada y su prioridad cognitiva y práctica.

Lo que es bien cierto es que con estas obras la investigación social sobre la religión sobrepasa los límites anteriores, y señalan seguramente un “avance real” o un salto cualitativo, algo que deberíamos anotar en la recepción teológica de los mismos, especialmente porque una parte de la teología ha ido en las últimas décadas, para bien o para mal, a remolque de las tesis sociológicas. Quien quiera servirse de la sociología como “autoridad”, o mejor como locus theologicus, deberá antes hacerse cargo de las transformaciones en acto, que seguramente desmontan gran cantidad de tópicos acumulados en los últimos cuarenta años. Sin negar la utilidad de dicha referencia externa a la teología, se pueden extraer varias lecciones de la marcha de los estudios en curso, quizás la primera sea la variabilidad de la teoría social, que no justifica asunciones estables o resultados definitivos, y reclama una constante monitorización de la misma; y, segundo, la necesidad de una relación más interactiva, en la que la teología debería empeñarse mucho más y vencer los complejos actuales.