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Datos sobre la publicación:
Relationes bibliographicae: Cuestiones de antropología en dialogo con las ciencias

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Relationes bibliographicae: Cuestiones de antropología en dialogo con las ciencias, in Antonianum, 82/1 (2007) p. 149-170 .
Sumario en español:

El estudio de la antropología teológica requiere cada vez más la escucha atenta de las visiones científicas sobre el ser humano, si se quiere presentar un discurso realista y plausible. Se impone el método interdisciplinar, aunque implique considerables riesgos, y una dinámica de interlocución todavía bastante indefinida. De hecho estamos lejos de un consenso sobre algunos temas centrales en el campo genético y cognitivo. Basta visitar un congreso internacional sobre ciencias cognitivas, en torno al problema de la ‘conciencia’, para darse cuenta de los graves déficits que afectan a dicha ciencia y la terrible falta de consenso que impide alcanzar una mayor certeza.

De todos modos, y a pesar de la imperfección o inacabamiento de las investigaciones, merece la pena arriesgar una primera recepción y probar, al menos de forma hipotética, como tendría que cambiar la comprensión cristiana de la persona en caso de que se verificaran algunas de las teorías más extendidas, como es el monismo fisicalista, o el rechazo del dualismo clásico en el que se inscribe la doctrina del alma.

Contamos con una serie de libros publicados recientemente que puntualizan una buena parte de la recepción teológica de las antropologías científicas; se trata en general de exponentes destacados en el diálogo entre teología y ciencia, cuyas voces son consideradas como autoridades en ese campo.

Como se puede apreciar en esta revista bibliográfica de cinco títulos emblemáticos, se repiten algunos temas y se dan convergencias bastante significativas, aunque también se apreciará en el balance crítico algunas limitaciones comunes que impiden asumir un estado de “avance objetivo” en nuestro conocimiento teológico del ser humano. En general los autores reseñados coinciden en limitar el significado del alma, que deja de ser una realidad sustancial, superan el dualismo antropológico, apuntando a un cierto monismo, que se traduce en una orientación holista de la persona, capaz de integrar una multitud de rasgos; y asume como normativo el modelo biológico evolucionista, en la versión emergentista. Este nuevo cuadro teórico plantea una especie de “refundación” – a pesar de lo que digan los post-fundacionalistas – que debería guiar la formulación de los grandes temas antropológicos cristianos, también los del pecado original y la gracia. De todos modos cada obra que presentamos propone un propio esquema y merece la pena ofrecer un tratamiento pormenorizado.

1. Nancey Murphy, Bodies and Souls, or Spirited Bodies?

El primer libro de nuestra lista lo firma Nancey Murphy. Es una de las profesoras de teología que más se ha arriesgado en la recepción de las ciencias naturales aplicadas al conocimiento del ser humano, y ha elaborado una teoría que repite con pocas variantes desde la publicación de la obra colectiva Whatever happened to the soul? (1998). La autora ha tenido ocasión recientemente de sistematizar mejor su visión gracias a una serie de conferencias que ha impartido en varias zonas del mundo. Este librito es el resultado de esas conferencias; de ahí resulta un formato más bien de alta divulgación que facilita el acceso a las nuevas teorías, algo especialmente útil a los no iniciados en el campo cognitivista.

La autora muestra enseguida las cartas: su tesis central es que “nosotros somos nuestros cuerpos – no existe un elemento metafísico adicional como el alma o el espíritu. Pero, segundo, esta posición “fisicalista” no niega el hecho de que somos inteligentes, morales y espirituales” (ix), lo que incluye el legado cultural y la capacidad de acoger el espíritu divino.

El libro está dividido en cuatro partes que desarrollan su tesis. La primera revisa las perspectivas teológicas y bíblicas sobre la naturaleza humana. La reconstrucción de la visión bíblica ha sido facilitada en los últimos años por muchos estudios detallados, que denuncian simplificaciones y falsificaciones que habrían distorsionado el mensaje original. El desarrollo doctrinal y teológico ha sido marcado por la influencia de la filosofía griega, sobre todo platónica, que se habría desviado de la visión bíblica genuina sobre la constitución humana. Su conclusión es que los autores bíblicos no se pronunciaron sobre el tema de una partición del ser humano, ni desarrollaron una teoría al respecto. La opinión de la autora sobre la resurrección sigue de hecho el estándar protestante de una “completa restauración de todo el ser humano”. De su análisis se deduce una fuerte apuesta por el fisicalismo monista, que hace más justicia al plan de salvación total de los humanos de cuanto lo haga el dualismo y sus derivaciones gnostizantes.

La segunda parte quiere ser una puesta al día sobre los avances en algunas ciencias como la física, la biología evolucionista y la neurociencia, y sobre su impacto en la representación del ser personal. Repasa a propósito la revolución científica moderna, el darwinismo y la revolución neuro-cognitiva, que conducen en todos los casos a una crisis de la visión antropológica tradicional. Las consecuencias en torno a la idea del alma son claras: el estudio biológico de la evolución de los organismos muestra que las facultades atribuidas al alma son en realidad resultado de un incremento de complejidad orgánica, y “no propiedades de una entidad inmaterial” (57). Todo apunta en ese ambiente a un abandono de la idea del alma a favor de una realidad física pero de gran complejidad y capaz de trascendencia.

La tercera parte se ocupa de la cuestión moral: es decir, si el monismo abogado pone en crisis la libertad personal y la capacidad de actuación moral. Parte de una crítica al reduccionismo antropológico y al determinismo que resulta. Murphy responde a esa visión con la idea de “causación hacia abajo”, contrapuesta a la que se mueve desde los niveles más elementales, Desde el esquema alternativo se superarían las limitaciones de un estrecho determinismo, al postular la habilidad de las capacidades superiores, emergentes dentro de la materia, para decidir y orientar la acción más allá de esquemas meramente mecánicos. Los organismos complejos pueden llegar incluso a modificar los objetivos biológicos inscritos en la constitución genética, y que llevan a optimizar la supervivencia y la reproducción. De hecho los sistemas del lenguaje y la interacción social procuran un desarrollo cerebral sin par en el mundo animal, que consienten trascender el ámbito puramente físico y actuar moralmente, con lo que se resuelve el problema que planteaba el fisicalismo interpretado desde una perspectiva reduccionista.

La cuarta parte repasa los desafíos principales del fisicalismo: la distinción humana, la acción divina y la identidad personal. Una cuestión previa es de carácter epistemológico, que resuelve a partir de una revisión crítica de la filosofía tradicional y de una apuesta por la autoridad y fiabilidad de la ciencia, que apoya al fisicalismo. La cuestión de la distinción o unicidad humana se dirime con referencias a nuestra capacidad – que va mucho más allá de la de los animales – de comunicar, discernir y atribuir, incluso a Dios, parte de nuestras experiencias. También hay lugar para el arduo problema de la acción divina en un mundo físico, que conoce ya diversas respuestas; la autora aboga por tomar en cuenta el conjunto de teorías disponibles – también las propuestas cuánticas – y su aportación a la idea de un Dios que de alguna forma interactúa con nosotros. El último punto de peso es el magno problema de la identidad personal, que Murphy afronta con un repaso de los debates filosóficos y teológicos. Su conclusión apunta al cuerpo como la instancia de todas las facultades humanas, a pesar de las objeciones clásicas, lo que incluye las repercusiones en el campo escatológico. Dichos problemas no la desaniman, de todos modos, a mantener su postura.

Al final del libro Murphy reitera su convicción de que una representación fisicalista del ser humano, es decir, que prescinde de un principio espiritual, es compatible con la idea cristiana de lo humano, e incluso la ve más adecuada a la hora de dar razón de algunos temas antropológicos, como la unidad de la creación y la capacidad de la materia de auto-trascenderse con la asistencia divina. No todos aceptarán esta tesis, o el resultado de esta ‘negociación’ entre la teología cristiana y la ciencia. De hecho es legítimo sospechar si no se paga un precio demasiado alto por la plausibilidad que adquiere una antropología más fisicalista.

El problema se plantea a niveles incluso de epistemología teológica, en el sentido de que – desde un punto de vista teológico – es bastante factible que Dios pueda crear a los humanos sin alma, pero con todas las capacidades que se les atribuyen y que les confieren una cualidad especial: ser incluso “imágenes de Dios”. Recuerda un poco el debate sobre los zombis en el ámbito de los estudios sobre la conciencia: si es concebible un ser humano que actúe exactamente igual que otro, sin ser consciente ¿de qué sirve esa facultad, que según D. Dennett y otros, no sería más que un ‘epifenómeno’? Quien esté familiarizado con el debate sabe que el argumento fue propuesto por D. Chalmers precisamente para sostener la tesis contraria: que si a pesar de todo tenemos conciencia, ésta tiene una función específica y no puede ser desestimada en el funcionamiento de la mente.

El problema con la tesis de Murphy es similar, aunque al final pueda parecer una cuestión simplemente nominal: si se puede concebir al ser humano con todas sus facultades, sin necesidad de hablar del alma ¿por qué seguir hablando de ella? De hecho los científicos no la necesitan para describir al ser humano con la capacidad de comunicación y de trascendencia. Tal vez el punto sea ese: que el lenguaje teológico expresa esas cualidades con el término de ‘alma’, que es algo bastante próximo a la idea de ‘conciencia’, y que estamos convencidos de que su cualidad es especial y diversa de lo puramente material o físico, aunque no sepamos, y quizás nunca lo sabremos, cómo es exactamente. Invitaría a ese propósito a Murphy a repasar los estudios sobre la conciencia de todos los que sostienen su carácter irreducible a la dimensión material-objetiva, y misterioso o más allá de una explicación en clave físico-reductiva, a pesar de las esperanzas que expresa la autora de poder encontrar una “explicación” (60). Estoy convencido de que ambos problemas – el del alma y el de la conciencia – están íntimamente vinculados, y que mientras no se resuelva de forma satisfactoria el llamado hard problem (reducir la conciencia a funciones neurológicas) será mejor aplazar para más tarde la liquidación del alma en su sentido teológico. El problema de fondo es además, si con estas asimilaciones a una parte de la ciencia cognitiva (no a toda) no se dé un paso más hacia una forma de “secularización antropológica”, con todas las consecuencias negativas que diversos filósofos (como Habermas) han señalado recientemente.

2. Philip Clayton, Mind and Emergence: From Quantum to Consciousness

El segundo título representa un buen caso de convergencia entre ciencia y teología, cuya aplicación más significativa es la extraordinaria realidad de la naturaleza humana. El autor, Philip Clayton, teólogo profesional, extiende su radio de acción y se aventura en los campos de las ciencias físicas y cognitivas en búsqueda de un paradigma que pueda satisfacer tanto las exigencias científicas de rigor, como de la teología, que pugna por mantener abierta la vía de la trascendencia. En este caso, el diálogo entre ciencia y teología debe verificarse en casos concretos, y no solo en la teoría de los posibles modelos de relación.

El nuevo paradigma que se propone es el de la “emergencia”. Se trata de un fenómeno que se puede observar en varios niveles de la realidad, y que consiste en la aparición de nuevas propiedades y formas de organización a partir de un incremento de complejidad en niveles inferiores. Dos ejemplos clásicos son: el surgir de organismos vivos a partir de elementos o estructuras inanimadas; y la realidad de la conciencia a partir de circuitos neuronales.

La emergencia no es solo un fenómeno observable, sino una dinámica que repercute en nuestra forma de conocer la realidad. El autor insiste desde las primeras páginas del libro en que este nuevo paradigma se plantea como una alternativa en grado de evitar los extremos del fisicalismo y del dualismo, dos propuestas sobre la constitución última de lo real que Clayton considera insatisfactorias o incapaces de dar cuenta suficiente del estado actual de nuestros conocimientos. La emergencia se propone como una especie de “tercera vía”, que evite el exceso de reduccionismo de las soluciones fisicalistas, incapaces de reconocer la pluralidad de expresiones de la realidad, por un lado; y la sobrecarga metafísica del dualismo, que requiere una representación del mundo indigerible a la ciencia, por otro.

Clayton dedica el primer capítulo de su libro a delimitar el concepto de emergencia y a dibujar una pequeña historia de las posiciones teóricas que desde hace mas de un siglo pueden inscribirse dentro de ese título. Distingue entre “emergencia débil”, una posición que mas bien reconoce nuestra ignorancia ante ciertos procesos naturales; y la “fuerte”, que acepta un cierto desnivel entre las propiedades de base en un sistema, y las emergentes, aunque sin caer en el dualismo. Clayton se refiere a la segunda acepción. De hecho, una de las fatigas del autor a lo largo del libro es tratar de escapar de la Escila del fisicalismo y de la Caribdis del dualismo, algo no fácil para quienes han planteado esa opción en clave de dilema cerrado.

El segundo capítulo profundiza en la definición del concepto de emergencia. En sus propias palabras, “emergencia es la teoría que comprende la evolución cósmica como algo que repetidamente incluye nuevas apariciones imprevisibles e irreducibles” (39). El capitulo describe los distintos significados con que se aplica el término, los niveles en los que se puede percibir, y sobre todo, el problema difícil de la “causación hacia abajo”, que sería otro rasgo distintivo de la emergencia. En pocas palabras: en esos procesos se establecen nuevos niveles de complejidad en grado de determinar el entero sistema, a partir de la nueva situación alcanzada; por tanto, los niveles inferiores o físicos no serían los únicos que ejercen una causalidad, como pretende la ciencia clásica.

El tercer capítulo propone algunos casos de emergencia que se pueden observar en distintas ciencias: entre la física y la química; en los sistemas artificiales; en la bioquímica; en la transición a la biología y en el estudio de la evolución.

El cuarto capítulo se ocupa enteramente del caso de la “emergencia de la mente”, seguramente su manifestación mas delicada, pues la cuestión de la conciencia plantea extremos no fáciles para ninguna teoría que pretenda evitar el dualismo. Clayton nos introduce en los debates de las últimas décadas y presenta un carrusel de autores y opiniones, desde los mas fisicalistas, que consideran la conciencia como un mero “epifenómeno”, hasta los “pan-psiquistas”, que no pudiendo asumir el dualismo, apuestan por una especie de presencia universal de formas mas o menos desarrolladas de conciencia en los distintos niveles de lo real. Ciertamente las explicaciones disponibles no acaban de satisfacer a muchos estudiosos del problema, lo que motiva la propuesta de Clayton en favor de una comprensión en clave emergentista de la conciencia, como algo que surge del nivel neuronal, no se reduce al mismo, tiene propiedades distintas y puede determinar a todo el sistema corporal, pero sin que ello implique reconocer que se trata de algo distinto del mundo físico, es decir, sin admitir una forma de dualismo. Reconoce el autor, con lucidez, que estamos lejos de poder aclarar muchos extremos de esa realidad, y que la suya es más bien una “apuesta”. En realidad se percibe una especie de norma de proporcionalidad en estas paginas, en el sentido de que, de la misma forma que se observan formas de emergencia en otros niveles de realidad, desde el cuántico hasta el biológico, así también la conciencia puede ser comprendida dentro del mismo esquema, como una forma igualmente de emergencia, aunque, ciertamente, en este último caso se dan circunstancias, como el problema de la “primera persona” que no se dan en ningún otro caso. La ayuda de la fenomenología parece prometedora, así como el recurso a la explicación en clave de primera persona en muchos procesos sociales, una apuesta que recupera el significado del ser persona como una realidad compleja e integrada y que sólo puede explicarse desde una pluralidad de disciplinas.

El quinto y último capítulo se orienta más hacia el campo de la “filosofía de la religión”, en un intento de recoger los desafíos y oportunidades que el nuevo paradigma propuesto ofrece en el ámbito religioso. El autor ofrece un repaso de las diversas soluciones al misterio de la mente, y descarta las más reductivistas, para preparar la cancha ante la cuestión central: si se puede concebir un más allá de la conciencia. Ante todo se evidencian los límites de la ciencia ante algunos problemas humanos, es decir, la incapacidad de la perspectiva naturalista para afrontar ciertos temas, por ejemplo, éticos, estéticos y de significado último. Clayton pone en marcha un argumento, apoyado en Plantinga, que aboca, al menos, a la postulación de un “universo racional”, en el sentido de Nagel, y seguramente a más que eso, a una “mente sobrenatural”. Sorprende en estas últimas paginas del libro que el autor acepte en este caso un cierto dualismo, pues rechaza la idea de una divinidad resultado de un proceso de emergencia intramundana, e incluso en los términos de la Teología del Proceso. Para que Dios lo sea, en el sentido de una mente trascendente, ésta no puede reducirse al resto de lo real, y debe además poseer una propia agencia. El salto supone una clara apuesta teológica, una especie de “riesgo cognitivo” que el autor asume conscientemente. El modelo de emergencia le ayuda a describir la agencia divina: en analogía con el funcionamiento de la mente, que constituye una forma de agencia propia, también la realidad divina puede ser concebida como una forma superior de agencia o causalidad – de arriba abajo – que se sitúa en un nivel diferente del resto de las agencias mundanas, a condición de que se “construya lo divino como el próximo nivel de emergencia en el proceso evolutivo cósmico” (189). Se trata de nuevo de una aplicación de la norma de proporcionalidad anteriormente descrita, y que funciona incluso en el ámbito teológico. La única cuestión abierta que queda es relacionar la agencia divina y la humana. La solución apunta a una visión holista de la persona, que integra una multitud de aspectos, y que sólo en la contingencia que resulta de dicha conjunción, puede sentir satisfacción o pesar. La persona es en ese sentido el resultado emergente de una combinación sistémica de factores, que no exige de la presencia de un alma como una realidad distinta (197). Es en ese plano de la persona integrada donde es concebible la agencia divina y su particular influencia, aunque el autor reconoce que no puede dar cuenta detallada del funcionamiento de la misma, pues además implica las dimensiones sociales y culturales en las que se mueve la persona. De todos modos, éste es un límite de toda teología de la acción divina, en especial cuando se asumen ciertos postulados científicos.

Es impresionante el modelo teológico que construye Clayton, y digno de una profunda reflexión, pues encaja mucho mejor que otros modelos propuestos, como la Teología del Proceso, en los requisitos científicos, sin alterar excesivamente los doctrinales, al menos desde el punto de vista cristiano. Dejando aparte la espinosa cuestión del alma, quizás el punto mas crítico es dónde situar el límite del dualismo; cuál sea el alcance del dualismo que debemos introducir y aceptar. Clayton apuesta por desplazar ese límite mas allá del ambiente natural, incluso humano, y reservarlo exclusivamente para la divinidad, lo que expresa probablemente una posición característica luterana, es decir, la que recorta decididamente la dimensión trascendente del ámbito natural y personal, y lo reserva exclusivamente para Dios. No obstante, el modelo de emergencia corre el riesgo de situarse en una tierra de nadie, en medio del frente abierto en varias “guerras de la ciencia” en curso: entre fisicalistas o naturalistas, y aquellos que postulan un valor distinto a los humanos, llamémosles, por comodidad, humanistas. Si permanece en ese punto indefinido entre ambos contendientes, se arriesga a ser abatido por el fuego cruzado de ambas partes. El problema de fondo es hasta qué punto el modelo de emergencia puede ser aceptado por los científicos, y convalidado por ellos, y deja de ser una especulación filosófica de difícil verificación. Si ese modelo se impone, habríamos de admitir que la idea de emergencia se plantea de nuevo como un complemento a la ciencia, una especie de puente ficticio entre el conocimiento científico, el filosófico y el teológico de la realidad, entre el monismo y el dualismo. Pero ¿es concebible un tal puente? Ante todo no está claro que la proporcionalidad que presupone Clayton entre los distintos niveles de emergencia funcione: del universo cuántico al de la física normal, no creo que ilumine mucho la emergencia, en el plano muy distinto de la conciencia, y menos aún de la relación con Dios. Por otro lado, la teología, en especial la antropología teológica ¿puede asumir dicha propuesta como un modo más plausible y simple de concebir la realidad humana a la luz de la revelación? Son cuestiones abiertas que requieren mucho más estudio, y en especial, de forma científica, el contraste con otras teorías o visiones teológicas, para, al final, decidir cuál resulta más plausible, o cuál logra sobrevivir la contienda entre distintas propuestas.

3. J. Wentzel van Huyssteen, Alone in the World? Human Uniqueness in Science and Theology

El tercer libro de nuestra selección anima a una profundización en el nuevo clima intelectual que favorece el diálogo entre teología y ciencias para ofrecer una aplicación más concreta, siempre en el campo de la antropología teológica. Se discute de hecho, desde hace tiempo, sobre el carácter más o menos exclusivo o único de la especie humana, sobre todo cuando se aplican criterios de orden biológico. Por un lado se evidencia la continuidad con otras especies animales, pero, por otro, emergen rasgos diferenciados que plantean el tema de una cualidad distinta y claramente diversa respecto de animales cercanos en el plano morfológico.

De exclusividad o unicidad (uniqueness) se habla en distintos tonos y con varios significados. Uno entre tantos, que emerge en el libro bajo examen, es que nuestra especie, el homo sapiens, es la única representante que queda del género de homínidos, que hasta no hace mucho contaba con otras especies. Por supuesto se dan otras acepciones; una es cosmológica: los humanos serían la única especie inteligente en el universo conocido, o los únicos capaces de captar su significado. Se da también un sentido filosófico: el que reivindica una discontinuidad entre el mundo meramente natural y el mundo de lo humano, que requiere un tratamiento especial. Y por último contamos con la tradicional acepción teológica: el ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, lo que le sitúa en un nivel por encima de los demás seres creados.

 La empresa del teólogo Van Huyssteen en éste su último libro es reforzar la noción teológica de unicidad a partir de un dialogo con las ciencias antropológicas, y en particular, con la paleoantropología. Se trata de un proyecto que se inscribe en el ciclo de lecciones que impartió en Edimburgo en 2004, bajo el patrocinio de las prestigiosas “Gifford Lectures”. Esta conocida fundación promueve desde hace más de un siglo ciclos de lecciones en torno a la religión y a la posibilidad de un conocimiento natural de Dios, que sea compatible con el nivel científico alcanzado y contribuya al progreso de todos.

No está claro que el programa que trazó Lord Gifford a finales del siglo XIX pueda ser proseguido en las mismas condiciones que propuso al dotar su fundación. Pocos estudiosos compartirían aquella sensibilidad cientifista o la pretensión de colocar el conocimiento de lo divino al mismo nivel que el conocimiento científico o del mundo natural. Este es seguramente el primer desafío que afronta el autor en su libro. De hecho, el primer capítulo pone al lector al corriente de los cambios ocurridos en el campo epistemológico en este último siglo, y del contraste entre los ideales de entonces y nuestro horizonte de comprensión, mucho menos ambicioso a ese respecto. Van Huyssteen plantea el estatuto actual de las teorías en torno a la religión, en un ambiente que considera “post-fundacionalista”, es decir, desligado de grandes presupuestos ampliamente compartidos. Ahora cada teoría está afectada por su contexto, acepta un estatuto de falibilidad y reconoce su conexión con el resto de propuestas. A pesar de todo, el autor considera pertinente el proyecto de Gifford, mas allá de las limitaciones modernistas percibidas, y se propone llevar a cabo una versión propia: mostrar cómo la raíz divina de la unicidad y grandeza humana se valora mejor a partir de un diálogo de la teología con las ciencias.

El proyecto enunciado exige una revisión de los estándares de racionalidad de la teología, que se resuelve a partir de su capacidad de establecer relaciones interdisciplinares con las ciencias que describen la condición humana desde sus orígenes. Van Huyssteen apuesta por un modelo teórico que evite los extremos del fundacionalismo moderno y del relativismo postmoderno a partir de un compromiso a favor de la conversación y transversalidad entre disciplinas, orientados por una voluntad de “resolver problemas”.

Buena parte del primer capítulo se dedica a exponer el estatuto del diálogo interdisciplinar en el que la teología debe embarcarse también si desea recuperar cierta relevancia y renovar su discurso sobre la exclusividad humana. No es fácil dicha empresa si se tiene en cuenta que en los últimos tiempos la teología y las ciencias antropológicas han caminado por senderos distintos e incluso claramente divergentes. Además, el autor trata de salvar el núcleo de la tradición teológica, o canon, que de todos modos debe afrontar nuevas formulaciones. Una negociación guiada por criterios pragmáticos parece la solución razonable.

El segundo capítulo se ocupa de la cuestión de la evolución cognitiva humana. El autor nota que la investigación paleoantropológica ha sufrido la influencia de las corrientes culturales y de la sensibilidad moral de las diversas etapas del siglo XX. Ciertamente el paradigma darwiniano sigue proveyendo el marco fundamental en el que se inscribe todo intento de seguir la evolución humana, aunque después se suceden las versiones y los debates. De todos modos el tema de la unicidad humana debe plantearse también en ese escenario. El autor presenta de forma didáctica el actual estado de la cuestión para mostrar cómo los resultados de la investigación en ese campo apuntan a una capacidad cognitiva única que se va configurando a lo largo del proceso evolutivo. La ‘epistemología evolucionista’ entra en juego para aclarar mejor el origen y desarrollo de nuestras facultades cognitivas, y que apuntan en última instancia al avance de la dimensión moral, estética y religiosa. Desfilan diversos autores y teorías para mostrar el proceso por el que se llega a tales resultados, siempre dentro de la lógica evolucionista. Los datos disponibles sugieren la implementación evolutiva de una forma de conciencia que, entre otras cosas, da origen a las creencias religiosas, como un elemento más que contribuye a una mejor adaptación o a mayores prestaciones de cara a la supervivencia, ciertamente en un momento más bien reciente del proceso evolutivo del homo sapiens, que no se da antes de hace unos 40.000 años. El autor defiende, apoyándose en Wuketits y Rolston, una lectura no reductivista de ese dato, y afirma decididamente el carácter racional y conveniente de las creencias religiosas que surgen en dicho proceso natural.

El tercer capítulo recorre la historia teológica en torno al tema de la imagen y semejanza con Dios. Desfilan los grandes teólogos antiguos, medievales y modernos, hasta llegar a los varios exponentes contemporáneos que han abordado el tema. Se distinguen algunos debates, en especial entre los defensores de una idea sustancial intelectualista, que acentúa la dimensión racional como lo más cercano a la condición divina; las concepciones funcionales, que en general apuntan a la idea de dominio de la tierra, actualizadas en el sentido de una misión de ‘cuidado’ del ambiente natural o de continuación de la obra creadora divina; y las visiones mas relacionales, que apuntan a la capacidad humana – única – de establecer vínculos con la divinidad, y que se refleja en la teología barthiana de la relación de pareja. Otras versiones, como la de Pannenberg, proponen la idea de ‘exocentricidad’ como apertura al mundo y a los demás, trascendiendo nuestros límites. El autor aboga a favor de interpretaciones que remiten al carácter encarnado del yo, a su realidad integrada, corporal y espiritual, como la mejor expresión de la idea de imago Dei.

El cuarto capítulo se dedica a replantear la exclusividad humana a partir de un repaso de nuestros conocimientos paleoantropológicos, y en particular, de los restos arqueológicos que han dejado, tras la “gran explosión simbólica”, ocurrida en el Paleolítico superior – hace unos 40.000 años – en el sur de Francia y en el norte cantábrico de España, y que ha dejado sorprendentes muestras de expresión artística rupestre. Van Huyssteen trata de identificar a través de la bibliografía disponible el origen y significado de esas expresiones, en especial de cara a una reformulación de la visión antropológica cristiana. Todo apunta a una conjunción de elementos que pudo asociarse con dichas representaciones, y que se conjugan en torno a la idea de “fluidez cognitiva” entre distintos dominios mentales, en grado de nutrir una conciencia mas reflexiva e integrada, capaz de utilizar mejor los instrumentos, de proyectar formas simbólicas y de representar ideas de trascendencia. Este análisis reconoce a la imaginación religiosa una cierta precedencia evolutiva y un carácter ‘natural’. En todo caso parece claro que la emergencia de la conciencia coincide en ese momento axial con la capacidad de representación religiosa. En cuanto a la interpretación de las pinturas rupestres, el autor se inclina por las teorías que las asocian a una actividad de tipo shamánico, proyecciones de las propias visiones o alucinaciones que de alguna forma se representaban y se conjuraban.

El capítulo quinto repasa la capacidad simbólica humana como factor de unicidad o distinción respecto de otras especies. El elemento principal de simbolización es el lenguaje y su codificación no sólo del ámbito de lo visible, sino también de las realidades invisibles. Ciertamente el lenguaje desempeña un papel central en la evolución humana, y está en la base de otras formas de simbolismo, también de tipo plástico y, por supuesto, religioso. Este dato sugiere que el sentir trascendente es un rasgo universal de la capacidad simbólica humana, en ocasiones vinculada a estados alterados de conciencia. El autor discute algunas de las tesis mas recientes en torno a esa capacidad universal, en especial la visión reductivista de Boyer, quien va más allá de lo estrictamente científico al desestimar el valor de las ideas religiosas. Van Huyssteen insiste en tratar dichas ideas como “parte integral de la cognición humana” (264) y no como formas cognitivas que puedan desgajarse para restarles importancia o significado racional. Varios autores acuden en su ayuda, en especial otro Lector de Gifford, también recensionado en estas páginas, Holmes Rolston.

El sexto y último capítulo retoma el tema central a partir de los resultados obtenidos. El autor insiste en que la defensa de la unicidad humana no debe plantearse a partir de razones teológicas “abstractas y esotéricas” (271 ss.), sino desde una visión encarnada de la naturaleza humana, capaz de integrar los conocimientos científicos y de valorar la dimensión física o corporal. A ese propósito se presenta la conocida fenomenología de Merlau-Ponty, entre otros exponentes filosóficos y teológicos – también de la tradición judía – para reforzar dicha idea. Apoyándose en el teólogo McFarley, el autor concluye que la unicidad humana se percibe en el hecho de la conciencia, y de la trascendencia de los propios limites (300), aunque se trata siempre de una realidad encarnada, en la que el cuerpo juega un papel sustancial, y sujeta a una vulnerabilidad que no debe descuidarse.

Van Huyssteen ofrece un impresionante esfuerzo de conjugar la reflexión teológica con las ciencias antropológicas para actualizar el significado de la doctrina de la imagen de Dios, y reafirmar la unicidad humana, sin que ello afecte al resto de la creación. Su punto de llegada muestra una clara convergencia entre algunas antropologías teológicas recientes y los resultados de la investigación en varias ciencias sobre el origen y la evolución del ser humano y de su mente. Al confrontar ambas líneas el autor muestra una especie de mutuo refuerzo entre la teología de la persona como ser encarnado y la antropología de la emergencia de la conciencia y de las primeras formas de trascendencia. No obstante la magnitud de su empresa y el amplio espectro de autores en que se apoya, todavía quedan en el aire algunas dudas que no han sido despejadas del todo. En primer lugar, no está claro que su modelo pueda superar la cuestión de la identidad humana más allá del reduccionismo fisicalista, sin por ello tener que aceptar un cierto estatuto dualista, que el autor trata de evitar por todos los medios. No está claro que pueda evitarse a la larga la obligación de escoger partido, en especial si se desea ofrecer un discurso teológico, y no solo científico. El fisicalismo parece que es dominante en el ambiente científico, lo que plantea un desafío mucho más amplio de lo que pretende el autor. Por otro lado, no es satisfactoria su respuesta a la posición de Boyer, y de otros muchos de los que se alinean en la llamada “ciencia cognitiva de la religión”, eminentemente reductivista. El dialogo interdisciplinar debe combinarse en este caso con el compromiso apologético, cuando las cuestiones en juego afectan tan profundamente a la fe cristiana. Por último, no está ni mucho menos claro que el diálogo interdisciplinar que decide emprender para apoyar o reformular en claves “menos abstractas y esotéricas” la idea de unicidad ofrezca como resultado final ideas menos abstractas y esotéricas. El diálogo interdisciplinar ayuda seguramente a la teología a desarrollarse de forma más científica, en el sentido de Alister McGrath, y por tanto menos especulativa. Pero de todos modos, el esfuerzo debe extenderse a más escenarios científicos – como los de la sociobiología y las ciencias cognitivas. La cuestión es si, al final, la propuesta teológica no deba plantearse en términos inevitablemente “abstractos y espirituales”, en el sentido de trascender el ámbito empírico y meramente científico.

4. Daryl P. Domning and Monika K. Hellwig, Original Selfishness: Original Sin and Evil in the Light of Evolution

El cuarto libro se ocupa de un tema aún más específico: las repercusiones de la nueva biología en la doctrina del pecado original, que seguramente debe ser adaptada a nuestros nuevos conocimientos. La teología del pecado original ha sido objeto en las últimas décadas de profundas revisiones y ha acumulado nuevas propuestas de interpretación en torno a un motivo entre los más difíciles de la dogmática. Si bien no se trata de una situación nueva, teniendo en cuenta los debates históricos acumulados, así como las tensiones ecuménicas, se han sumado en los últimos años nuevos factores que han complicado ulteriormente la situación. Seguramente el que más ha influido ha sido la recepción más consciente de las teorías evolucionistas aplicadas a la visión antropológica cristiana, que, en cierto modo, han revolucionado el panorama teológico, por mucho que se quiera ignorar su impacto efectivo.

Considero que, a pesar de todo, la asimilación de los modelos evolucionistas en la antropología teológica todavía representa un “trabajo en curso”, es decir, aún no completado, y que el proceso sigue abierto para incluir nuevas reflexiones y sistematizaciones a partir de un diálogo fecundo con la biología. Somos conscientes de que el tema del pecado original es uno de los más afectados por el “cambio de paradigma”, y, en consecuencia, no será fácil mantener las mismas convicciones. La negociación sigue abierta, y el resultado no es descontado, sobre todo cuando nos proponemos mantener algunas afirmaciones fundamentales y, al mismo tiempo, respetar los desarrollos de la ciencia.

El libro a comentar se presenta como una especie de diálogo entre el paleontólogo D.P. Domning y la teóloga veterana M.K. Hellwig; en realidad no hay proporción entre ambos: el primero ha escrito más del 90% del material y la segunda breves comentarios al final de cada sección. Como introducción debo decir que estamos ante un texto fundamental, que aunque repite en parte proyectos teológicos ya madurados por autores como J.F. Haught, propone una síntesis muy lograda entre la perspectiva evolucionista y la teológica, con algunas puntas realmente geniales. Antes de pasar al contenido, advierto que el texto afronta con gran lucidez y audacia un campo en el que pocos osan pisar.

El libro parte de una especie de introducción teológica en la que Hellwig propone una relectura del pecado original, vinculado a las condiciones de la libertad, y a su carácter de “distorsión acumulativa”, más allá de la idea de trasgresión puntual (16).

A continuación, el libro introduce el cambio de paradigma que ha ocurrido con la maduración de la teoría evolucionista. Los primeros capítulos exponen con maestría el alcance y significado de la misma, sus repercusiones antropológicas, y responde a una larga lista de objeciones que se han ido acumulando desde los tiempos de Darwin. El teólogo sacará buen provecho de esta “puesta al día”, que no puede ser ignorada, sobre todo por quienes se dedican a la antropología teológica.

Destacan en esta segunda parte un capítulo en el que, de la mano de los estudios genéticos de Ayala, se refuta la tesis del monogenismo; otro que explica el significado evolutivo del sufrimiento y la muerte, como precios a pagar por el mecanismo evolutivo y su éxito; y una interesante disquisición sobre el sentido de la revolución evolucionista y su convergencia con la visión bíblica, que en cierto modo también puede ser entendida en clave evolutiva, al menos en el sentido de la historia salvífica. La compatibilidad entre teología de la creación y evolucionismo es continuamente subrayada, aunque para tender puentes haya que reinterpretar algunos principios, como el de la unicidad humana, que asume un tono más bien “ecológico” o social.

La tercera parte ofrece la exposición sistemática de la doctrina del pecado original a partir de la asimilación del paradigma evolucionista, es decir, de la evolución guiada por la selección natural, que premia a los individuos mejor adaptados o con mejores cualidades para la supervivencia. Es precisamente dicho criterio el que obliga a reconocer el carácter “egoísta” de la conducta biológica, que se afirma por encima de otros individuos y de otras especies para perpetuar el propio código genético. Este egoísmo se detecta en todas las especies animales y también en los primates. La naturaleza del pecado se enraíza en este instinto de supervivencia que prima el propio interés y, en consecuencia, comportamientos poco morales. La paradoja, sin embargo, reside en el hecho de deber reconocer que el egoísmo constituye la fuerza central e imprescindible del “plan creativo divino”, es decir, se trata de algo permitido por Dios (108). De hecho, si el resultado de la obra creadora es bueno, cabe deducir que los medios empleados para alcanzarlo son, al menos, positivos, sobre todo porque apuntan a la emergencia del ser humano, capaz de entender la obra divina. Esta visión se complementa con la del “Dios kenótico”, capaz de retirarse para conceder libertad a la creación y dejar que siga su natural curso evolutivo. La creación así liberada se orienta a partir de leyes que pueden resultar poco ‘amables’, pero que conducen a resultados exultantes, sin necesidad de una “guía divina”. Se trata de un proceso “arriesgado” y un tanto imprevisible, al menos para la observación humana. Dicho proceso escapa del peligro de reduccionismo, como ha acaecido en algunos autores, gracias a la incorporación de la complejidad que añade la capacidad de generar, transmitir y procesar cultura, más allá de la transmisión puramente genética.

La evolución incluye también la dimensión ética, aunque pueda parecer extraño, pues también en el nivel biológico se dan actitudes de cooperación y control que limitan el alcance de la lógica egoísta. Pero la cuestión en los humanos adquiere claramente otras connotaciones, y es en este punto donde el libro y las posiciones de Domning asumen un tono radicalmente diverso. El autor hace intervenir la revelación bíblica y sobre todo cristológica, para mostrar un elemento corrector de la dinámica biológica. Lo que se reivindica con Cristo, en discontinuidad con casi todo, es un cambio total respecto de la lógica evolucionista, que obliga a seguir el propio interés (124). A la luz de esa lógica se comprende mejor la novedad radical del mensaje y actitud de Cristo, quien en un gesto de “perfecto altruismo” desafía el totalitarismo del comportamiento guiado por el instinto de afirmación y supervivencia. Hay más en estas páginas iluminadoras, de un tono decididamente teológico, aunque escritas por un paleontólogo. Domning afirma que el Dios bíblico escapa completamente de las teorías que reducen a las divinidades a mera proyección de deseos y anhelos humanos; en nuestro caso, la figura de Dios y sus rasgos se ponen en las antípodas de lo que podría imaginar la mente humana y sus tendencias naturales (126): parece todo programado más bien para provocar una crisis de los procesos cognitivos comunes.

La cuestión del “altruismo perfecto” propone un caso concreto de la citada “disociación”. La reflexión apunta al carácter completamente “extraño” de dicha actitud, que no puede ser asimilada a algunas de sus versiones biológicas, una especie de escándalo respecto de la razón en sentido amplio; en palabras del autor: “Lo que nos propone Jesús no es más que la subversión (o mejor, conversión) de la misma evolución” (127). El altruismo biológico es un “imposible” desde el punto de vista biológico, y por consiguiente, quizás uno de los rasgos más puramente divinos transmitidos de forma específica a los humanos; se trata de algo demasiado lejos de la razón normal y que sólo podría ser percibido a partir de una revelación divina. Ahora bien, ésta es la revelación del punto de llegada del proceso de perfección creadora, que, precisamente en cuanto contrasta tanto con la condición biológica, reclama salvación y gracia de parte de Dios.

La cuarta parte define las características del llamado “egoísmo original” que debería sustituir el tema del pecado original. El autor presenta este apartado como una “contribución a la teología evolucionista”. La nueva visión establece una diferenciación entre “la fuente de la universalidad del pecado original”, que no es otra que la tendencia biológica a la auto-afirmación en vistas a la selección, por una parte, y “la fuente de su carácter moral” que se identifica con la “libre voluntad”, que surge mucho más tarde con los humanos. Ahora bien, el pecado original implica la conjunción de esos dos elementos: la voluntaria y consciente asunción de la tendencia egoísta natural (141), que arroja a los humanos en un estado negativo, del que sólo pueden salir en la medida que logran abrirse al ideal del amor altruista revelado en Cristo, y que se alcanza con su gracia.

El autor defiende las ventajas de su postura respecto de las tesis de mediados del siglo XX que asociaban el pecado original a una cuestión de influjo y transmisión cultural, y que de todos modos no ofrecía una explicación convincente sobre los orígenes del mal. La nueva interpretación tiene que hacer las cuentas con el plan divino, que debe ser repensado: Dios se sirvió más bien de los mecanismos naturales de la selección para hacer surgir los primeros humanos, que eran muy imperfectos (lejos de la imagen tradicional del estado preternatural). El pecado, desde ese punto de vista, es menos una “pérdida de la inocencia” que una forma de “inacabamiento” (151): la distancia de la meta marcada por Cristo. Domning apuesta entonces por una versión moderada de la ‘teología del proceso’, en la que la visión de “la bondad del mundo es inseparable de sus imperfecciones” (156), aunque en una vía de progreso hacia la “perfección moral”. En ese sentido la creación no está en una situación de “caída”, sino de “crecimiento”.

La cuestión del sufrimiento – corolario inevitable de la doctrina del pecado original – también recibe una aclaración dentro del nuevo paradigma, que asume las mutaciones accidentales como la clave de la evolución. Un sistema perfecto que se replicara sin alteraciones no podría evolucionar nunca: la imperfección y la contingencia son las claves que hacen posible la evolución en el sentido de un perfeccionamiento. Pero ese proceso tiene un alto precio de conflictos y rechazos, para seleccionar sólo algunas de las variaciones. Sólo cuando se comprende dicho proceso, se entiende la actuación divina en relación con un mundo autónomo, y se amortigua el ‘problema de la teodicea’.

El libro de Domning abre un escenario bastante diverso del acostumbrado en la mayoría de los manuales de antropología teológica. Aunque representa más bien un punto de llegada y una síntesis muy elaborada, ha sido preparado en realidad por notables precedentes que han ido allanando el camino. Lo cierto es que no creo que sea justo seguir haciendo una teología de la creación y del pecado ignorando esta posición, que realmente desafía una parte de la visión anterior, y también algunas de las alternativas típicas del siglo XX, y, todavía más, las posiciones de los teólogos que han apostado más bien por un estado de “gracia original”, que a la luz de la ortodoxia evolucionista está fuera de lugar.

Habrá tiempo para calibrar las repercusiones a largo plazo de esta nueva propuesta. Estoy convencido de que el cambio de paradigma afecta sobre todo – y de forma demoledora – al modelo sustancialista aristotélico-tomista, que ha dominado buena parte de la teología occidental: si se aceptan las premisas evolucionistas, se desmoronan los fundamentos de la visión tradicional. Por ahora me limitaré a un breve comentario y a iniciar un primer diálogo, consciente de que el alcance de estas ideas requiere un análisis mucho más pormenorizado.

En primer lugar no creo que todos los biólogos compartan el entusiasmo de Domning por el modelo neo-darwinista que propone; las respuestas a las objeciones formuladas no son siempre convincentes; a veces se ignoran algunas voces de autoridad que van en sentido contrario. La cuestión del monogenismo es resuelta de forma demasiado expeditiva, cuando mis noticias son que otros estudios genéticos apuntan más bien a la tesis monogenista. No siendo un especialista en el tema, me remito sólo a los estudios disponibles y a los debates recientes, que también están disponibles en páginas web.

Otra cuestión con la que estoy más familiarizado es la del altruismo: no comparto el maximalismo del egoísmo que sostiene el autor, y que contrasta con las muchas investigaciones y material disponible sobre el carácter igualmente natural del altruismo, un dato que probablemente obligaría a matizar algunas de sus afirmaciones más duras. Por otro lado es poco plausible que el mensaje de Cristo y de sus discípulos en torno al amor al prójimo tuviera la acogida que alcanzó, si no es porque tocaba una fibra y una aspiración igualmente universales en los humanos.

De todos modos, y a grandes rasgos, las consecuencias del evolucionismo son las que describe el autor, y con ellas tiene que hacer las cuentas la antropología cristiana. Conozco desde hace años aplicaciones de tono genético y cognitivo a la doctrina del pecado original. Todas tienen en común una especie de comprensión de lo humano en clave de “defecto natural”, y ahí es donde se separan de la doctrina tradicional, que sostiene la perfección de la obra divina, o al menos la idea de que todo lo creado “era bueno”. El desafío ahora es más bien mantener la bondad del proyecto divino, a pesar de que no sea plausible la hipótesis de un estado preternatural de casi-perfección, que se habría perdido a causa de una caída o trasgresión. En tal esquema Dios quedaba disculpado del mal y el sufrimiento en el mundo: la culpa de desplazaba a los humanos y al tercero en causa: el maligno. En el nuevo esquema el mal no puede ser descargado en nadie: no es culpa de los humanos, que son resultado de una evolución selectiva que prima el egoísmo, ni de Dios, que crea el mundo y le concede autonomía para que crezca según la lógica de la selección natural. La cuestión de la culpa se silencia, o bien se descarga en el tercero: el demonio, encarnación de toda culpabilidad. En todo caso el problema de la teodicea sólo encuentra respuesta a partir de una “teoría del precio”, es decir de los costes relativos a la adquisición de un bien mayor o a la obtención de una considerable plusvalía, una respuesta que repropone versiones ya clásicas.

No estoy seguro, no obstante, que dicha teoría logre efectivamente redimensionar el problema de la teodicea, al menos dentro de un esquema cognitivo habitual. Desde hace siglos la teología del pecado original sirvió, desde un punto de vista confesional, para responder al escándalo del mal en el mundo, y para disculpar a la divinidad, lo que quizás queda un tanto pendiente en el nuevo paradigma propuesto, donde dudo que se logre un nuevo equilibrio que compense la pérdida del modelo anterior. Ciertamente el relato bíblico de los orígenes sigue teniendo un sentido teológico: Dios ha querido que todo sea bueno, a pesar de las apariencias históricas; la humanidad está afectada por un estatuto limitado y precario, del que sólo puede escapar con la ayuda divina. Lo que ciertamente es constante es que Dios ha dado desde el inicio – y sigue dando – muchas oportunidades a los humanos para vivir bajo su amor, ocasiones que han sido y son reiteradamente desaprovechadas. Parece que esta experiencia se remonta en la conciencia de Israel hasta muy antiguo, y que el contraste que emerge en los libros bíblicos se plantea entre la insistencia de Dios para establecer una alianza de amistad con su pueblo, y la constante tendencia de éste a alejarse y desaprovechar la oportunidad, a pesar de que las condiciones objetivas parecían favorecer en todos los casos tal vínculo. El pecado original ha representado y sigue representando ese desajuste o desfase entre la oferta divina y la falta de respuesta humana, a pesar de que las condiciones de egoísmo original podían ser trascendidas también en el nivel natural, como enseñan los estudios sobre el altruismo. El misterio sigue, a mi modo de ver, vigente, aunque con los nuevos elementos científicos con que contamos, pueda ser replanteado.

5. Richard Lints, M.S. Horton and M.R. Talbot, Personal Identity in Theological Perspective

El quinto y último libro de nuestra serie recoge las ponencias procedentes de un coloquio teológico celebrado en el 2002. Se trata por tanto de una especie de “actas” que reúnen diversas perspectivas en torno al estudio de la antropología teológica. El material se organiza en tres partes: una primera plantea cuestiones de hermenéutica patrística y de las tradiciones luterana y calvinista; la segunda apunta algunos desafíos, en el campo de las neurociencias y de la sexualidad; y la tercera recoge propuestas en el diálogo con la cultura y las orientaciones teológicas actuales.

Los tres primeros capítulos, enmarcados bajo el título “Fijando el contexto”, se refieren más bien al contexto patrístico y de la tradición teológica protestante. Inicia con una aportación de R.L. Wilken, sobre la lectura por parte de algunos Padres de los pasajes antropológicos bíblicos. Destacan las lecturas de Gregorio de Nisa y de Agustín, que marcan la orientación de la teología de la “imagen de Dios” y de su sentido, al destacar la identidad diferenciada del ser humano como orientado a Dios y capaz de conocerlo. La segunda contribución, de W.C. Weinrich, retoma la doctrina antropológica luterana, en la que destacan las referencias cristológicas como clave de lectura de la condición humana y de su destino. La tercera aportación, de M.S. Horton repasa la herencia calvinista y acentúa la dimensión relacional del ser personal, cuya base es la teología de la alianza.

El cuarto capítulo, aunque situado en la primera parte, se refiere a un contexto completamente distinto: el postmoderno. Está firmado por S.J. Grenz y pone el énfasis en la dimensión social de Dios y relacional del yo. Tras reconstruir una genealogía del yo moderno, de su ascenso y declive, el autor desarrolla la teología de la imago Dei, apuntando a la dimensión antropológica del “verdadero humano”, para subrayar su significado escatológico y sus aplicaciones en nuestro ambiente, en especial a la cuestión de la identidad sexual, con un énfasis en la capacidad de relación.

La segunda parte ofrece un par de retos que afronta la antropología cristiana. N. Murphy reivindica una vez más su fisicalismo no reductivista, del que ya nos hemos ocupado; defiende su modelo contra críticas y postula una forma diversa de entender la identidad personal, la agencia mental y la libertad. El otro reto se sitúa en el campo de la sexualidad y de su ética. Los autores, S.L Jones y M.A. Yarhouse, reclaman que la moral se enraíce en los principios antropológicos de corporeidad y relacionalidad, para darle un tono más positivo. El caso de la homosexualidad constituye una especie de test para aplicar los criterios señalados, y mostrar su carácter negativo de exaltación de la libertad por encima de los límites que marcan nuestra relación con Dios.

La tercera parte comprende una serie de propuestas para actualizar el tema bajo estudio. La primera, de D.H. Kelsey, especifica a través de un cierto número de tesis cuál es el uso apropiado del término persona, aplicado a Dios y a los humanos, en los que destaca el carácter corporal. La segunda, firmada por Talbot, se refiere a la “moral antropológica tras la caída”; partiendo de un caso familiar de formación de los hijos, el autor subraya nuestra obligación de seguir normas regulativas, a pesar de nuestros límites e incapacidad para alcanzar un completo cumplimiento, según los principios teológicos reformados. La tercera propuesta, de parte de M.S. Horton, vuelve sobre el tema de la personalización y la alianza, para plantear los rasgos bíblicos de la persona como imagen de Dios, acentuando la dimensión pragmática, comunicativa y narrativa. Finalmente, R. Lints afronta el peligro de la idolatría en la teología de la imagen, un tema característico de la teología reformada; la idolatría deviene una perversión del lenguaje de la verdadera imagen que emerge de la Trinidad, y por tanto de una concepción relacional, mientras el ídolo denota posesión.

La obra nos pone al corriente de la línea de lectura protestante – evangélica y reformada – en el campo de la antropología teológica, en el que se registra una voluntad de fidelidad a las propias tradiciones y un espíritu de innovación en el diálogo con las grandes líneas de pensamiento del momento presente. Mi impresión es que se trata de la teología menos “liberal” (en el sentido técnico-teológico), o bien más ortodoxa, un intento por tanto de revalorizar lo mejor de esas tradiciones confesionales; aunque, desde mi punto de vista, sus indicaciones me parecen perfectamente asumibles en su gran mayoría también en otras confesiones cristianas. Un ejemplo, en suma, de buen ejercicio hermenéutico, en el que, de todos modos, no resulta muy claro cómo conjugar las posiciones de Murphy y las del resto; seguramente la cuestión de la ciencia sigue siendo el desafío más duro que afrontar.

En conclusión, todo parece indicar que la antropología teológica está muy viva y animada, sobre todo gracias a la atención que se presta a los avances en las ciencias aplicadas al ser humano y a los retos que plantean a la concepción cristiana tradicional; pero la atención al contexto se extiende también a otros factores culturales y filosóficos, con resultados que cabe considerar fecundos. Tales indicios muestran que la antropología teológica crece ante todo en la medida que asume un formato más interdisciplinar, una indicación importante para todos los que trabajamos en este ámbito académico.

Cabe preguntarse cómo se explica que esta floración acontezca fundamentalmente en el campo anglo-americano, y menos en otras latitudes. Una respuesta procede de la sociología de la ciencia. Como puede observarse en las presentaciones de algunos de los textos analizados, éstos son fruto de las subvenciones y ayudas que prestan fundaciones encargadas de promover los estudios en la franja difícil entre la ciencia y la teología. Hay medios económicos y un interés institucional en promover esos estudios. Aunque los resultados puedan estar afectados por una voluntad de complacer a quienes proveen los fondos, conviene reconocer el papel positivo que cumplen dichos esquemas de financiación. De todos modos no es sólo una razón económica la que se observa en estos avances, sino una de carácter cultural, es decir, que la teología en ese ambiente crece cerca de las Facultades científicas y se siente más interpelada por los resultados de esas ciencias, de lo que ocurre en ambientes mediterráneos, donde la teología puede sentirse más aislada o menos condicionada por esos desarrollos. Aparte, creo que el ambiente anglosajón ha concedido mucho más espacio y credibilidad filosófica a los resultados científicos, lo que impone también su recepción teológica.

Después de lo dicho, considero que es importante seguir el filón de las ciencias aplicadas al conocimiento de lo humano para el propio desarrollo de la antropología teológica, aparte de otros contextos culturales. Pero esto no significa aceptar de forma ingenua todo lo que se publica en las divulgaciones científicas, ni renunciar al compromiso apologético. Contemporáneamente a la lectura de los cinco libros señalados, he leído un libro de divulgación que informa sobre los avances y las cuestiones todavía abiertas. Se trata del best-seller de Bill Bryson, A Short History of Nearly Everything. Una sensación que se refuerza a lo largo de la lectura de esta obra es la de los impresionantes límites que todavía afronta nuestro conocimiento en muchas áreas de la realidad natural, y, en particular de la realidad humana, sobre todo en lo que respecta al conocimiento de los orígenes y de la evolución humana, así como de su dimensión biológica. Dado este estado de cosas, sería preferible no precipitar los juicios ni acelerar ciertos procesos de recepción de teorías que todavía están en fase de maduración y conocen una pluralidad de interpretaciones, aunque ciertamente deberíamos mantener abiertos los canales de diálogo y estar atentos a cómo proceden los estudios, antes de arrojarnos a valoraciones definitivas. La ciencia sigue progresando, pero también se vuelve más consciente de sus propios límites; quizás la antropología teológica en su diálogo con la ciencia deba anotar también ese aspecto, para ofrecer, en parte, una “teología de los límites de la ciencia”.



 
 
 
 
 
 
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