Oviedo lluis ,
Recensione: MARK R. WYNN, Emotional Experience and Religious Understanding: Integrating Perception, Conception and Feeling, ,
in
Antonianum, 82/3 (2007) p. 601-605
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Sumario en espaņol:
Somos conscientes desde hace mucho tiempo de que la dimensión afectiva o emocional constituye un elemento de vital importancia en la experiencia religiosa. Toda una tradición de teología espiritual y la obra de señalados maestros, como S. Buenaventura, nos recuerdan el papel de dicha dimensión en la vida cristiana. Las cosas, no obstante, se vuelven menos claras cuando entra en juego el ideal de racionalidad que preside buena parte de la teología y de la filosofía de la religión modernas. En todo caso, aunque se reconozca el papel que juegan las emociones, no resulta fácil conectarlo con la parte más racional, ni se llega a percibir su valor epistémico.
El libro de Mark Wynn es una buena aportación de cara a comprender mejor la dinámica los afectos y emociones en la experiencia religiosa, y su aportación en el nivel de percepción y entendimiento. El autor se vale de una serie de estudios y propuestas recientes, que van del campo de la filosofía de la religión y moral, hasta la psicología cognitiva, que en los últimos años presta particular atención a esas dimensiones personales y a su relación con los procesos cognitivos.
La obra está dividida en siete capítulos que recogen artículos ya anteriormente publicados, todos ellos en torno al tema central. Esta circunstancia permite leer cada uno de los capítulos como un escrito autónomo y con sentido propio. El primero analiza la influencia de la experiencia religiosa en la percepción del valor. A la luz de los análisis de J. McDowell, se evidencia la capacidad de las emociones (en sentido amplio, que en inglés incluiría los afectos y los sentimientos) de configurar valores – en un sentido moral. La cuestión se prolonga al ámbito religioso, donde surge la pregunta por la capacidad de esas mismas experiencias de proveer un conocimiento religioso. El autor recurre a J.H. Newman y W. Alston para orientar la respuesta. En su opinión, en el caso paradigmático de la experiencia mística, una “experiencia teísta afectivamente sintonizada puede constituir un modo de percepción de valor, y puede ser verídica aunque su contenido fenoménico sea puramente afectivo” (28).
El capítulo siguiente insiste en la misma línea: que las emociones que están en la base de la percepción moral son similares a las que rigen la percepción religiosa, y que ambas apuntan a un contenido cognitivo, en cuanto nos ayudan a comprender cómo están las cosas y a actuar en consecuencia. La narración de un ejemplo de mayor sensibilidad moral en una religiosa entregada al cuidado de enfermos mentales, muestra el carácter diferencial de la percepción moral, según los sentimientos de las personas implicadas. La visión de R. Gaita vincula en un segundo momento la percepción de equidad universal humana, así como el respeto que todos merecen, a una especie de “comprensión religiosa”. Lo mismo acontece con la experiencia de remordimiento, que requiere cierta sensibilidad y presupone una apertura teísta. El argumento de Gaita es que la razón no basta para percibir el valor de las otras personas; y que el sentimiento que moviliza la actuación moral requiere una referencia trascendente. Wynn profundiza el argumento, en el sentido de que “el amor imparcial de los santos apunta en último término a una seria apropiación religiosa del lenguaje del amor divino parental” (57).
El tercer capítulo sigue profundizando el tema de la vinculación entre emociones y la percepción – e incluso la constitución – del valor moral, también a partir de casos narrativos. Es lo que el autor denomina “affectively toned perception (62), y que es la condición para descubrir la bondad del mundo. El caso del “sentimiento” – más que la “intuición” – de Schleiermacher, como base de la experiencia religiosa, viene a colación para mostrar su poder revelador. Esta perspectiva ayuda a replantear la cuestión del mal, que emerge en un fondo de vulnerabilidad personal, que es preferida a la visión estoica que prima la virtud y la invulnerabilidad ante la contrariedad.
Cuando se priman las emociones y la pasión, ciertamente se pisa un territorio distinto, desde el punto de vista moral y antropológico, al de la tradición racionalista que va de los estoicos a Kant. En la reivindicación del autor, las emociones configuran otra forma de entender la condición humana y su dignidad, no tanto sujeta a la inestabilidad de lo afectivo sino – en positivo – capaz de sintonizar con las necesidades de los demás y de desarrollar una especial sensibilidad, que el razonamiento moral no puede alcanzar. Esta maniobra de inversión de tendencia tiene consecuencias para la percepción religiosa en cuanto se prioriza una vía de acceso alternativa a la divinidad y se descubre una cierta “afinidad” entre la capacidad de sentirnos afectados por los demás y la de sentirnos en sintonía con el misterio de amor que, en último término, parece estar en la base de dicha sensibilidad. Por otro lado, la idea de un amor vulnerable está en plena sintonía con la teología cristiana de la encarnación, que sin duda, favorece esta expresión del amor más que otras de tono racional o en la tradición de la virtud.
El cuarto capítulo introduce un diálogo interdisciplinar entre las perspectivas filosófica, psicológica y neurológica en torno al sentimiento emocional. En principio el autor defiende con otros el carácter intencional del sentimiento, que apunta a un contenido. El autor repasa cuatro modelos en los que se describen las formas en que las emociones interactúan con el conocimiento, reforzándolo, dirigiendo la atención, anticipando, seleccionando la memoria, contextualizando, y determinando la toma de decisiones. Algunos de estos modelos contribuyen a situar mejor el papel de las emociones en la comprensión religiosa, mostrando su carácter “revelador”.
El quinto capítulo se dedica de forma más específica a la relación entre emociones y comprensión religiosa. Wynn muestra, apoyándose en la fenomenología de Rudolf Otto, que el contenido de algunos conceptos religiosos sólo puede ser percibido en referencia a ciertos sentimientos o a una experiencia afectiva. Los distintos modelos analizados en el capítulo anterior conocen aplicaciones específicas en el campo de la experiencia religiosa, que también está sujeta a la tensión entre el componente emocional, que funciona en los varios modos señalados, y el discursivo o intelectual, que no puede separarse enteramente del anterior.
Los últimos capítulos se refieren a la “representación en arte y religión”, y a la “crítica religiosa de los sentimientos”. En el último caso, son conocidas las críticas de los maestros de espiritualidad a quienes buscan la emoción, una tendencia ambigua, pues la emoción es en general transitoria, y refleja una cierta inmadurez, que debe dejar paso a un estado más sobrio. Por otro lado emergen dificultades a causa de su carácter pre-consciente. El autor concluye abogando por una asunción positiva de los sentimientos más allá de algunas de las corrupciones que puedan asumir en el ámbito espiritual. Su argumento revela una vez más la contribución de esas dimensiones a una visión global de la persona y de su fe religiosa, y cómo las emociones completan un cuadro que requiere fuertes intuiciones y motivaciones que no siempre son accesibles a la razón discursiva.
La obra de Wynn puede considerarse como un subsidio necesario para ir completando el mapa de la experiencia religiosa más allá de las reducciones a las que estamos asistiendo en estos últimos años: biológicas y cognitivas, sobre todo. Pero también en el campo de la teología y más específicamente en el de la antropología teológica, el autor añade un elemento a menudo descuidado y que ayuda a completar nuestra imagen de lo humano y de su relación con Dios. Ciertamente se registran también algunos límites. Desde un punto de vista de filosofía de la religión, o aún peor, de los estudios sobre el altruismo, no creo que todos se sientan impresionados por la línea argumentativa del autor, al vincular la sensibilidad altruista a la religiosa. Varios estudios empíricos más bien van en sentido opuesto (C.D. Batson, The Altruism Question). Por otro lado, la implicación de las emociones en la cognición religiosa ha sido tematizada diversamente por los cognitivistas de la religión (S. Atran, I. Pyysiäinen); para ellos la emoción simplemente contribuye a cargar de contenido afectivo creencias de otro modo fantásticas, concediéndoles un tono de veracidad, en el sentido de volver creíble lo increíble. Creo que sería importante tener en cuenta estos desarrollos en la sucesiva investigación del autor, pues lo que en aquellos resulta reductivista, en Wynn parece reforzar la concepción teísta.
De todos modos el problema principal, desde mi punto de vista, sigue siendo el carácter demasiado selectivo y arbitrario de la emoción, que no puede generalizarse, sino que ‘premia’ a algunos sujetos y deja fríos a otros, que no tienen la ‘suerte’ de sentir la emoción moral que motiva el altruismo, o la religiosa y mística, que abre al misterio divino. Ha sido el gran problema que ha justificado la respuesta de los racionalistas, y en particular de Kant, quien no consideraba viable fundar la ética en la emoción. Respecto de la religión, la cosa parece indicar la presencia de una doble vía: la de la emoción y la de la razón, según la personalidad y las tendencias de cada persona o de cada contexto. Ciertamente lo ideal es una confluencia de ambos factores o dimensiones. Pero mientras el argumento racional puede ser generalizado, pues puede ser comunicado, la emoción resulta algo demasiado personal e intransferible, que puede ser narrado, y quizás pueda suscitar en otros emociones similares (la mayor parte de la literatura es un ejemplo); pero resulta menos plausible poder comunicar y compartir emociones que funcionen como referencia moral y religiosa. Ahora bien, eso no significa que se las deba desestimar, pues juegan un papel importante en la experiencia creyente de muchos, aunque se limite a los casos en los que se da una cierta sintonía e intensidad personal. De ahí surgen ejemplos y hagiografías de gran valor, incluso para quienes no tienen un acceso emocional a la fe, como reconocían, entre otros Max Weber y Niklas Luhmann, al definirse “religiosamente desentonados”.
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