Oviedo Lluis ,
Relationes bibliographicae: Balances sobre la secularizacion, respuestas teologicas,
in
Antonianum, 81/2 (2006) p. 381-397
.
Sumario en espaņol:
El tema de la secularización sigue dando que hablar, sea a los especialistas reconocidos como a los teólogos comprometidos. Por un lado se enriquece el debate en el campo de las ciencias sociales, sobre todo porque autores de prestigio ofrecen balances maduros de la situación religiosa que han estado observando durante muchos años. Por otro lado se registran más reacciones teológicas en línea con lo que se percibe en el ambiente cultural; puede hablarse incluso de una especie de sub-género: estudios teológicos de respuesta a la crisis secularizante. Por supuesto estos nuevos ensayos se orientan de un modo completamente distinto al de la vieja generación teológica que trató de hacer las cuentas con la secularización, un intento claramente superado por las circunstancias históricas.
El panorama que se percibe en los nuevos textos es sobre todo más realista y matizado: las grandes teorías sólo ofrecen un marco demasiado amplio para entender lo que ocurre en cada contexto; por consiguiente hay que observar más de cerca los procesos sociales para delinear representaciones más ajustadas de las dinámicas religiosas. Sobre ese conocimiento más preciso se promueven reflexiones teológicas conscientes del alcance de la crisis actual y más asertivas en el nivel de propuesta de fe, que no puede dejar de hacer las cuentas con las situaciones reales de amenaza.
Considero que la presente revista bibliográfica puede ayudar a percibir mejor las dimensiones del reto que se plantea con la secularización y el cambio de clima teológico que corresponde a ese reto, y que implica una afirmación más decidida de la fe trascendente.
En primer lugar, presento dos obras ejemplares para el conocimiento de las dinámicas religiosas en el momento actual. La primera de ellas es fruto de la investigación minuciosa de un estudioso alemán: Detlef Pollack. Su libro combina dos estrategias teóricas: una empírica, que hace acopio de datos y los procesa con la ayuda de técnicas estadísticas; y otra teórica, que se vale de modelos de interpretación en grado de ofrecer las explicaciones más plausibles de lo que ocurre. Seguramente Pollack se encuentra entre los pocos autores que dominan igualmente el método empírico y disponen de un instrumentario teórico de alto nivel. Sus observaciones son por tanto muy útiles y se enmarcan en los recientes debates sobre la secularización, y en general sobre las dinámicas de la religión en Europa central. Se puede afirmar que su libro, que recoge estudios y artículos de los últimos 15 años, fija un estándar en el acceso a la religión contemporánea en el ambiente Europeo, una obra imprescindible para cualquier observación futura sobre ese ambiente y alejada de las veleidades ideológicas que han afectado a este sector de los estudios sociales.
Considero útil sintetizar de forma esquemática las principales tesis del autor, que repite en varios de sus artículos, para comentar posteriormente algunos puntos:
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La secularización sigue siendo la dinámica que preside de forma más significativa las formas religiosas de los últimos cincuenta años, al menos en Alemania, a pesar de los intentos de deslegitimarla desde el punto de vista teórico.
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No se puede hablar de un incremento de formas religiosas alternativas como consecuencia de la pérdida de afiliación eclesial que registran las dos grandes confesiones alemanas; aquellas siguen siendo muy minoritarias y no se correlacionan con el nivel de abandonos eclesiales.
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La práctica religiosa es minoritaria y refleja uno de los indicadores de secularización; sin embargo este proceso no permite dar crédito a la distinción entre eclesialización y religiosidad, como si ésta última se pudiera afirmar de forma autónoma: el sentido religioso se vuelve muy marginal fuera de las iglesias, se agota sin la referencia institucional.
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A pesar de todo, las iglesias tradicionales mantienen un nivel considerable de influencia y siguen siendo las principales agencias religiosas en ese ambiente, sin rivales que puedan competir con ellas, por mucho que se hable de las formas religiosas alternativas, que siguen siendo, comparativamente, poco relevantes.
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La des-institucionalización de la religión no es un proceso que se traduce en formas de individuación religiosa; salvo en raras excepciones la pérdida de religiosidad institucional no se compensa con formas de religiosidad individual: de nuevo la experiencia religiosa demanda un marco social que la haga plausible (166).
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Las explicaciones en clave de mercado, típicas del “Nuevo paradigma” no dan cuenta de las condiciones alemanas, donde difícilmente se registran situaciones ideales en las que se pueda aplicar dicho modelo, que apunta al efecto beneficioso de la “competencia” entre una pluralidad de ofertas religiosas.
En definitiva Pollack demuestra, con datos en la mano, que las distintas teorías que habían promovido un asalto a la tesis de la secularización son difíciles de verificar; más bien las cosas van en el otro sentido, al menos en Alemania. Ciertamente el caso de la antigua Alemania del Este, que registra los indicadores de religiosidad más bajos de Europa, sufrió los efectos negativos de la represión religiosa y eclesial del régimen comunista, lo que podría justificar un marco explicativo de la crisis que se distancia del modelo de la secularización, que vincula la crisis religiosa a los procesos de modernización, no a los de represión administrativa. De todos modos el autor sostiene que parte de dicho proceso obedece también a factores tradicionales de la erosión religiosa moderna.
Es interesante que Pollack no se conforma con mostrar los datos que desmienten las teorías, sino que se pregunta también por qué esas teorías han recogido tantos consensos, sobre todo en algunos ambientes. Respecto de algunas visiones, como la de Thomas Luckmann, su estrategia ha sido demasiado inflativa, y ha identificado toda cifra de trascendencia y todo ejercicio de proyección de sentido como “religión”, algo que la vuelve casi imprescindible en varios niveles. Pero esa estrategia no respeta la identidad de las religiones instituidas ni los datos concretos; es el problema que conocen las propuestas de la “religión implícita” o “invisible”. También se evidencian los motivos más bien periodísticos que han inflado el alcance de las formas de religiosidad alternativas, que más bien obedecen a modas y a la necesidad de acentuar lo novedoso y original (148). El autor señala en el capítulo introductivo que sin duda alguna la relación entre modernización y crisis religiosa resulta más compleja de lo que se había pensado en otras décadas; y quizás sea justa la visión de quienes piensan que la modernización contiene también estímulos válidos para la religión. En todo caso se trata de extremos que hay que precisar. Pollack propone al respecto que se investigue mejor el efecto de algunos factores concretos en las dinámicas religiosas, si se quiere alcanzar un mínimo de claridad y superar el nivel de las hipótesis, como por ejemplo: la influencia de los niveles de urbanización e industrialización; qué papel juega la situación institucional de las iglesias, y en concreto sus vínculos con el Estado; qué efecto ejercen los procesos de “pluralización”: ¿inducen la crisis o favorecen nuevas oportunidades religiosas?; cómo influyen los procesos de individuación; y, finalmente, qué papel juegan las formas de organización religiosa y cuál es su capacidad efectiva para “animar” la demanda religiosa (27). En definitiva, si el problema se lleva a un nivel más reflexivo, habrá que especificar mejor que se entiende por religión y qué por modernización si se quieren evitar algunas ambigüedades comunes. De todos modos, la lectura del libro hace pensar que, contrariamente a algunas opiniones, la secularización no es sólo un “mito moderno”, sino una dinámica real en las sociedades avanzadas.
El libro de Pollack ofrece mucho más que los análisis sobre la secularización apenas descritos. Por ejemplo, encontramos un capítulo necesario en torno a la “definición de la religión”, una empresa compleja que acomete desde varios puntos de vista y que apunta a una combinación de elementos funcionales y substantivos. Su análisis concluye con una propuesta que especifica la referencia a la contingencia “relevante” y a una capacidad de afrontar ciertos problemas desde una doble estrategia: superación del propio ámbito vital (Lebenswelt) y una simultánea referencia al mismo (48). La vitalidad religiosa se resuelve en una conveniente tensión entre “la confianza en la validez de los contenidos y formas religiosas y la siempre renovada experiencia de la problematicidad de la vida” (51 s.). Es interesante la tipología que ofrece de formas religiosas al combinar dos ejes de variables: trascendencia e inmanencia, por un lado, y consistencia y contingencia por otro, lo que permite delinear cuatro tipos ideales de religión.
Otro capítulo a reseñar es el magnífico comentario a la sociología de la religión de Niklas Luhmann, uno de los autores más influyentes y difíciles en la teoría contemporánea de la sociedad. Su presentación, al tiempo descriptiva y crítica, ofrece uno de los mejores accesos a esa visión de la religión que, en su abstracción, plantea un sinfín de aplicaciones prácticas, así como de profundizaciones y debates. En este capítulo como en el anterior, se percibe el genio teórico de Pollack, que no ahorra la sofisticación y el más refinado análisis.
No sólo en la teoría, también en el análisis práctico demuestra el autor su gran talento. Uno de los últimos capítulos se dedica a un “caso de estudio” que ofrece una buena oportunidad para trazar tendencias y contra-tendencias en el complejo panorama religioso contemporáneo. Se trata de una forma de misión celebrada en Leipzig en 1995, con gran profusión de medios y que convocaba a millares de personas. El evento da ocasión para formular el proceso de evangelización como “comunicación religiosa”, con un repaso de sus estrategias, que calcan de alguna forma las propias de todo proceso de comunicación y de superación de las barreras a la misma.
La obra de Pollack ofrece uno de los diagnósticos más lúcidos y atendibles de la situación religiosa en Alemania. Quizás, para los que conocemos esa realidad, podemos echar en falta una crítica más decidida al régimen de “instalación” que gozan ambas confesiones en Alemania. El autor dedica un capítulo al tema (183-201) y muestra las consecuencias negativas de esa posición para la dinámica religiosa. Creo sin embargo que el fenómeno es más grave y requiere mayor atención a la hora de explicar formas de desafección eclesial y de descristianización. Por otro lado, pienso que la obra queda incompleta sin un análisis de los procesos de revitalización que también se pueden percibir en Alemania en ambientes minoritarios, pero significativos, y que plantean la cuestión no sólo empírica, de por qué esos grupos o realidades se mantienen o crecen, mientras el resto conocen sólo el declive. La sociología de la religión americana, que el autor conoce y cita muy bien, ofrece indicaciones muy útiles al respecto.
De todos modos los estudios de Pollack sugieren métodos y líneas maestras para emprender y continuar la investigación, partiendo de los datos empíricos, pero al mismo tiempo, con el recurso a los mejores marcos teóricos. Espero que los estamentos teológicos y eclesiales, sobre todo alemanes, tomen buena nota de este diagnóstico y puedan ofrecer soluciones adecuadas a las dimensiones de la crisis, que ha sido por mucho tiempo subestimada por demasiados teólogos y agentes pastorales.
El estudio de la secularización admite varios accesos y conoce distintos “géneros literarios”: desde los análisis de detalle en procesos breves hasta los panorámicos o las “grandes narrativas” históricas. Seguramente se requiere la conjunción de varias visiones para hacernos una idea bastante aproximada de un fenómeno tan complejo, en el que intervienen muchos factores, y vinculado a los vaivenes de la historia.
El nuevo libro de David Martin es un buen intento de comprensión de la secularización en sus múltiples aspectos, pero al mismo tiempo como un fenómeno siempre localizado, nunca abstracto o genérico. Esta observación evidencia una paradoja en cuanto se recuerda el título de la obra: de hecho la “teoría general” que se anuncia sólo puede ensamblarse a partir de una reconstrucción de procesos locales, específicos y vinculados a características propias de cada ambiente.
Martin es uno de los sociólogos ingleses más respetados; tiene la particularidad de ser un sacerdote, de buena formación teológica, y por tanto puede observar las dinámicas religiosas desde dentro. Ha estudiado el problema de la secularización desde los años sesenta; éste es el segundo intento de construir una “teoría general” al respecto; el primero data de 1978. Otro punto de interés es que Martin ha sido uno de los autores que ha seguido más a fondo el fenómeno del pentecostalismo y ha puesto de manifiesto la vitalidad de esa expresión cristiana, sobre todo en Latinoamérica, por encima de otras formas religiosas que han triunfado más sobre el papel o en el imaginario teológico que en la realidad.
El libro se compone de 13 capítulos, que en realidad recogen conferencias pronunciadas en diversas ocasiones en los últimos cinco años, excepto la primera que se remonta al 1995. Puede sorprender que un libro así estructurado se presente como una “teoría general” o un compendio; en realidad se trata de una especie de mosaico cuya lectura va destilando la visión global; algunos de los capítulos ofrecen una perspectiva más amplia, pero a menudo se repiten los argumentos y se reiteran ideas. Para un sumario más conciso propongo ir más allá de la estructura actual del libro, dividido en cuatro partes, y ofrecer una síntesis de los temas que considero centrales.
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La fe cristiana vive una inevitable dialéctica con las realidades mundanas, casi de “resistencia y sumisión”, en la expresión de Bonhoeffer, o bien de “creatividad y adaptación”. La sociología provee un “informe” de cómo están las cosas, que la teología debe tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre la fe y sus condiciones reales.
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La sociología de la religión se ha vuelto más consciente de su estatuto “vinculado” a paradigmas y contextos históricos, y del hecho de no poder ofrecer un conocimiento objetivo, sino de animar una negociación con una parte de la realidad, implicándose en procesos y redes que no puede controlar u objetivar, lo que le impide pontificar sobre su tema y le obliga a una actitud más “simpática” con su objeto.
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Las dinámicas religiosas están siempre ligadas a un ambiente local y a una historia particular, lo que hace imposible dictar leyes generales que puedan describir el destino global de la religión; ésta siempre negocia su influencia con las propias circunstancias y con ritmos diferenciados que pueden ser seguidos localmente y en la relación entre varias dinámicas.
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El caso europeo sólo puede ser entendido en la medida que se identifican los factores culturales, políticos e históricos en los que se inscribe cada proceso religioso, según se recorre el continente de norte a sur y de este a oeste; emergen ciertos “ejes” en torno a los cuales se manifiestan tendencias más o menos intensas a la secularización o expresiones diferenciadas de la misma.
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De todos modos cabe identificar una tendencia general a la des-institucionalización religiosa y una búsqueda individual que apunta a la “satisfacción terapéutica” y a la expresión espiritual vinculada a “festivales y peregrinaciones” (55), como las sociólogas Davies y Hervieu-Léger nos han recordado estos últimos años.
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Dada la profunda encarnación de la fe cristiana en el ambiente secular, sus procesos deben ser entendidos como transformaciones dentro de determinada cultura, que influye y se deja influir en uno u otro sentido, como se percibe en los distintos escenarios europeos en los últimos cincuenta años: “el cristianismo puede ser visto como un repertorio flexible de imágenes y gestos, y como un código que simultáneamente se replica a sí mismo y se ajusta a las claves y circunstancias sociales” (78).
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La teoría de la secularización combina una “gran narrativa” de fondo (el “modelo estándar” o el esquema de emancipación y diferenciación) y un conjunto de historias particulares que la corrigen o le dan un contenido específico, sobre todo la del “nacionalismo”. De todos modos la conciencia del sociólogo debe admitir el carácter no esencial de dicha narrativa, y la tantas veces señalada dificultad de una “superación de la religión”.
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El pentecostalismo representa un buen caso donde se corrige la narrativa general, pues se trata de una expresión religiosa claramente “moderna”, al menos en el sentido de Charles Taylor, de gran fuerza y ligada a las condiciones culturales contemporáneas que resaltan el pluralismo y la expresividad individual.
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Cada fe religiosa debe negociar su identidad y su lenguaje en un ambiente pluralista, en el que habitan muchas formas religiosas y donde cada una encuentra su propio “nicho”, pero difícilmente se puede apuntar a una “super-religión” o a una imposición de una sobre otra, un resultado que se liga también a la fuerte implicación de la religión en la propia sociedad.
El libro contiene dos capítulos finales que resultan difíciles de encuadrar en una obra dedicada al análisis de la secularización. Su género es más teológico que sociológico, y en él transpiran las intuiciones de quien está acostumbrado también a “negociar” entre la observación externa del sociólogo y la percepción interna del teólogo. Sus consideraciones sobre la índole del “lenguaje cristiano” demuestran la fecundidad de un método que, contrariamente a lo han manifestado otros autores, es capaz de revelar profundamente la identidad del anuncio de fe, sus características diferenciales, de forma constructiva, y no como otro típico ejercicio de deconstrucción. Ese mismo juicio cabe reservar al último capítulo y a sus finos análisis sobre la relación entre la dimensión política, la religiosa, la académica y la informativa, guiados de la mano de Max Weber, a quien Martin interpreta con gran lucidez, desde la clave dialéctica de aceptación y rechazo religioso del mundo.
La lectura de los artículos de Martin constituye uno de los ejercicios más oportunos de “higiene mental” tanto para sociólogos como para teólogos. Su mérito reside no sólo en la gran erudición que exhiben esas páginas, donde se dan cita los clásicos del pensamiento sociológico, las corrientes históricas, los análisis literarios, e incluso el urbanismo. Considero que Martin es sobre todo un testigo privilegiado de su época, alguien que acumula experiencia y maestría en el arte de la observación social. Seguramente esta prestación es el resultado de saber combinar dos disciplinas – la teología y la sociología – que agudizan mucho la vista y permiten distinguir de forma mucho más sutil aspectos escondidos de la realidad. El diálogo entre ambas está mostrando su fecundidad en otros autores más jóvenes, como Graham Ward, y presta un inestimable servicio a la conciencia cristiana en una época de profunda crisis, sobre todo en el ambiente desde el que parte esta obra: Inglaterra.
Si se observa algún límite, hay que referirse a cuestiones de detalle y a la práctica imposibilidad de dominar todos los ámbitos y dinámicas de la religión en el mundo occidental. El caso de Cataluña, por ejemplo (60 s.), revela una tendencia que no se explica desde su teoría del vínculo entre dimensión religiosa y nacionalismo; como venimos observando desde hace décadas, esa alianza, que ha funcionado en otras áreas, ha sido desastrosa tanto allí como en el País Vasco, donde se registran los indicadores más bajos de religiosidad. Estos casos no son excepciones, sino más bien confirmación de la teoría de Martin: cada proceso local sigue una propia dinámica, de la que no siempre podemos dar razón con categorías generales. Seguramente hay que profundizar más el estudio de los casos europeos en los que se resiste mejor a las tendencias secularizadoras, como es el norte de Italia, a pesar de su gran índice de modernización, para identificar los factores que explican su “diferencia”.
De todos modos, este libro es fundamentalmente constructivo desde el punto de vista creyente: en un ambiente difícil, son muchos los indicios que ofrece Martin para una reconstrucción de la fe cristiana y para una superación del desánimo que puede provocar el panorama tan desolador que presentan las estadísticas. Seguramente cada lector está emplazado a volver más explícitas esas indicaciones, a hacer emerger lo latente y los signos de esperanza.
Ahora a los títulos más claramente teológicos. El primero está firmado por el joven teólogo inglés Graham Ward, uno de los autores más comprometidos en profundizar el diálogo entre la teología y la cultura contemporánea, en un marco de secularización y “desplazamiento” de lo religioso.
La secularización no es sólo un proceso espontáneo, resultado de la inevitable evolución de algunas fuerzas sociales, sino también la consecuencia de formas de presión cultural, que se mueven entre las orientaciones individuales y los horizontes de sentido que dominan en determinado ambiente. No es nada fácil delimitar el alcance de cada factor que interviene en el desgaste de la visión religiosa, e incluso puede resultar arduo distinguirlos en la práctica, pues seguramente los factores estructurales y los culturales se influyen y refuerzan entre sí, como sabemos al menos desde el análisis marxista y weberiano. Los intentos por comprender mejor el peso de los factores culturales ayudan a delimitar los campos y estimulan la conciencia apologética, al evidenciar tensiones que afectan a la credibilidad de la fe, e invitan a una toma de posición teológica.
Para Ward han cambiado de forma significativa las condiciones de la interacción entre fe y cultura; y además ha cambiado nuestro conocimiento de los mecanismos que presiden las dinámicas culturales. Su familiaridad con los nuevos instrumentos de análisis característicos de los “estudios de la cultura” le da una posición de ventaja, a lo que se suma su militancia en las filas del movimiento de la “Radical Orthodoxy”, inspirado por John Milbank, que reclama un mayor protagonismo de la fe en los distintos escenarios de la cultura, la sociedad y la política. La conjunción de una metodología adecuada y una conciencia militante apunta a una elaboración teológica más fresca y creativa, el tipo de teología que conviene ante las crisis típicas de las sociedades avanzadas.
La obra contiene tres partes bien delimitadas. La primera puede ser considerada como un ensayo introductorio, un ‘caso de estudio’, en el que se analiza la biografía y la producción de Karl Barth, probablemente el teólogo más citado del siglo XX. El objetivo es evidenciar la insuficiencia de su teología a la hora de afrontar los desafíos de la cultura, también de su propia cultura. Seguramente este análisis sorprenderá a pocos, pues el programa de Barth no creo que incluyera alguna forma de “negociación” – como dice el autor – con su ambiente cultural; en todo caso su objetivo era la subversión del mismo, sobre todo si se tiene en cuenta su comentario a la Carta a los Romanos. De todos modos, hay otros muchos factores que inciden en una orientación que descuida conscientemente la dimensión apologética, algo que Ward considera poco excusable. Uno de los reproches centrales es que Barth no tuvo en cuenta su propia “posición” o las condiciones de su propia producción teológica, como si su discurso fuera atemporal o por encima de las circunstancias; en palabras del autor: “… él [Barth] rechaza explícitamente la idea de que el discurso teológico negocia un lugar respecto de otros discursos culturales. El niega todo papel apologético a la teología cristiana” (16). En realidad tal posición, por encima o fuera de los discursos del mundo, es lo que Ward considera francamente insostenible. El resto de este ensayo reconstruye el comportamiento personal de Barth, sus estrategias académicas y públicas, la índole de su obra, para mostrar precisamente el emplazamiento concreto desde el que operaba el teólogo, sus hábitos y formas concretas, su lenguaje y referencias. El análisis prueba en definitiva que, a pesar de las declaraciones en contra, Barth no dejaba de negociar su discurso con otros, especialmente con las filosofías dialécticas de Hegel y de Kierkegaard, y de practicarlo dentro de las reglas de juego del claustro universitario y de los ambientes teológicos más o menos influyentes de su tiempo. La pretensión de neutralidad cultural y de auto-suficiencia teológica resulta por consiguiente una ilusión relativamente fácil de desmontar.
La segunda parte, en consecuencia, se dedica a describir un programa teológico más realista, que asume de forma responsable la cuestión cultural y desarrolla estrategias adecuadas para afrontar esos desafíos, sin la pretensión de poder ejercer una especie de “hermenéutica absoluta”. Desde el inicio se expone una estrategia que denomina de “hermenéutica cultural”, que declara sin ambages la propia posición o “punto de vista”, y es consciente de su “parcialidad” y limitación. Ahora bien, esa toma de conciencia no se traduce en un discurso débil y sin capacidad de afirmación, sino en una toma de posición que tiene en cuenta las condiciones plurales de la cultura, los diversos escenarios y situaciones desde los que los actores sociales “negocian” sus propias convicciones e ideas, ejercen sus críticas y plantean sus propuestas. Desde ese punto de vista, la lectura teológica de lo real se compara a la feminista, en cuanto que representa un “punto de vista” (standpoint), a veces marginado por los discursos dominantes, pero muy vivo en determinados sectores y que aporta una lectura de las cosas “proyectiva” o capaz de formular un propio proyecto de emancipación, un programa positivo. Lo cierto es que no existe un “punto de vista” desde fuera de la realidad social, neutral o capaz de observar desde arriba los distintos discursos; el teológico se sitúa junto a otros y negocia desde su posición su propio proyecto. En palabras del autor: “…el cristianismo constituye un punto de vista. De hecho, todo empeño teológico constituye un punto de vista respecto del dominio epistémico de las visiones del mundo seculares, materiales e inmanentes” (75). Ahora bien, dado que esta posición es consciente y asume un sentido crítico, no puede emerger en tiempos de cristiandad, sino sólo “dentro de una cultura profundamente atea y de una visión del mundo secular” (77); es precisamente el estatuto de minoridad cultural que sufre la fe lo que alienta este “despertar” de una conciencia crítica y de un proyecto de transformación distintivo. Resulta entonces inevitable el carácter pragmático y reflexivo de esa hermenéutica, que mira a una práctica de mejora o de ajuste de las cosas al propio proyecto, se re-elabora de forma relacional y desde la interacción entre puntos de vista y resultados. Este carácter relacional motiva la calificación de “sincretista” del estilo hermenéutico propuesto; pero escapa del relativismo que podría resultar de una constante comparación con otras formas de entender, por cuanto el punto de vista cristiano es capaz de “narrar mejor” (outnarrate) que otras lecturas las experiencias vividas o las expectativas, es decir, en competencia con otras propuestas (115).
La tercera parte es menos metodológica y más orientada a la tarea teológica que trata de incidir en las transformaciones culturales. El punto de partida es la llamada a leer los “signos de los tiempos”. Dicha tarea se decide en relación con los “imaginarios colectivos” que el autor estudia con la ayuda de conocidos autores: Castoriadis, Habermas, Ricoeur y Taylor. Ward hace patente el carácter poiético de dicho imaginario, que no es sólo recibido, sino producido; la presencia de cierta jerarquía entre imaginarios más o menos establecidos; su porosidad, o facilidad de intercambios y contaminaciones entre ellos; y su carácter compartido o comunitario. La tarea teológica consiste entonces no tanto en presentar argumentos, sino en ofrecer una visión alternativa de las cosas, en grado de modificar nuestros deseos y aspiraciones (150).
Este análisis lleva al autor a una revisión de la categoría de “deseo” dentro de la fe cristiana, cuyo sentido es creativo y transformador. Ward confía en la fuerza de ese “imaginario cultural” cristiano para mejorar las condiciones sociales, en el sentido de ser capaz de cambiar la consideración pública sobre lo que es verdadero y justo, propiciando esperanza a través de la capacidad de la teología de negociar en el ámbito público con otros discursos y de infundir significados distintos desde su experiencia de “pasión”. Tal planteamiento retoma el carácter inevitablemente pragmático de la labor teológica, de su capacidad de negociar y de producir, guiada por una norma “eterna”. La misión descrita se caracteriza con el término de “apologética” (173), que en realidad implica un compromiso del discurso teológico en el nivel público, y por consiguiente una responsabilidad ante las exigencias de producción de la verdad capaz de fecundar dicha esfera.
Ward atribuye a la teología una misión mucho más ambiciosa en los difíciles contextos de la cultura contemporánea. Bajo su descripción, la reflexión cristiana se vuelve más afirmativa e incluso agresiva ante cosmovisiones rivales, en un ambiente en el que se percibe una competición por definir modelos de vida y proyectos de esperanza más vivos y fecundos. La cuestión es en qué medida la teología actual puede asumir ese desafío al que le emplaza Ward, en qué medida puede resucitar la pretérita apologética ante la desgana de las últimas décadas; o bien, en qué medida se encontrará el valor para afrontar retos que requieren un cambio generacional de la conciencia teológica y de la misión del teólogo.
Lo cierto es que la teología de las últimas décadas se distingue más bien por su relativa “pereza” a la hora de asumir los retos señalados, sobre todo porque se ha orientado a menudo desde modelos trascendentales e idealistas, que, como ya decía Metz a mitad de los años setenta, la tranquilizan y le hacen creer que todo va bien y que seguimos teniendo razón. Un desinterés hacia el diálogo con otros saberes y un desprestigio de la tarea apologética, incluso dentro de la teología fundamental, han marcado esta especie de “retirada gloriosa” de la teología hacia sus confortables reflexiones no afectadas por el marasmo ideológico y filosófico del ambiente postmoderno. Sería deseable que la lectura del libro de Ward pueda despertar conciencias y alentar una orientación distinta de la teología, también de la académica, donde la producción de tesis doctorales descuida a menudo estos temas más urgentes. ¡Ojalá cambien las cosas y la teología vuelva a concebirse como tarea de diálogo con la cultura ambiente y como negociación en la que defiende la verdad que salva!
El cuarto libro a comentar comparte hasta cierto punto las quejas que ha formulado Ward, pero su orientación es más práctica o institucional y se sitúa en un ambiente bastante específico: el de la academia anglo-americana y la evolución en su interior de la teología.
Gavin D’Costa es un teólogo de media edad que refleja en sus escritos una especie de cambio generacional o de cansancio ante la orientación que ha asumido la teología académica en los últimos años. La acusación se dirige una y otra vez al mismo motivo: la deriva secularizante de la teología y, en general, de las universidades cristianas. Su texto es un compromiso a favor de una inversión de tendencia: la recuperación de una teología confesional y asertiva, y la afirmación de una identidad diferenciada de las instituciones académicas cristianas, especialmente de las católicas.
Los seis capítulos con que cuenta el libro se dedican en buena parte a reconstruir el proceso histórico que ha llevado a esa erosión de la identidad teológica, de una capacidad de reivindicar la visión cristiana de las cosas en un ambiente secular. El análisis identifica varias causas de ese proceso de desgaste o de “secularización interna”. Una de las principales es la que, de forma general, ya había descrito años atrás M. Chaves: el desplazamiento del centro de gravedad, que antes era determinado por la dependencia de la autoridad religiosa, hacia una autoridad más secular y preocupada por razones económicas o puramente de éxito académico, que terminan por desplazar las prioridades religiosas.
El caso de la teología presenta sus propias características. Un motivo de contención es la competencia sintomática que ejerce la introducción de los llamados Religious Studies y que suponen un intento de objetivación disciplinaria del tema religioso, en detrimento de su tratamiento propiamente teológico, es decir, desde dentro de una comunidad de fe y de una experiencia creyente. La competencia se traduce a menudo en tensiones y en un desplazamiento de la teología fuera del ámbito objetivo de la Universidad, de la que algunos afirman debe ser desterrada, en aras de un acceso más científico a ese tema.
El caso que plantea D’Costa es importante y provoca una alerta en los teólogos que no comparten el programa liberal ni la comprensión de la academia como un ambiente en el que se debe renunciar a las convicciones religiosas. Por el contrario, el autor reivindica no sólo el derecho, sino el papel importante que la teología cristiana juega en dicho contexto. Un tal “manifiesto” conecta con otras llamadas contemporáneas en aquel ambiente a asumir una actitud más claramente afirmativa de la fe cristiana en diversos niveles de la vida social y cultural, como sucede por ejemplo, con el proyecto de John Milbank de la “Radical Orthodoxy”, un proyecto que converge en algunas ocasiones con el de D’Costa.
La convergencia se consuma en una cuestión de contenido: el modelo de teología católica que debe servir para reconquistar las posiciones perdidas es el tomista, que integra, según el autor, como ningún otro, las distintas dimensiones teóricas y prácticas y ofrece una base segura para la afirmación de la identidad de la teología católica en el contexto liberal y secularizado. Esta percepción se apoya también en los desarrollos más maduros de la filosofía de A. MacIntyre.
El libro ofrece además un amplio capítulo en que se reivindica la unidad entre la tarea teológica y la oración, de forma que se refuerce el sentido religioso o trascendente de la misión teológica. Otro capítulo ofrece un ejemplo de cómo los Religious Studies pueden asumir una dirección claramente teológica, en lugar de lo que suele ocurrir: que la teología se adapta al tono distante de los Religious Studies, sobre todo en lo que respecta a la “teología de las religiones”, un campo que conoce muy bien. Y el sexto capítulo indica una vía de mutua fecundación entre la teología y la nueva cosmología física, que está siendo probada en varios ambientes de la ‘teología y ciencia’. Un breve epílogo propone en su elocuente título que la Iglesia esté en el corazón de la universidad cristiana “proclamando la Palabra al mundo”.
Estos ensayos de D’Costa se inscriben seguramente en un ambiente de cansancio y de reacción frente a los excesos de la teología liberal y la inercia secularizadora que se ha vivido en muchas instituciones, y también en una parte de la teología que sentía un cierto complejo de inferioridad ante el desarrollo de disciplinas más prestigiosas, ante las que buscaba desesperadamente una legitimación venida a menos, interiorizando las visiones y prácticas de la ciencia secular, con lo que sacrificaba su identidad.
Considero conveniente prolongar sus argumentos con dos observaciones. La primera es práctica e institucional: el modelo de nueva universidad más católica o confesional ya existe en algunos países: se trata de las nuevas Universidades Católicas y de las llamadas Pontificias, en las cuales me inscribo yo mismo. En ellas se suelen mantener las exigencias que reclama D’Costa, de mayor eclesialidad e identidad cristiana. Lo que sucede es que no se puede tener lo mejor de dos mundos posibles: lo que se gana en un sentido, se pierde por otro, y en general lo que se pierde en estas otras instituciones es la capacidad de interactuar con la cultura y con las otras ciencias, pues se crea en nuestras universidades confesionales a menudo un ambiente tan informado por un pensamiento confesional que se vuelve sordo a las voces alternativas que se escuchan de forma casi exclusiva en otros ambientes fuera del control eclesial, y que no deberían ser desatendidas. Por supuesto que un profesor, y más un teólogo, en estas instituciones más eclesiales puede siempre asomarse al ambiente que se delinea en otros contextos académicos: basta pasar un par de semanas en las bibliotecas de las universidades seculares y visitar algunos congresos para percibir la “alteridad teórica” que no se tiene normalmente en la propia universidad católica. No obstante, la estructura de la universidad más eclesial fuerza otros vínculos institucionales que la vuelven a menudo endógena, y poco capaz de dialogar en serio con el mundo.
La segunda observación concierne el programa tomista tan aclamado por varios de los teólogos que capitanean la presente reacción al ambiente secular. Ciertamente me parece reductivo afirmar que ese sea el mejor modelo de interacción o el que consiente una estrategia más productiva para la teología ante los desafíos de hoy. Me da la impresión de que se quiere dar marcha atrás al reloj de la historia e ignorar no sólo la presencia de otras tradiciones católicas anteriores o posteriores a Tomás de Aquino, sino también las muchas ganancias que la teología ha tenido en siglos más recientes gracias a la interacción con otros saberes y paradigmas, y al abandono del marco metafísico aristotélico. Por mi parte considero importante preservar el pluralismo católico, que ha sido uno de los tesoros más valiosos de la identidad de nuestra Iglesia, y dejar abierta la competición sobre qué sistemas teológicos lograrán una mejor interacción con el mundo secular, que consienta la revitalización de las comunidades cristianas; el paradigma tomista debiera ser sólo uno de los posibles, no el único ni el mejor.
La última obra de nuestra revista tiene un tono diverso, quizás más en continuidad con la línea mayoritaria en la Iglesia de Inglaterra, al afrontar los desafíos de la nueva cultura en un ambiente secularizado. Se trata de una postura que quiere ser más equilibrada, evitando inútiles alarmas y describiendo un horizonte más esperanzado.
El libro se divide en tres grandes partes. Tras una introducción en la que se reivindica el carácter eminentemente práctico de la teología, la primera parte propone una revisión de diversos análisis disponibles sobre la relación entre Iglesia y cultura. En principio se plantea la cuestión de la credibilidad que merece la Iglesia en sus enseñanzas, o bien la cuestión de la legitimidad de su autoridad. Percy aboga por un modelo de autoridad menos doctrinaria, más abierta al pluralismo y al fomento de la creatividad; no sería tanto la necesidad de garantizar certezas, sino de nutrir una “pedagogía liberadora (P. Freire), lo que debería guiar su actuación. La autoridad eclesial de enseñanza se legitima no por su capacidad de impartir doctrina, sino de generar un discipulado creativo y capaz de responder de forma original a los desafíos del momento.
Esta primera parte contiene también un apartado descriptivo sobre la transformación del ambiente religioso, sobre todo en América, hacia lo que se denomina “consumismo religioso”. El autor discute algunas versiones de la teoría de la secularización, para postular una lectura de las cosas más compleja, que reconoce los cambios en la mentalidad de nuestros contemporáneos, pero que no prejuzga necesariamente sus resultados. La religión no es ya “asumida” sino más bien “consumida”; pero al mismo tiempo sigue siendo celebrada y constituye un momento que aglutina las sociedades e infunde esperanza.
La primera parte se cierra con una revisión de propuestas teológicas ante el desafío cultural: se rechazan dos extremos: el “deductivo” de Milbank y su Radical Orthodoxy; y el “reductivo” del profesor de Lovaina L. Boeve y su teología reflexiva en un contexto postmoderno. La tercera posibilidad se refleja en las propuestas inductivas de David Martin: reconstruir la tradición a partir de la experiencia que las ciencias sociales tematizan. Es interesante su postulación de una “eclesiología concreta”, contrapuesta a “idealista”, y por tanto más contextual y capaz de corregir los propios defectos y de asumir estímulos y los desafíos de la sociología, a la que debería poder responder.
La segunda parte ofrece una reflexión sobre el papel y misión de la teología en el contexto eclesial. Gira en torno a la incapacidad de establecer, en principio, una teología mejor o ideal, pues debe tener en cuenta desarrollos vividos y se configura como un “hábito de sabiduría crítico y reflexivo”, en expresión de Farley. El autor aboga por una orientación más “pedagógica” de la Iglesia, en el sentido ya apuntado de crear las condiciones en los fieles de una percepción crítica y creativa de la fe. La formación teológica debería tener en cuenta esta prioridad, para concentrarse más en la dimensión práctica y superar una idea de la teología abstracta e incapaz de generar respuestas ante los retos del presente. Este programa se concreta con instrucciones más de detalle en lo que parece una propuesta de currículo teológico, formulada por un Director de un Estudio Teológico, con cierta experiencia.
La tercera parte ofrece tres casos de estudio en lo que el autor aplica una metodología de análisis mixto: antropológico etnológico y de Cultural Studies, de tres realidades eclesiales: el conocido movimiento carismático Toronto Blessing, su apogeo y declive; el movimiento Reform dentro de la Iglesia de Inglaterra, surgido como una forma de resistencia ante las tendencias más liberales y disolventes; y una presentación del anglicanismo como “ironía y comedia”, es decir, un ámbito eclesial donde el sentido del humor se convierte en un componente central de su identidad y en un modo de afrontar las paradojas y límites de la fe en medio de las tensiones que marca el contexto actual. El autor entiende que ese método menos teológico, más culturalista, de análisis de las iglesias concretas contribuye de forma importante a una teología eclesial realista y adecuado a su programa de “compromiso de la teología con la cultura de hoy.
Esta última versión más “amable” y confiada de la Iglesia concreta ante los retos que plantea la cultura secular, sugiere un contrapunto respecto de presentaciones más alarmistas o que proponen una respuesta teológica más decidida y explícita a la crisis que se percibe. Ciertamente la crisis admite lecturas muy distintas y reacciones igualmente plurales. No obstante, conociendo las dificultades que atraviesa la comunión anglicana, y el alcance de la secularización empírica en aquel ambiente (que S. Bruce y D. Voas han expuesto), quizás cabía esperar una reacción teológica más vigorosa o en una clave distinta. Después de todo, es el propio Percy el que reivindica una teología más “inductiva”, es decir, más dispuesta a responder a los datos y estímulos que propone la sociología. Tengo la sensación sin embargo de que, o el autor selecciona los datos e ignora una parte de ellos, o bien considera la respuesta teológica en clave culturalista, liberadora e irónica suficiente y a la medida de los retos registrados.
En este caso, como en otros muchos, confiamos en que la selección natural decida cuáles son las respuestas teológicas más adecuadas ante un ambiente que se ha vuelto mucho más hostil. Como en todos los procesos evolutivos, las presiones del ambiente obligan a seleccionar entre cierto número de variaciones aquellas que a la larga se demuestran más adaptadas o resistentes a los cambios. La supervivencia se convierte también en este caso en el último criterio de validez de un modelo o estilo teológico.
La teología puede aprender mucho de las ciencias sociales si sabe usarlas adecuadamente, y no se somete simplemente a sus dictados. Para quienes el estudio de la sociología ha afinado la percepción teológica y ha incrementado el realismo en diversos tratados, creemos que la teología peca de ignorancia culpable cuando elude la confrontación con esos datos y teorías, pero al mismo tiempo, cae en la fascinación babilónica cuando no reacciona para proponer su propio proyecto de esperanza o acaba silenciando las vías de la trascendencia.
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