Oviedo Lluis ,
Recensione: G.R. Peterson, Minding God: Theology and the Cognitive Sciences,
in
Antonianum, 79/1 (2004) p. 171-173
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Sumario en espaņol:
La especialidad de ciencia y religión se enriquece con nuevos títulos que nos ayudan a explorar cada vez mejor un territorio difícil, aunque prometedor para ambas partes. A medida que crece el número de ensayos en esta área, se hace más patente la diferenciación de estilos y estrategias entre quienes practican un diálogo tan importante y necesario entre ciencia y teología. Fundamentalmente se divisan dos estilos: primero, el que parte de los datos de la ciencia, que se presentan como incontrovertibles, y tratan de adecuar las creencias religiosas, desarrollando quizás nuevas lecturas de la fe o de sus datos centrales; el segundo estilo, minoritario, parte de los datos de la fe, y desde ellos trata de asimilar lo más apto de la investigación científica, sin recortar los contenidos doctrinales. El actual establishment en el campo interdisciplinar de ciencia y teología en los USA asume de forma predominante el primer estilo, aunque se registran esfuerzos para converger con las ideas reveladas en la tradición judeo-cristiana.
El libro que nos ocupa no es una excepción en la tendencia general que se registra en América, aunque es al mismo tiempo una de las exposiciones sintéticas más claras y completas de los desarrollos en las ciencias cognitivas que repercuten en las convicciones cristianas, y al mismo tiempo representa uno de los esfuerzos de síntesis entre los datos teológicos y las orientaciones – a menudo sólo hipotéticas – que se reciben de dichas ciencias
La obra está dividida en cuatro partes. La primera explora las posibilidades generales de relación entre la teología y las ciencias cognitivas, y defiende el carácter positivo de las mismas como “datos de utilidad teológica”, una especie de nuevo locus theologicus. Esta primera parte describe igualmente la evolución y estado actual de nuestros conocimientos sobre la mente humana.
La segunda parte ofrece un recorrido a través de los grandes temas y debates que presiden la investigación sobre la mente: la conciencia, la identidad personal, los sentimientos, la libertad y la capacidad religiosa de la misma. Se repasan las diversas teorías y los grandes autores que han avanzado las principales tesis al respecto, y, sobre todo, se deducen las conclusiones más relevantes para la antropología cristiana. Tiene especial importancia la cuestión del alma, que se replantea a partir de las interpretaciones más notorias de la mente, entre el funcionalismo y el conexionismo; entre las visiones reductivistas y las emergentistas. El esfuerzo del autor por exponer las nuevas condiciones teóricas en las que se propone la cuestión son notorios, pero su resultado es un tanto indefinido, y oscila entre la necesidad de superar el dualismo cartesiano, y la voluntad de ir más allá del reduccionismo funcionalista, aunque teniendo en cuenta las aportaciones de la neuropsicología y el carácter aún misterioso de la conciencia. No obstante, el autor está convencido, y lo repite a lo largo del libro, de que la persona humana no puede ser reducida a su mente ni a su conciencia, sino que es un ser “incorporado” (embodied), y que la conciencia debe ser entendida dentro de ese contexto más amplio, un contexto que incluye también su ambiente externo (72, 91). Es interesante resaltar que para Peterson los procesos religiosos deben ser replanteados en el marco de las dinámicas cognitivas, que comprenden también aspectos emocionales, si se quiere obtener una comprensión realista de los mismos. Las conocidas investigaciones sobre estados religiosos intensos y las dinámicas cerebrales confirman una cierta correlación, aunque susceptible de todo tipo de interpretaciones. Mientras algunos toman el atajo reductivista, otros, de forma más teológica, ven en ello la inevitable encarnación de toda experiencia religiosa en el ser orgánico de la persona.
La tercera parte ofrece un repaso desde la perspectiva bio-cognitiva de dos grandes temas de la antropología teológica: la unicidad o exclusividad humana y su limitación. La comparación con otros mamíferos, en especial los recientes estudios de primatología, y con las formas más avanzadas de “inteligencia artificial”, ponen serias dudas a la pretensión humana de representar un privilegio en el conjunto de lo real. En ese sentido destaca un segundo rasgo en el tratamiento de Peterson: la necesidad de asumir la condición humana no de forma aislada, sino en una relación de parentesco con el resto de la naturaleza viviente (147, 150). Emerge asimismo una tendencia común en este ramo teológico: una visión más evolutiva de la realidad que implica, como señala la teología del proceso, al ser de Dios. Este argumento se hace más patente en la consideración de la limitación humana y natural, que obliga a releer la doctrina del pecado original en clave evolutiva y a asumir la solución de Polkinghorne – y que, de alguna forma, remite a Ireneo – sobre la naturaleza creada por Dios libre e incompleta, sumergida en el sufrimiento pero llamada a crecer.
La cuarta parte afronta otros dos grandes temas: la concepción del ser de Dios y el destino de la humanidad, sirviéndose siempre de los datos que las ciencias nos proveen para releer la tradición teológica. Como cabía esperar, la imagen panenteísta de lo divino se lleva la mejor parte, en correspondencia con el ambiente mayoritario en el diálogo ciencia-religión, deudor de la tradición de Whitehead. Una de las hipótesis que tratan de concretar más dicho modelo se sirve de forma analógica de la relación entre mente y cuerpo para figurar la relación entre Dios y el mundo. El autor aprovecha la ocasión para replantear la tesis del “diseño inteligente”, que avanzan en los últimos años algunos científicos. El balance parece un tanto insatisfactorio, pues se cae en una inevitable circularidad alrededor de lo qué entendemos por “inteligencia”. De todos modos Peterson se inclina a aceptar la representación personal de Dios, siempre que se amplíen los márgenes de nuestra comprensión de lo personal (201).
Las últimas páginas del libro repasan algunas hipótesis de evolución de la mente humana, tras constatar nuestra – al menos aparente – unicidad en el universo. Se mezcla en ocasiones el nivel científico con la ciencia-ficción, cuando se imaginan ciertos escenarios de inmortalidad cibernética, ante los que el autor muestra su insatisfacción, para suspender la cuestión del futuro entre un horizonte de trascendencia y los límites de nuestro conocimiento.
Vale la pena comentar algunas impresiones personales sobre la obra leída, que pueden ayudar a prolongar el animado debate en este campo, al que asistimos desde hace algunos años. En primer lugar, no está muy claro quienes son los destinatarios del libro; en ocasiones la impresión es que se intentan explicar las visiones teológicas a los científicos, para que éstos puedan integrarlas, aunque el tono general del libro es de alta divulgación de las ideas científicas que repercuten en la comprensión teológica tradicional. Parece que la dificultad de establecer un diálogo equilibrado es más que aparente, y que ciertas opciones, como se ha anunciado al inicio de nuestra recensión, son inevitables. La dificultad se incrementa cuando, en algunas ocasiones (69, 193), el autor muestra su decepción respecto de filósofos, o de científicos de áreas ajenas (Swinburne, Dembski, Behe), a causa de sus limitaciones en el campo biológico y cognitivo, cuando exponen sus teorías sobre el alma o el diseño divino. Es como decir que el diálogo interdisciplinar es casi imposible o que solo los científicos especializados tienen la última palabra en cuestiones tan complejas, y no tienen mucho que aprender de otros. Por lo demás, se echa en falta cierta profundización crítica en los intentos recientes de desarrollar una “ciencia cognitiva de la religión” (Boyer y otros), una línea de intersección entre cognitivismo y teología que se descuida.
El problema de fondo sigue siendo quién tiene la prioridad cognitiva en cada caso, y cómo pueden recibirse los nuevos conocimientos científicos – cuando son más que hipótesis – en el ambiente teológico, sin necesaria merma de los contenidos doctrinales, que hacen explícito el mensaje de salvación y la esperanza por la que apuesta Peterson repetidas veces. En todo caso harán bien los teólogos, especialmente los que se ocupan de antropología teológica y de teología fundamental, en leer este libro, pues constituye una de las exposiciones más claras de los múltiples desafíos que vive la fe en ese difícil interfaz con la ciencia. Nuestra convicción es que la teología tiene más que ganar que perder en dicho intercambio.
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