Oviedo Lluis ,
Recensione: PAUL WEINGARTNER (Hrsg.), Evolution als Schöpfung? Ein Streitsgespräch zwischen Philosophen, Theologen und Naturwissenschaftlern ,
in
Antonianum, 77/1 (2002) p. 175-177
.
Sumario en español:
La teología muestra cada vez más interés en los resultados de las ciencias empíricas y está aprendiendo a considerarlas un “locus theologicus”. Esta tendencia se ha asentado ya desde hace años con fuerza en el ambiente angloamericano, donde destacan una serie de autores y publicaciones en la nueva sub-disciplina: “ciencia y religión”.
En el ambiente continental todavía no puede hablarse de una auténtica “tradición” a ese nivel, aunque una cierta recepción de las cuestiones científicas – más bien de forma genérica – ya se dio con Theilard de Chardin, con Rahner y, más recientemente con Pannenberg. Sin embargo, los últimos años conocen una maduración interesante, como se comprueba en el número de congresos, asociaciones y publicaciones dedicados al tema. Todo parece indicar que se va forjando también en el ambiente teológico europeo una línea propia de investigación en ese campo, seguramente menos sujeta a la línea de la “teología del proceso”, que domina en muchos ambientes teológico-científicos más allá de las costas del Viejo Continente. Es del máximo interés seguir este desarrollo y sus frutos, por ahora muy prometedores.
El libro publicado por la prestigiosa editorial alemana Kohlhammer es una buena muestra de la dinámica en curso. Recoge las ponencias y discusiones de un congreso internacional celebrado recientemente en Salzburgo. Los autores representan un amplio espectro de disciplinas: filosofía y teología, ciencias físicas y biológicas. La obra recoge también, tras las ponencias, los coloquios entre los ponentes, lo que contribuye a una mejor percepción del estado de la cuestión y del pluralismo de las posiciones. Un resultado de una primera ojeada al libro es que los intentos de afrontar el impacto de las teorías evolucionistas en la visión cristiana de la creación, así como la reformulación de las relaciones entre el Creador y su obra, no pueden reducirse a un “modelo único”.
Una rápida revista de las diez ponencias se limitará a destacar los puntos que considero más relevantes para el estado actual de la discusión.
La primera aportación es de Otto Muck, con un título entre interrogantes: ¿Dos modos de explicación? Se sirve de la teoría de los paradigmas para describir la relación entre evolución y creación como dos “visiones del mundo” de carácter funcional y metafísico. El interés de su aportación estriba en la posibilidad de distinguir entre lo que afirma el credo cristiano y la metafísica que lo acompaña; mientras esta última no es más que una ampliación de lo confesado, que se sirve de ideas aristotélicas – entre otras –, que reflejan una cosmovisión estática, la fe en el Dios creador no tiene porqué excluir una concepción dinámica y evolutiva, una vez se la separa de su anexión a una determinada “Weltanschauung”.
El veterano filósofo Franz von Kutschera ofrece su visión del tema “Creer y conocer”. El autor plantea ante todo las dificultades modernas de acercar la experiencia religiosa y nuestra cognición de lo real. Tras señalar las limitaciones del conocimiento científico, muestra la aportación propia de la fe: descubrir el valor y sentido de lo existente.
Andreas Laun expone en su artículo “Anotaciones a la evolución desde la mirada de un teólogo” una revisión de la crisis en curso, y propone aclarar los términos de la relación entre teología y ciencia, para integrar mejor las aportaciones de la ciencia; para ello revisa la idea rahneriana de “Auto-trascendencia” y la “mística” de Theilard, y convoca a una profundización en la actividad interdisciplinar.
Es de gran interés el cuarto capítulo, firmado por Sigurd M. Daecke: “Creación como interpretación de la evolución y evolución como concreción de la creación”. El autor expone los tres modelos que han asumido las relaciones entre fe y ciencia: el de oposición, el de independencia e ignorancia mutua y el de síntesis, que más bien se ha servido de la teología del proceso. Ante la insuficiencia de este último desarrollo, se postula el recurso a las teorías del “diseño inteligente” y del “principio antrópico” para destacar mejor el papel del Creador y su trascendencia.
El autor inglés John Lennox titula su contribución “Cuestiones básicas en torno a la comprensión pública de la evolución y la creación”; ofrece un repaso de las posiciones más escépticas en el ámbito científico frente a la fe religiosa en el Creador; seguidamente evidencia los límites presentes en la teoría evolutiva, especialmente en el campo de la macroevolución y la cuestión de la “información” necesaria para orientarla, una idea que conjuga con la intervención de la “palabra” divina en cada estadio de la evolución natural.
Peter Mittelstaedt habla del “Significado del conocimiento físico para la teología”, y sugiere algunas consecuencias de la física cuántica para la reflexión cristiana. La más importante es que el incremento de contingencia que muestra esa teoría en los procesos microfísicos obliga a renunciar a una comprensión maximalista de la omnisciencia y la omnipotencia divinas (141). Las visiones cosmológicas y las que conciernen a las leyes y constantes naturales también tienen una clara relevancia teológica, en especial porque su explicación última remite o bien al “principio antrópico”, que puede resultar tautológico, o bien a los límites del conocimiento racional del cosmos. La teología es emplazada a posicionarse de forma más consciente ante estos desafíos y ante los “vacíos” que cada vez se van volviendo más definidos.
Los siguientes tres capítulos tienen una factura más científica, y muestran de forma compartida los límites de la ciencia ante la complejidad de los procesos biológicos, que no pueden simplemente ser explicados a partir de la casualidad y la selección.
En el último capítulo Paul Weingartner se pregunta por la “compatibilidad entre creación y evolución”, después del recorrido realizado por filósofos, teólogos y científicos. Con la ayuda de formulaciones lógicas llega a una conclusión en forma de “distingo”: sólo son compatibles si la creación no es concebida de forma estática sino dinámica y se reconoce un protagonismo a las causas segundas.
Un balance conclusivo nos obliga a valorar esta “reconquista” por parte de la teología continental de un espacio que parecía haber sido negado a ésta: la reflexión cosmológica a partir del diálogo con las ciencias. De este modo se comparte el trabajo que hace años desarrollan nuestros colegas del otro lado del Atlántico y se prospecta una ulterior maduración muy prometedora. Además, las reflexiones que se expresan en este volumen son de gran interés al menos en dos sentidos: ayudan a concebir mejor el ser de Dios más allá de los esquemas sustancialistas de una ontología que ya hacía agua por muchos lados; y, en segundo lugar, contribuyen a una mejor comprensión de la posición del ser humano en el cosmos. Seguramente hay una tercera conclusión que cabe anotar: la repetida conciencia de límites, vacíos e indeterminaciones en el mundo físico y biológico encuentra una posible correlación en la tradicional “teología negativa”: el conocimiento más profundo del mundo físico no siempre aboca en explicaciones racionales y suficientes, como el conocimiento teológico del misterio de Dios no agota su identidad. En consecuencia, sería bueno explorar la correspondencia entre el apofatismo de los científicos y el de los teólogos.
|