Oviedo Lluis ,
Recensione: Thomas M. Kelly, Theology and the Void: The Retrieval of Experience,
in
Antonianum, 77/3 (2002) p. 598-600
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Sumario en espaņol:
La teología presta mucha atención desde hace tiempo al tema de la experiencia; puede afirmarse que ha sido un punto de referencia obligado para una o dos generaciones. Muchos teólogos se han servido de dicha categoría para ensayar una nueva fundación más segura tras las crisis modernas, una vía que conectaba con sensibilidades filosóficas y culturales bastante precisas y que permitía proyectar una identidad distintiva al quehacer teológico. El problema ha sido siempre doble: primero: cómo articular lo indeterminado y amplio de la experiencia personal en categorías o en un lenguaje capaz de mostrar su sentido; y segundo: cómo salvar la necesaria conexión entre la experiencia plural y abierta y el carácter normativo y cerrado de la doctrina. En parte, no son sólo problemas teológicos, sino característicos de buena parte de la filosofía moderna, en especial de la fenomenología, y también de la epistemología científica, sobre todo en su aplicación a las ciencias humanas y sociales.
El ensayo que presentamos quiere afrontar una vez más esos problemas, a partir de un cuadro histórico particular, y de una exploración de algunas de las respuestas que el autor considera de mayor interés. La cosa se vuelve especialmente delicada en el contexto cultural en el que nos movemos, marcado por la cultura postmoderna y por el abatimiento de la mayor parte de las fundaciones teóricas, un proceso que afecta también a la teología y que la pone ante “el vacío”. Son cinco los autores que sirven a Kelly cómo punto de referencia para construir su narración. En primer lugar Schleiermacher, indiscutible pionero de toda “teología de la experiencia” y de su aprovechamiento con fines fundativos. Un segundo estadio lo constituye la crisis de tal modelo a manos de autores que se enmarcan dentro de la conciencia postmoderna: el filósofo de la religión Wayne Proudfoot y el teólogo “post-liberal” George Lindbeck, poco conocido en el ambiente europeo, pero sin duda uno de los más influyentes en el ambiente teológico angloamericano. Con ellos se constata la insatisfacción del modelo moderno de elaboración teológica de la experiencia y la necesidad de pasar a otras estrategias más acordes con los nuevos tiempos y el final del fundacionalismo. Para el primero, lo que cuenta es el lenguaje con el que se interpretan las experiencias o ciertas “emociones” que se consideran religiosas o con las que se afrontan situaciones-límite. Para Lindbeck, la vía “subjetiva” o “expresiva” debe dejar paso a otra cultural-lingüística, donde la teología se convierte en la aplicación de la gramática que nos ayuda a comprender el sentido cristiano de determinado tipo de experiencias.
Una ulterior posibilidad de hacer las cuentas con la difícil relación entre experiencia y lenguaje la ofrece el conocido crítico literario George Steiner, quien propone una vía de recuperación del sentido profundo de los textos leídos más allá de la crisis postmoderna, es decir, a partir de la vivencia del texto como expresión de una “presencia real” y que trasciende el texto mismo. El tono de su propuesta conecta claramente con la conciencia religiosa, aunque Kelly percibe en dicha maniobra de asentamiento del sentido de la obra literaria una nueva maniobra de funcionalización religiosa.
A este punto no queda más que volver a Karl Rahner, verdadero desenlace de esta historia, y protagonista de la posible rehabilitación de la experiencia como fuente de la verdad cristiana. El autor tiene razón en elegir a Rahner como uno de los que mejor han formulado la articulación entre la experiencia personal y la revelación divina, en clave de respuesta a una necesidad profundamente enraizada en el ser humano. Bueno, ciertamente no es el único que, sobre todo en ámbito católico, ha recorrido una vía similar. Los ejemplos de Schillebeeckx y R. Schaeffler son bastante significativos al respecto, aunque hay muchos más. Pero es cierto que pocos como Rahner han sabido plantear un esquema coherente en el que se conectan y encajan perfectamente los elementos que andaban un tanto sueltos tras las recientes crisis; nos referimos claramente al esquema de la filosofía trascendental y del sujeto. En la narración que ofrece Kelly, el desenlace tras varios intentos fallidos de reorganizar los vínculos entre experiencia, lenguaje y teología, nos lleva a redescubrir a Rahner como una especie de valor que pervive más allá de su propia época y de su propio ambiente; a redescubrir un clásico cuyas propuestas siguen teniendo vigencia para evitar “el vacío postmoderno”.
Es una forma de ver las cosas y de reconstruir la historia reciente de las ideas teológicas, pero una forma que probablemente no contentará a muchos. Hay que apreciar el rigor y la claridad con que se presentan los cinco autores estudiados, pero el planteamiento de fondo tiene sus inconvenientes. El primero y más obvio es el posible anacronismo en la construcción de ese cuadro histórico: tras la crisis fundacionalista en teología se aboga por un sistema filosófico-teológico que también había sido víctima de dicha crisis; o más todavía: el esquema trascendental puede considerarse como una de los primeros y principales afectados por dicha crisis. En todo caso su propuesta puede ser tomada como una de las posibles soluciones en un ambiente plural, como señala Fergus Kerr, a quien el autor cita (121). De todos modos, la cuestión de la relación entre experiencia, lenguaje y teología sigue estando abierta, y conoce multitud de soluciones (algunas han sido ya clasificadas, como en el ensayo de H. Frei sobre las formas de teología). Es inevitable entonces seguir investigando en conexión con la filosofía y las ciencias, seguir buscando posibles soluciones y ordenarlas. Por mi parte, creo que en ese conjunto es inevitable la inserción de una cláusula pragmática, como propone Lindbeck, que verifique en cada caso la pertinencia de las lecturas que la teología hace de la experiencia, pues no todas conducen al mismo resultado práctico ni todas ayudan a crecer a la comunidad cristiana. Es ese ancoraje práctico que señala Lindbeck al final de su conocido ensayo el que salva a la teología de su desazón postmoderna y de la sensación de vacío.
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