Oviedo Lluis ,
Recensione: BRUCE D. MARSHALL, Trinity and Truth,
in
Antonianum, 76/2 (2001) p. 339.-342
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Sumario en espaņol:
La prestigiosa editorial “Cambridge University Press” sigue publicando series de investigaciones teológicas de elevado valor científico, signo del compromiso que asume en favor de la reflexión cristiana y muestra de la relevancia que reconoce a dicha tarea. Al mismo tiempo conviene tomar nota del pluralismo que exhibe en su catálogo, en el que alternan autores de adscripción ideológica muy distinta, a los que une tan sólo el rigor de sus propuestas y de su elaboración teórica. Es una buena ocasión para agradecer la disponibilidad de la Editorial a proveer los textos que solicitamos desde hace años para recensión, una ayuda inestimable al diálogo entre especialistas.
El libro que presentamos constituye un caso especial, una obra que no puede pasar desapercibida, sobre todo en el campo de la teología fundamental y también de la trinitaria. El profesor americano Bruce Marshall nos ofrece un estudio conciso e innovador sobre la concepción cristiana de la verdad, a partir de una relectura de los desarrollos recientes en la filosofía analítica, que conduce a una recuperación de la fuerza veritativa o generadora de “verdad” del dogma trinitario. Las cuestiones que plantea son de gran calado, sobre todo porque, en primer lugar, suponen una revisión en profundidad de las estrategias fundativas modernas en la teología católica y protestante; después, sugiere una forma distinta y rigurosa de concebir las relaciones entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía; y, por último, replantea en una clave distinta el tema de la “actualidad” de la fe cristiana en el contexto contemporáneo y de la cultura académica. Vayamos por partes.
Ante todo Marshall ofrece una profunda revisión de los intentos modernos de proveer una fundación teórica a la teología, a partir de Schleiermacher. El problema estriba sobre todo en la dependencia epistemológica en que suelen incurrir dichos intentos, es decir, la necesidad de vincular la verdad cristiana a principios externos que puedan sustentar su validez. El autor se refiere a ese respecto a tres “tesis” o estrategias: la de interioridad, que justifica la fe en la medida que responde a una experiencia personal; la fundacionalista, que apoya las creencias cristianas en datos irrefutables o en convicciones generales e irrenunciables; y la dependencia epistémica, que sostiene que sólo se puede decidir sobre la verdad de lo confesado a partir de criterios externos a la fe (50). Estas tres tesis han sido decisivas en las propuestas de la teología moderna para justificar o afirmar la verdad de la doctrina cristiana, como se comprueba de forma paradigmática en Schleiermacher. A esa primera lista se añaden otras dos estrategias: la pragmática, que asocia la verdad creída a sus efectos prácticos para personas y sociedades; y la de correspondencia, que justifica la fe por su relación con la realidad.
Son muchos los autores que caen bajo la sospecha que levanta Marshall de un fundacionalismo dependiente o demasiado rendido a condiciones externas: junto a Schleiermacher, se cuentan por supuesto Ritschl y el resto de los “liberales”, y con ellos Bultmann, que no supera el test de la verdad de la “resurrección” (132 ss.); la estrategia de la “correlación” tampoco queda bien parada. La crítica afecta también a católicos como Rahner, por su perspectiva trascendental que acentúa una cierta “prioridad subjetiva”, aunque requiere de la Iglesia como intérprete de esa experiencia. Ogden y Tracy resultan sospechosos por su “universalismo armonizador”; la teología política y de la liberación, por su pragmatismo, la orientación hermenéutica por su incapacidad de determinar la verdad a nivel de las afirmaciones concretas. La lista puede prolongarse, pero parece ya clara la intención: una buena parte de la teología moderna no ha entendido que la vía que cualifica la verdad de una proposición o de una creencia no exige necesariamente el visado o las credenciales de filosofías ajenas, que aseguren un reconocimiento amplio de su plausibilidad.
En este punto entra en juego el argumento central del libro: la posibilidad de ofrecer una propia justificación de la verdad fundada en la misma doctrina trinitaria, sin que esa maniobra conduzca necesariamente – tras superar la Escila de la dependencia racionalista – a una caída en el Caribdis del fideísmo. La argumentación es compleja, pues se sirve fundamentalmente de la epistemología analítica reciente, en especial de Quine, Davidson, Frege y Tarski, entre otros. A grandes rasgos, la verdad cristiana se deduce de lo que la comunidad cristiana proclama en el contexto celebrativo como aquello que confiesa o que expresa su fe en último término, y no a partir de opiniones personales o de especulaciones teológicas. La confesión de fe trinitaria goza entonces de un estatuto de “prioridad epistémica”, a partir de la cuál se decide la verdad de toda otra afirmación cristiana, como una especie de “centro” en torno al cuál gira el resto, la marca de la “identidad cristiana” y el criterio de interpretación de todo lo demás (137). La base epistemológica sobre la que se apoya dicha conclusión se deduce sobre todo de las propuestas de Davidson en torno a la relación entre verdad y sentido, y la necesidad de interpretar las palabras de quien habla en el contexto de sus creencias y de lo que nosotros consideramos correcto. Es lo que técnicamente se ha dado en llamar “principio de caridad”, o intento de comprender al otro a partir de la suposición de una base compartida de verdad entre los interlocutores (94). Por consiguiente sólo se puede entender el sentido de las afirmaciones cristianas si se las sitúa dentro de lo que los creyentes consideran como verdadero en último término, y no por su dependencia de criterios externos (97 s.).
El problema de la posible recaída fideísta se resuelve de forma práctica con el recurso a la capacidad de asimilación, cuando todo hacía pensar que Marshall juega con un esquema autofundativo afectado por las aporías típicas de la autorreferencia. El teólogo plantea la necesidad de ofrecer razones de lo que creemos, que de todos modos deberán ser compartidas por nuestros interlocutores. Sin embargo ese buen deseo conduce tarde o temprano a un regreso infinito, que sólo se interrumpe en la medida que se afirman creencias últimas, algo común a todos; de hecho, sigue el autor, “si fuera fideísta quien sostiene creencias sin dar razones para ello, todas nuestras creencias serían irracionales” (142). Visto que ese camino no conduce a ninguna parte, conviene recorrer otro, que no renuncie a nuestras “prioridades epistémicas” y muestre al mismo tiempo el alcance de lo creído. La nueva estrategia apologética se expresa en la capacidad de nuestro “sistema de creencias” de “incluir y asimilar” ideas ajenas y nuevas a lo largo de la historia y del desarrollo doctrinal, lo que Marshall denomina “poder inclusivo” (147) y que puede ser ejemplificado en numerosas ocasiones y en relación con varias teorías o propuestas. El ejemplo que propone es la asimilación teológica cristiana del principio de elección de Israel. Es interesante esta recuperación de una propuesta que ya hiciera J.H. Newman (sin citarlo) a mediados del siglo XIX en sus conocidos siete criterios para la interpretación de los dogmas (An essay on the development of christian doctrine, 1845), un punto de ese progrma que, de todos modos, había permanecido un tanto “inactivo”.
La tercera cuestión de calado que afronta el libro se refiere al sentido de la fe cristiana en el contexto actual, o, en otros términos, a cuál sea la mejor lectura teológica de la doctrina que hemos heredado. El tema no está desarrollado de forma tan explícita, pero el autor nos da suficientes muestras de lo que podría ser su programa teológico en tiempos de crisis. Heredero de Lindbeck y de su famoso librito The Nature of Doctrine (1984), Marshall se siente capacitado para desarrollar un proyecto que apenas había sido auspiciado y que requería apoyos teóricos más sólidos. La teología que así se nos propone es plenamente intracristiana, o mejor aún “intratrinitaria”, en el sentido de una recuperación sin complejos de las afirmaciones centrales de la fe cristiana, tal como se ha decantado en la tradición antigua y medieval (especialmente en Tomás de Aquino) y en grado de mostrar la lógica interna o la coherencia que vincula las afirmaciones doctrinales, precisamente para evidenciar – cómo hace en el último capítulo del libro (242 ss.) – la imprescindible vinculación de la verdad a la Trinidad y al acontecimiento de la Resurrección de Cristo. La recuperación de esa dependencia sustancial, de la convicción de que la verdad, toda verdad, se apoya en última instancia en el Dios trinitario, dan a la obra de Marshall un tono de reivindicación consciente, que devuelve a la fe una prioridad frente a otras muchas propuestas de la cultura y de la ciencia.
El libro de Marshall constituye, sin duda alguna, una sana provocación para la teología de toda una generación, un aviso sobre las otras posibilidades de hacer teología sin poner en juego la propia identidad, ni perder el rigor o la conexión con el pensamiento contemporáneo. Ahí reside quizás uno de los aspectos más curiosos y quizás desconcertantes de su propuesta: la capacidad de servirse de filosofías claramente ajenas a la tradición cristiana, como son las de procedencia analítica, para reafirmar la prioridad epistémica de la doctrina trinitaria. En un artículo reciente, Marshall se refería a esa operación como una “conversión del agua de la filosofía en el vino teológico”. En términos generales nos encontramos ante un síntoma más del nuevo rumbo que está tomando la reflexión cristiana en los últimos tiempos, más llamada a reivindicar su identidad, menos a la defensiva y más afirmativa frente a las críticas modernas, algo que ya hemos visto en Milbank y su grupo, en Hauerwas, y también en algunos franceses, como Michel Henry.
Si bajamos a lo concreto, hay seguramente todavía mucho que madurar y un debate a emprender. En primer lugar no es fácil – para quienes nos hemos formado en otra tradición – entrar en la reciente reflexión analítica, que por lo visto, ha tenido también su “giro hermenéutico”, al menos al reivindicar la necesidad de reportar el sentido a las creencias. Todavía se echa de menos sin embargo el componente histórico y su protagonismo al decidir el sentido y la verdad; algo seguramente mucho más complejo de lo que nos plantea Marshall y de lo que alcanza a contemplar la filosofía analítica.
Leyendo esas páginas parece que tengamos que despedirnos de una de las ilusiones que hemos nutrido en la teología fundamental, al menos los católicos, desde hace bastante tiempo: la posibilidad de mantener abierto un diálogo o tensión entre las propuestas de la fe y una razón que no es nunca completamente externa a la misma, aunque la teología tampoco tenga derecho a apropiársela completamente o a monopolizar su interpretación, sobre todo tras las experiencias de abusos y fracasos históricos. Se trata de un tema que no está del todo claro en el libro de Marshall, pues el estatuto de la verdad o de la razón no tienen por qué plantearse como algo ajeno a la fe, dando así crédito a la estrategia moderna. Es esa forma moderna de entender la razón como algo enteramente autónomo respecto de la fe lo que no aceptamos muchos, aunque tampoco nos convence una excesiva identificación de la verdad o de lo razonable con la doctrina cristiana, como si esa verdad no pudiera crecer también fuera de las fronteras eclesiales, y como si no pudiéramos encontrar un terreno común en el que dialogar y aprender quienes pertenecemos a distintas tradiciones del saber.
Por el mismo motivo, no es muy convincente el modo en que Marshall interviene en el tema de la ciencia y su verdad, pues es innegable que esa tiene hoy un papel decisivo en el proceso que adjudica valor veritativo a nuestros conocimientos. De todos modos se apunta una vía que seguramente puede contribuir a resolver el problema: la del “poder asimilativo” de la fe eclesial. De este modo volvemos a pisar un terreno relativamente familiar, al menos para el catolicismo, que, como ya dijo Carl Schmitt a principios del siglo XX destaca precisamente por su capacidad de asimilar y adecuarse a cualquier ideología política, quizás todavía no muy consciente del problema que plantean los límites de esa versatilidad. Todo un reto y una tarea para la fe y para la teología fundamental del siglo XXI, que deberá mostrar una vez más su capacidad de asimilar verdades que se cuecen sobre todo en el ámbito científico, y al mismo tiempo preservar su identidad y prestaciones críticas.
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