Oviedo Lluis ,
Recensione: JÜRGEN WERBICK, Den Glauben Verantworten. Eine Fundamentaltheologie ,
in
Antonianum, 76/2 (2001) p. 343-347
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Sumario en español:
La teología fundamental registra en los últimos años una intensa producción bibliográfica, sobre todo en el campo de la manualística, lo que puede obedecer a una demanda editorial coyuntural, o bien a la maduración propia de la disciplina teológica más inestable, pluralista y abierta a una variada recepción y a nuevas elaboraciones.
El reciente libro de Werbick trasciende la categoría del simple manual, para convertirse en propuesta de un esquema y de una concepción diversa de la teología fundamental. Se trata de una toma de postura en el debate actual que marca la evolución de dicha materia, y de un intento de actualizar el diálogo apologético, sin alejarse por ello del marco en el que se inscribe su elaboración tradicional en el ambiente germánico. Como el mismo autor declara en la presentación de su obra, su proyecto quiere asumir la tensión entre una orientación que afirma los “fundamentos de la fe” y otra más apologética o dispuesta a responder a las objeciones que encajan las ideas cristianas, sin ignorar los límites de ambas empresas. Lo que parece claro desde el inicio del libro es la voluntad de superar el nivel de cierto “fideísmo” y “fundamentalismo” que rehuye el diálogo con la razón (XV), y de ir más allá del tono dogmático que algunos insisten en atribuir a la teología fundamental.
La obra es voluminosa pero bien ordenada; contiene una cantidad ingente de material, lo que hace imposible un repaso en profundidad de las muchas cuestiones abiertas. De todos modos trataré de ofrecer una visión panorámica, señalando algunos de los temas de mayor interés a los ojos del recensor o que conectan mejor con los debates en curso.
Werbick distribuye su teología fundamental en cuatro grandes tratados: los tres de la manualística clásica: religión, revelación e Iglesia, a los que añade – como novedad – el de “salvación”. Todos ellos son presentados como “casos discutidos” (Streitfall) o “cuestiones” que requieren un planteamiento crítico y una respuesta. A ese programa básico se añaden tres “reflexiones intermedias” y una final, en las que se afrontan temas de especial relevancia: la relación entre fe y razón; el lenguaje de la fe; fe y sentido; y la tensión entre definitividad y provisionalidad de la verdad cristiana. Cada uno de los cuatro tratados se subdivide en cinco apartados: una exposición de la crítica de que han sido objeto en la historia moderna, y cuatro puntos en los que se desarrolla la respuesta adecuada, siguiendo los criterios de “cercioramiento” que el mismo autor ha preparado. El programa responde a la voluntad de afrontar el punto central de la crítica religiosa moderna – sobre todo funcionalista: la objeción contra la incondicionalidad de las creencias cristianas. Las cuatro perspectivas en las que despliega su estrategia se refieren a: la manifestación inmediata de lo religioso, su mediación subjetiva, su constitución trascendental como condición de posibilidad de lo humano, y a su carácter absoluto (70-75).
El primer tratado – religión – afronta con lucidez y competencia las principales objeciones que se formulan desde inicios de la modernidad contra la fe religiosa. Especial énfasis reciben las críticas procedentes de Nietzsche y del funcionalismo (Luhmann), pues el autor considera que recogen las objeciones más sólidas e importantes ante las que se mide cualquier pretensión religiosa: las que apuntan a su carácter proyectivo o dependiente de intereses personales o sociales. La teología fundamental asume entonces como su principal tarea mostrar la naturaleza absolutamente incondicionada de la realidad que determina la experiencia religiosa. Para ello se proponen – siguiendo el esquema indicado – cuatro vías: la primera asume lo religioso como la “relación con el Otro capaz de fundar una identidad” (81); la segunda explora la tensión veritativa entre subjetividad o autoafirmación y alteridad; la tercera expone la dinámica del reconocimiento mutuo y sus exigencias, que trascienden el marco de la mera intersubjetividad humana, incapaz de fundar lo incondicionado (más allá de Levinas) (124 ss.), para recuperar el tema de Dios como “condición de posibilidad” de la dinámica de reconocimiento; la cuarta y última se plantea la verdad de la relación con el Absoluto, lo que requiere a su vez una criteriología que permita cualificar ese “absoluto” (149 s.).
De gran interés es la primera reflexión intermedia, en torno a la relación entre fe y razón (185-224), un tema que, tras la encíclica Fides et ratio, debería entrar inexcusablemente en todos los tratados de teología fundamental. El recorrido propuesto parte de la idea de opcionalidad de la fe, lo que determina la búsqueda de “buenas razones para creer”. Pero con ello se hace inevitable la cuestión de la “racionalidad”, que el autor plantea con el recurso a la actual epistemología anglosajona (especialmente Quine) y sus formas de cualificar un procedimiento como “racional”, una estrategia que parece haber contagiado recientemente a autores alemanes, como a Dalferth y Kreiner. El autor sin embargo muestra su insatisfacción ante esa vía e intenta salvar el contenido veritativo de la fe frente a unos criterios racionales afectados por una insuperable provisionalidad y a una constitución reticular de nuestros conocimientos que, de todos modos, también está necesitada de estabilidad y apoyo. Para ello ofrece un argumento entre trascendental y fenomenológico que plantea la vinculación entre verdad y la capacidad de responder a la exigencia humana de “dignificación” (Würdigung) (207), una pretensión que implica la no-reducción del sujeto a otras instancias, y resuelve a nivel personal o subjetivo la cuestión de la racionalidad – o mejor, de la verdad – de la opción creyente, con la necesaria referencia a una realidad incondicionada, o – dicho en términos teológicos – a una instancia salvífica. La cuestión extremamente difícil del grado de certeza de esa opción se aborda en contraste con el minimalismo del planteamiento epistemológico, que se conforma con la “todavía no superación”, y el maximalismo de Verweyen, que reclama un nivel de certeza que elimine todo asomo de “fideísmo” (221). Entre la perspectiva que vuelve inevitable un cierto nivel de inconmensurabilidad y la que despotencia la exigencia de optar y el papel de la gracia, Werbick apunta a la capacidad argumentativa de la teología fundamental y a su contribución a “neutralizar la hermenéutica de la sospecha” (224) para facilitar la opción creyente.
El segundo tratado en el esquema germánico que adopta Werbick es el de revelación. También en este caso se aplica el mismo esquema: un primer apartado en el que se revisan en profundidad y con rigor las distintas críticas que durante la modernidad ha recibido la idea de revelación, en especial los contrastes con las formas de religión natural o racional. Los siguientes apartados exponen los argumentos teológicos que fundamentan la idea cristiana de revelación: en sí misma, frente a los límites de la razón y más allá del fundamentalismo o de una concepción juridicista; desde el punto de vista subjetivo, a partir de la experiencia de “palabra interior”; en su dimensión trascendental, para plantear la actuación de Dios en la historia; y desde su carácter absoluto, para revisar el complejo tema de las pretensiones cristianas de absoluto en relación con las otras religiones, donde el autor se decanta claramente hacia una postura pluralista y traduce nuestra referencia a lo absoluto en una especie de reclamo al encuentro y reconocimiento de las otras tradiciones religiosas (390).
La segunda reflexión intermedia se ocupa del “lenguaje de la fe” (405-423). Curiosamente no es un repaso de la perspectiva analítica sobre el lenguaje religioso, que tanto ha dado que hablar en el siglo XX, sino que presenta más bien una visión de tono hermenéutico sobre la capacidad teológica de traducir lo revelado, en referencia a las “imágenes”, y a la dialéctica entre apofatismo o iconoclastia (en sentido amplio) y la reivindicación expresiva de las imágenes.
El tercer tratado se titula “Salvación” y es una especie de “cristología fundamental”, a mitad camino entre la revelación y la eclesiología. El capítulo inicial expone la problemática, en primer lugar intrateológica: la que se refiere a la oscilación entre salvación como expiación de los pecados, y salvación referida al sufrimiento humano, una distinción que el autor considera necesaria y operativa. A ello se conecta una parte de la crítica secular al sentido cristiano de salvación, en particular el Abbé Meslier; un debate superado por las otras concepciones modernas de salvación que prescinden claramente de su contenido teológico. Los capítulos sucesivos ofrecen la visión teológica: en primera instancia, la teología fundamental de la salvación se replantea en profundidad su sentido expiativo y la misión de Cristo como rescate de la negatividad humana; desde la perspectiva del sujeto, como revisión de la idea de pecado y sacrificio; en sentido trascendental, se expresa la soberanía divina como condición de posibilidad de una verdadera liberación, reconciliación y rescate de las víctimas; y en sentido absoluto, como promesa de una libertad y vida definitivas.
La tercera reflexión intermedia está dedicada a la relación entre fe y sentido (631-653) y plantea el vínculo entre sentido y verdad, el conflicto de las interpretaciones – últimas – y la exigencia del testimonio eclesial.
El cuarto tratado – de Iglesia – recoge en su primer capítulo las objeciones contra la credibilidad de la institución eclesial, partiendo de las polémicas que se registran desde la antigüedad contra Roma. Las respuestas siguen por el mismo orden de los tratados anteriores: la Iglesia se reconoce ante todo en su precedente del “Pueblo de Dios”, que se somete a un proceso de institucionalización, y está llamada a perseverar en su misión de testimonio y diaconía, evitando la tentación de definitividad. Desde el punto de vista del sujeto, el ser de la Iglesia se vive en la dimensión de la comunidad, lo que conduce al autor a replantear en tono polémico las relaciones entre comunión y autoridad, y a criticar la impuesta exclusión femenina de los ministerios (765). Desde el punto de vista trascendental, el ser Iglesia se comprende como condición de posibilidad de una verdadera comunión, lo que da de nuevo ocasión para retomar el debate en torno a la jerarquía y la participación, que Werbick resuelve desde la prioridad que concede al principio “comunicación” (tal vez sobre el de “organización”). El aspecto “absoluto” eclesial se revisa bajo el epígrafe de “Iglesia como sacramento”, que refleja la tensión entre lo relativo de la institución eclesial y lo absoluto de su mediación.
La última reflexión, sobre “lo definitivo y lo provisional” (847-867) tiene también un tono polémico y discute los criterios que determinan la validez definitiva de las enseñanzas del Magisterio (especialmente tras la Ad tuendam fidem), para reivindicar un mayor consenso teológico y las posibilidades de nuevas formas de testimoniar la verdad. La teoría clásica de los loci theologici de Melchor Cano presta en ese contexto un buen servicio.
Seguramente la teología fundamental de Werbick no pasará desapercibida en los círculos dedicados a esta especialización teológica. No sólo por su tamaño y por la novedad de su esquema, sino sobre todo por su carácter a menudo polémico. En un sentido positivo, en cuanto asume muchos debates pendientes con las objeciones que acumula la cultura y la crítica actual. Lamento sólo que a ese nivel algunos de los debates hayan sido dejados afuera, como el que concierne la relación con las ciencias naturales, o con las cuestiones historiográficas. Un juicio menos laudable – desde el punto de vista del recensor – merece la asunción de dicho tono en otros apartados del libro, sobre todo en lo que respecta a las cuestiones eclesiológicas. Considero que la función de un manual es exponer de manera imparcial las distintas posiciones que suscita un tema, evitando pronunciamientos personales, en especial cuando se trata de cuestiones muy candentes.
Puestos de todos modos a debatir, la visión de Werbick aporta una especie de síntesis de la “conciencia teológica católica” liberal o progresista en ambiente germánico, lo que es de gran utilidad, aunque no deja de ser una perspectiva parcial y perfectamente datable, es decir, representa una sensibilidad común a una generación y contexto, que también es objeto de revisión por parte de quienes siguen detrás. En primer lugar, las posiciones pluralistas que defiende el autor en lo que respecta a la relación con las otras religiones tropiezan con demasiados escollos, como se ha vista en la discusión reciente. En concreto, no se resuelve de forma convincente la reivindicación de absoluto y la mediación de lo incondicional con la relativización que en ese contexto y en otros se apunta. La apuesta por el paradigma de la comunicación como mejor representación del ser eclesial revela demasiadas fisuras, en especial por su falta de realismo y de atención a las cuestiones organizativas. Ese mismo límite afecta a sus juicios sobre la jerarquía y el magisterio; de hecho el problema de las relaciones entre magisterio y función de la teología en el nuevo ambiente social y cultural son mucho más complejas y requieren una reflexión más madura, que incluya la inexcusable necesidad de certezas y la orientación de la demanda religiosa.
La teología de Werbick se inscribe conscientemente en la tradición trascendental-idealista, que tantos frutos ha dado en el último siglo. Hoy sin embargo se vuelven cada ves más patentes algunos de sus límites, en especial por su falta de atención a la evolución de la conciencia religiosa en el campo empírico. Persisten enfoques y fijaciones, sobre todo en el ámbito eclesiológico, que no favorecen la expansión de la Iglesia, ni la superación de sus crisis. Es lógico entonces que algunos sectores católicos (y no sólo) se sientan ajenos a tales propuestas, e incluso desconcertados por algunas tomas de postura, como el mismo autor reconoce en la introducción al libro, pues se acaba por asociar la tarea de la reflexión fundamental de la fe con una especie de rendición a los discursos que más la erosionan. La teología se enfrenta entonces a uno de sus dilemas más difíciles, a paradojas y desgarros dolorosos, si no es capaz de volver a sintonizar con la más amplia sensibilidad eclesial y con las demandas religiosas del momento, que se expresan en claros síntomas de revitalización de algunos grupos y orientaciones. Cabe preguntarse entonces si no es posible hacer una teología fundamental en clave de “diálogo apologético” que no caiga necesariamente en esos límites, que pueda al mismo tiempo reivindicar la verdad y razonabilidad de la fe, y servir a la Iglesia real.
Por suerte esta es sólo una parte de la historia, que el mismo autor nos provoca con sus énfasis innecesariamente polémicos. La mayor parte del libro es de extrema utilidad; contiene un material inestimable a la hora de replantear el diálogo apologético; da indicaciones muy valiosas para confrontar objeciones seculares, resalta particularmente el virtuosismo de su discusión con Nietzsche; y lo que a mi juicio es más importante, plantea temas a menudo excluidos de la manualística reciente y aporta un contrapeso significativo a las tendencias demasiado dogmáticas o “intrateológicas” que caracterizan la deriva de esta especialidad académica.
Otros lectores tendrán que hacer su propio balance, entre los innegables méritos de una obra que culmina seguramente una carrera académica, y los límites que probablemente a otros muchos no parecerán tales.
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