Oviedo Lluis ,
Recensione: WILLIAM A. DEMBSKI, Intelligent Design: The Bridge Between Science and Theology,
in
Antonianum, 75/4 (2000) p. 767-769
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Sumario en espaņol:
Las relaciones entre ciencia y teología atraen en los últimos tiempos el interés de los especialistas, dando lugar a una copiosa producción bibliográfica y a una mejor exploración de los territorios comunes a ambas disciplinas, más allá de la mutua ignorancia o exclusión. Seguramente entre los temas más calientes se encuentran las cuestiones cosmológicas, en torno al origen y estructura de lo real en relación con la voluntad divina, y –de forma más específica– la tensión entre el evolucionismo y las propuestas de una “creación intencionada”.
Para quienes no estén familiarizados con estos debates, basta recordar que en los últimos años asistimos a un enfrentamiento bastante duro entre divulgadores científicos defensores de una interpretación restrictiva del principio evolutivo como única explicación de lo real (R. Dawkins figura sin duda alguna entre los más acreditados miembros de ese partido, así com D. Dennett) y quienes consideran insuficiente la explicación biológica, sea desde una perspectiva científica general –no comprometida con la fe cristiana– como es el caso de las obras recientes de Richard Lewontin, It Ain’t Necessarily So; y de Anthony O’Hear, Beyond Evolution; o bien desde una perspectiva más confesante que reclama la presencia del diseño creador, como es Michael J. Behe, Darwin’s Black Box; o de forma más explícita la obra que comentamos de Dembski, la exposición más coherente y orgánica que conozco sobre el argumento del diseño divino de la realidad.
La obra se divide en ocho grandes capítulos. Al inicio el autor plantea las cuestiones axiológicas en torno al valor cognitivo de los “signos” en medio del acontecer general, como indicaciones sobrenaturales que ayudan en la toma de decisiones. Un signo puede ser asociado a un “diseño inteligente” si es complejo y específico, es decir cuando reune una multitud determinada o ordenada de elementos, cuyo acontecer no puede ser explicado de otro modo, o de forma casual. La intención de Dembski es recuperar la “lógica premoderna de los signos”, más allá de la cerrazón reductivista moderna, lo que permite revelar la presencia del diseño, sin por ello minar el rigor de la ciencia (47). Desde esa perspectiva se pueden tender nuevos puentes entre las dos formas de conocimiento –científico y teológico– y dar razón de la constitución de lo real sin exclusiones.
El segundo capítulo contiene una crítica del rechazo moderno de los milagros –los signos por excelencia. El naturalismo de Spinoza y Schleiermacher son objeto de profunda revisión, pues presuponen un mundo cerrado, que funciona exclusivamente a partir de unas reglas naturales, y que habiendo sido fijadas por Dios, no podrían ser violadas por El mismo con intervenciones extraordinarias. Esa representación del mundo es parcial e ignora una buena parte de los procesos que en él acaecen.
El tercer capítulo sigue el repaso histórico para revisar la teología natural inglesa y sus intentos de ofrecer una visión coherente de la realidad y del factor divino, antes de Darwin. La objeción principal a esa lectura de las cosas es que al asociar la voluntad divina a la ley natural, evitando las intervenciones intencionales y temporales divinas, se dio un paso hacia el agnosticismo, que simplemente podía permitirse prescindir de la idea de un agente organizador original. Para Dembski el problema estaba mal planteado, pues se partía de un prejuicio naturalista, es decir, que excluía en principio la idea de diseño inteligente, o bien asociaba la intervención divina sólo a los signos milagrosos o extraordinarios, ya desprestigiados. En cuanto se separa la cuestión del diseño de la de los milagros –ambas son formas de actuación divina– entonces estamos en condiciones de reconocer el diseño en el mundo biológico.
Los tres capítulos siguientes constituyen el núcleo teórico de la obra; en ellos se despliegan las bases para un estatuto científico del concepto de “diseño inteligente”, que se propone como una cura del naturalismo y sus clausuras, pero también como una superación del “evolucionismo teísta” incapaz de reconocer el diseño que subyace en el ser vivo. El autor aporta toda una construcción teórica basada fundamentalmente en la teoría de la información para mostrar cómo funcionan los criterios de “complejidad y especificación” y en qué medida se detecta la presencia del diseño inteligente. En síntesis la vida sólo puede ser explicada a partir de una fuente de información externa, que a su vez sólo puede ser comprendida en términos de información, es decir de complejidad especificada, que revela un diseño.
Desde el punto de vista teológico plantean un mayor interés los dos últimos capítulos, en los que se propone un diálogo interdisciplinar entre ciencia y teología. En primer lugar el autor ensaya un modelo de interdisciplinariedad que supera tanto las visiones habituales del mutuo aislamiento o del inevitable conflicto o incompatibilidad; pero también va más allá de una idea de complementariedad estéril. Su propuesta es la del “soporte epistémico mutuo”, es decir, una relación en la que la ciencia puede ofrecer buenos motivos a la teología para desarrollar sus interpretaciones, y al revés, sin caer en la “compulsión racional”, que fuerza las cosas al intentar aplicar los resultados de una disciplina a otra de forma inefectiva. Sobre esta base Dembski sugiere en qué modo la teología puede enriquecer o fecundar la elaboración de la ciencia, y en qué medida la ciencia da un contenido más concreto a la teología de la creación, mostrando el diseño que la penetra y la fecunda. El caso del funcionamiento de la mente humana y el debate en torno a la misma, sirve como ejemplo a la hora de aplicar dicha visión. El examen de la mente revela en efecto la existencia de un diseño inteligente, más allá de cualquier intento de reduccionismo, que fracasa ante la evidencia de los datos disponibles. El mundo se convierte así en “inteligible” y la teología del Logos asume un nuevo significado y dignidad, gracias a la inestimable aportación de las ciencias, que en este caso no funcionan como factores de erosión de la fe, sino como ayudas para desentrañar el misterio de la acción creadora divina.
El libro de Dembski es un intento audaz e inteligente de insertar el discurso científico en el teológico, sin forzar los vínculos o precipitar las deducciones. El diseño no es sinónimo de “providencia”, ni la biología puede ser requerida para hacer profesión de teísmo; pero la reflexión cristiana cuenta con más medios para responder al problema crítico sobre cómo se combina la nueva representación científica y la teológica de lo real, lo que seguramente exige ulteriores desarrollos.
Con esta obra se enriquece notablemente esa especie de nueva disciplina o especialidad teológica que nace en los últimos años del acercamiento e interacción entre ciencia y teología, un campo prometedor, pero al mismo tiempo de cierta madurez, que debería enriquecer el curriculum teológico. Es muy edificante para los teólogos europeos el coraje o valor de nuestros colegas americanos al afrontar temas que han sido francamente descuidados en la producción teológica continental, no se sabe si por temor y complejo ante el mundo científico, o si por desprecio hacia el mismo, cuando nos hemos instalado en paradigmas de pensamiento idealista y trascendental que nos resultan mucho más cómodos y seguros. Sin embargo tengo la impresión de que en buena parte el futuro de la teología se juega en ese campo de diálogo difícil, riguroso y exigente entre la fe reflexiva y las ciencias. En la medida en que la fe cristiana apuesta por la razón, como reafirma la reciente encíclica Fides et ratio, en esa misma medida no puede eludirse el encuentro con la razón en sus formas más reconocidas, como es la ciencia en sus múltiples formas. Esperemos que el libro de Dembski ayude a madurar ulteriormente un diálogo interdisciplinar difícil y arriesgado, que la fe no puede ignorar sino es al terrible precio de su propio desgaste.
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