Oviedo Lluis ,
Recensione: A. Torres Queiruga, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora ,
in
Antonianum, 74/2 (1999) p. 350-353
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Sumario en español:
La interpretación del cristianismo en nuestro momento histórico debe hacer las cuentas con un ambiente cultural y una nueva sensibilidad que condicionan inevitablemente nuestra percepción de lo divino. Asistimos a procesos en la formación de la conciencia religiosa moderna que en ocasiones pueden ser interpretados como maduración o progreso y otras como fenómenos regresivos. El desafío que desde siempre afronta la tarea teológica es el de mostrar en el ambiente que le es contemporáneo el significado siempre actual del mensaje evangélico sobre el Dios de Jesucristo.
Esa es la tarea importante y necesaria que emprende el reciente ensayo del teólogo español Andrés Torres Queiruga, quien constata la inadecuación de una parte de los discursos y prácticas cristianos a las nuevas circunstancias. De ahí la necesidad imperiosa de superar algunas incoherencias y de presentar nuestra comprensión del Dios de Jesucristo y de su relación con la humanidad mirando a las personas concretas de nuestro mundo, para ayudar a todos en su camino de fe. La "teología de la creación" es el ámbito más apropiado para llevar a cabo dicha tarea, pues su estudio puede ofrecernos las claves para una mejor comprensión de las relaciones entre la divinidad y el mundo creado, del que los humanos somos la parte más implicada.
La obra se divide en dos secciones: la primera, titulada "Fundamentación", plantea los déficits de algunas de las visiones populares de la religión y del modo divino de intervenir en la historia, para proponer un modelo más encarnado y de continuidad con la acción humana; la segunda parte, dedicada a las "Aplicaciones" repasa tres grandes temas prácticos: la cuestión de la autonomía moral, el problema del pecado y la culpa, y la superación de la oración de petición.
La "Introducción" es importante pues plantea las cuestiones del desfase histórico-cultural que, según el autor, sufre la representación actual de la fe en muchos ambientes. Además reclama un nuevo estilo teológico que proponga en términos claros el imprescindible cambio conceptual, para lo que invita a la aportación de todos en una tarea de inaplazable renovación teológica.
La primera parte está dividida en tres capítulos. El primero recoge la confesión del símbolo cristiano “Creo en Dios, creador del cielo y de la tierra”. Se trata de replantear el sentido de lo religioso, más allá del dualismo sacro-profano y en clave universalista. La reflexión filosófica primero, y la teología después, señalan la necesaria diferencia y unidad que constituye la relación entre la persona y Dios, resultado de un proceso de reflexión que ha tenido que superar otras concepciones alienantes o visiones ancladas en aspectos veterotestamentarios del Dios tremens, hasta llegar al Dios de Jesús sentido como Padre.
El segundo capítulo “Dios crea por amor” intenta superar los residuos de la mentalidad que percibe a Dios como rival, para recuperar al “Dios de la vida”, que potencia todo lo que hay de positivo en toda existencia (88), en su identificarse con las personas concretas y con las experiencias más sublimes y humanas, como la del amor. Dios pasa a ser entonces el “Poeta del mundo” o el “Gran Compañero” (96-100), lo que lleva a concluir con las palabras de Bernanos: “todo es gracia”, es decir, toda la existencia humana se vive bajo la presencia e impulso benéfico del Dios Padre que cuida de todos y, sin contravenir las leyes de la naturaleza, se hace presente también en la dificultad y el dolor de forma eficaz.
El tercer capítulo se titula “Dios crea creadores” y ofrece una teología de la relación entre la acción divina y la acción de la criatura que no entorpece la libertad personal ni menoscaba la voluntad salvífica de Dios. La propuesta es de tipo trascendental: Dios se percibe como la condición de posibilidad del ejercicio humano libre y bondadoso. En las palabras del autor: “Dios actúa en la misma acción de la criatura” (114); “el influjo de Dios consiste en hacer posible y sostener la libertad” (116). Desde esos principios Torres Queiruga apunta a una orientación creadora de la libertad humana que se afirma en la propia actuación y allí aprende a descubrir la misteriosa presencia de Dios que empuja a los humanos hacia su realización, “sin concurrencias ni servidumbres” (127). De este modo la humanidad se convierte en “co-creadora” con Dios, llamada a descubrir su presencia ausente “desde Dios y con El” (150), es decir reconociendo que Él acompaña y apoya nuestros esfuerzos y luchas.
La segunda parte presenta tres aplicaciones a partir de la fundamentación propuesta. La primera de ellas se refiere a la relación entre religión y moral y al problema de la autonomía frente a la heteronomía. El autor apunta a una superación del equívoco que ha llevado a identificar religión y moralidad, con sus perniciosas consecuencias. La conciencia moral -afirma- nace de la “condición simplemente humana” (173), no de la opción religiosa; ahora bien la “teonomía” supone una síntesis superadora de los riesgos de la autonomía y de la alienación heterónoma: “la ley de su ser [persona humana] y la voluntad de Dios sobre ella son una sola e idéntica cosa” (178), lo que da al cristianismo un protagonismo en el diálogo público y hace de la fe una ayuda y compañera en el esfuerzo moral.
La culpa, el pecado y el perdón son objeto de la segunda aplicación. El autor emprende un repaso a la crisis actual y enfoca el “cambio de paradigma” que se deduce en la nueva sensibilidad, tanto respecto del pecado como de la culpa, desde el horizonte filosófico y teológico. El análisis desemboca en la percepción del sentido religioso de la culpa, que fundamentalmente nos remite al Dios del perdón y que nos ofrece siempre su ayuda.
La última aplicación lleva el significativo título: “Más allá de la oración de petición”. Se presenta como una especie de “piedra de toque” de la teoría expuesta. Tras una introducción en que se expone el alcance del problema, Torres Queiruga reivindica el valor de la oración como experiencia y percepción de la cercanía del amor de Dios siempre activo, no como una exigencia de ayudas puntuales, una visión que defiende en tono polémico frente a otros argumentos, incluso bíblicos. Más allá de toda petición que nos remite al Padre, “Dios está ya con nosotros” (290) y nos ayuda siempre.
La valoración de la obra es muy positiva, fundamentalmente por dos motivos: en primer lugar es una toma de posición valiente que afronta problemas de los que muchos teólogos son conscientes pero pocos se atreven a hablar, lo que por fin da ocasión a un diálogo de interés para todos. En segundo lugar el estilo claro, conciso y accesible a todos acerca el discurso teológico al gran público sin perder por ello profundidad y relevancia, algo que ciertamente se debe al oficio de teólogo maduro y de profesor cercano que se descubre en Torres Queiruga. En cuanto al contenido, el autor aporta una visión afirmativa y gozosa de la presencia del Dios-amor en la historia personal y colectiva, un planteamiento necesario frente a muchos de los reproches ateos de los últimos siglos.
Seguramente el autor no se conformaría con estos elogios debidos, y sería una pena no aprovechar la ocasión para entrar en el dialogo que tanto reclama y agradece. Estando el recensor implicado en la mista tarea, no puedo evitar algunas consideraciones al hilo de las interesantes propuestas recogidas en su libro.
En primer lugar la cuestión de fondo sobre la adecuación del mensaje cristiano a la nueva sensibilidad no debe descuidar la complejidad y las múltiples circunstancias que determinan las posibles soluciones. Por ejemplo, los estudios empíricos no parecen dar razón a muchos de los temores que el autor expresa desde el inicio de su libro, es decir, de que ciertas concepciones y formas “tradicionales” pierdan vigencia o queden culturalmente desfasadas, al contrario, a menudo sobreviven mejor en un ambiente secularizado. Eso no quita nada a la responsabilidad de la teología y de los pastores a la hora de purificar ciertas expresiones de la fe, algo que comparto plenamente con Torres Queiruga. Por otro lado una visión más pragmática muestra la conveniencia de discursos e ideas que quizás no encuentran espacio cuando se busca una mayor “coherencia” lógica en la presentación del dato revelado; desde ese punto de vista los criterios pueden cambiar: la cuestión central sigue siendo qué tipo de cristianismo puede afrontar mejor los retos de la erosión de la conciencia y de las comunidades creyentes.
Por otro lado algunas cuestiones surgen en el difícil y fecundo terreno donde se encuentran la filosofía (o mejor la filosofía de la religión) y la teología. Algunos filósofos, especialmente cristianos, pueden sentirse algo incómodos ante el uso de autores y tradiciones, como el idealismo alemán entre otros (113), que no dejan de suscitar la sospecha y el temor ante sus profundas ambigüedades, aunque hay que reconocer que el autor ha querido aprovechar con recta intención lo mejor de cada uno de ellos.
Por supuesto hay otros muchos problemas de orden más específicamente teológico, en especial la necesaria integración entre la teología de la creación, la de la caída y la de la redención, que completan necesariamente una visión importante pero inevitablemente parcial. Es precisamente la grandeza que el autor ha sabido señalar sabiamente en el hecho de ser criaturas, orientadas desde la bondad y el amor divinos, lo que hace resaltar todavía más los contrastes de la negatividad humana y la exigencia de salvación, algo que seguramente se anuncia de forma implícita en esta obra, que reclama una segunda parte, en grado de hacer las cuentas con el problema del mal y de recuperar la centralidad del acontecimiento cristológico. Desde esas otras perspectivas seguramente cobran un sentido diverso algunas de las consideraciones de carácter práctico que propone el autor, aunque nunca radicalmente diverso, sólo como complementación desde unas experiencias demasiado ricas y plurales o “católicas”, como las que constituyen nuestra fe.
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