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Resoconto bibliografico: Wolfahrt Pannenberg, Systematische Theologie. Band 3.

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Resoconto bibliografico: Wolfahrt Pannenberg, Systematische Theologie. Band 3. , in Antonianum, 69/2-3 (1994) p. 370-379 .
Sumario en espaņol:

Pannenberg nos presenta con este tercer volumen la culminación de su obra de madurez: su personal visión del conjunto de la teología según un criterio de coherencia interna. Escribir una teología sistemática (o dogmá­tica) es una de las empresas más complejas que pueda emprender el teó­logo, especialmente en estos tiempos en que se percibe una mayor comple­jidad del discurso teológico. Al hacerlo acepta un reto, corre ciertos riesgos y afronta grandes dificultades.

Ante todo debemos decir que Pannenberg es sin duda alguna uno de los teólogos protestantes más capacitados para emprender una tarea de este tipo, y que su esfuerzo debe ser reconocido como una contribución ne­cesaria a ampliar el debate y a buscar nuevas formas de organización de la verdad cristiana. Por otra parte, desde la perspectiva católica, es de vital importancia contar con una sistematización protestante actualizada de la fe, como condición de posibilidad para un desarrollo del diálogo ecuméni­co. Esta cualidad debe ser recalcada en relación al tercer volumen que aho­ra comentamos, ya que en los temas que contiene (eclesiología) se recogen las principales diferencias confesionales.

El tercer volumen de esta magna obra, que en total supone casi 2000 páginas, está dedicado fundamentalmente a la acción del Espíritu: la Igle­sia, los sacramentos, y la consumación escatológica. Recordamos que el primer volumen estaba consagrado a la idea de Dios, y el segundo a la creación, la antropología teológica y la cristología. En cuanto al plante-miento o método seguido, observamos la relectura de la verdad dogmática a partir de los debates que han tratado de de interpretarla a lo largo de la historia de la Iglesia, con especial referencia a la tradición protestante.

Dada la extensión de la obra, y la variedad de temas que afronta, in­tentaré combinar la descripción del contenido y los comentarios críticos en cada uno de los puntos analizados.

El « Prólogo » ofrece indicaciones valiosas de cara a la comprensión de este volumen. Partiendo de la idea de « Reforma » como ideal de reno­vación evangélica de la Iglesia, y del fracaso de la misma, que condujo a la división, el autor plantea su proyecto de mostrar la « contribución de la Iglesia a la cuestión de la verdad del mensaje cristiano » (p. 11). Ya desde

el inicio se destaca la referencia de la Iglesia a la culminación escatológica, y su carácter de signo provisional de la verdad que ella anuncia. No faltan en estas primeras páginas formulaciones de carácter polémico, respecto de la visión católica de la Iglesia y de su constitución jerárquica (10).

El Espíritu y la Iglesia

El primer capítulo del vol. 3 (cap. 12 de la obra), se titula: « La efusión del Espíritu, Reino de Dios e Iglesia ». En él se da una visión sobre la re­lación entre don del Espíritu e Iglesia, a la que sigue un excurso sobre el lugar de la eclesiología en los tratados de dogmática, que destaca lo tardío de la consideración de la Iglesia como un apartado autónomo dentro de la dogmática.

Sigue, dentro de ese mismo capítulo, un parágrafo dedicado a las re­laciones entre Reino de Dios, Iglesia y sociedad. La posición de Pannen­berg es un tanto minimalista: la Iglesia no puede haber sido fundada por Cristo (41 s.), quien más bien intentaba reconstituir el Pueblo de la Alianza sobre el conjunto de Israel. La Iglesia parece más bien producto de una escisión dentro de ese pueblo, del fracaso del plan original de Jesús, que se ve obligada a ampliar su radio de acción y a unlversalizarse. También la re­lación con el Reino es minimizada, y comparada con la función del Pueblo de Dios del Antiguo Testamento: no puede hablarse siquiera de una « identidad parcial » con el Reino, o de un « inicio » del mismo: se limita a ser « signo anticipativo » (44) del futuro dominio universal de Dios. En esa misma línea de minimalismo eclesial cabe entender las dudas formula­das en torno a las ideas católicas sobre la sacramentalidad de la Iglesia y su autocomprensión como « misterio de salvación », que en ningún caso, afir­ma el autor, deberían ser planteadas más allá del carácter sacramental ori­ginario de Cristo, lo que ciertamente, no creo que haya sido la intención de la teología católica al ofrecer ese modelo eclesial.

Dentro del mismo apartado se aborda la candente cuestión de la rela­ción de la Iglesia con el orden político. Después de rechazar algunas ten­dencias « secularistas » de la teología de la liberación, que pretendería ins­taurar el « Reino » a partir de una transformación de las estructuras, el au­tor recuerda el axioma fundamental de la insuperable distancia entre el Reino futuro y las realizaciones históricas de los proyectos humanos (61 ss.); más bien hay que reconocer el carácter abierto de toda institución hu­mana, su no definitividad. En ello se basa la tradicional separación entre Iglesia y Estado. Pero eso mismo no elude la obligación de la Iglesia de re­cordar al mundo y a la cultura su caducidad, su carácter no absoluto, que debe dejar sitio a la religión. Esta perspectiva, que repropone las tesis de Gogarten sobre la relación de la Iglesia y el mundo moderno, se completa a partir de la conciencia de « provisionalidad » de la realidad histórica y del carácter significativo de la Iglesia como referencia a la consumación escatológica, de donde procede su fuerza crítica. Nos parece sin embargo que de cara a una tal función, la Iglesia debería poder ser pensada de for­ma mucho más radical y ambiciosa, desde el punto de vista teológico, a co­mo ha hecho hasta ahora el autor.

Un nuevo apartado se ocupa de la relación entre ley y Evangelio, tema de grandes discusiones en el ámbito de la Reforma. Después de reconocer que en los escritos paulinos la cuestión queda irresuelta, se plantea el al­cance del Evangelio como « nueva ley » y su relación con la legislación hu­mana. La « ley del Evangelio » no sería en realidad una « ley » en el sen­tido del A.T., sino la norma del amor, que no puede ser impuesta ni regu­lada, mientras las leyes humanas siguen siendo necesarias, de nuevo a par­tir de la provisionalidad e imperfección del estado presente. Pienso que quizás se trate de un problema sobre todo protestante, ya que tal distin­ción, entre ley de los hombres y ley del amor, parece poco pertinente a una teología más fundada en la dinámica de la encarnación, donde todo lo ver­daderamente humano, también sus leyes positivas y justas, puede ser reco­nocido como cristiano.

Iglesia e individuo

El segundo capítulo del volumen (13 de la obra), titulado « La comu­nidad mesiánica y el individuo », constituye el cuerpo central del libro (pp. 115-472), y está dividido en cinco apartados. El primero de ellos lleva por título « La comunidad de los individuos con Jesucristo y la Iglesia como co­munidad de creyentes ». Esta formulación indica ya el contraste con la eclesiología católica, una diferencia de carácter confesional y que se inscri­be en la línea minimalista señalada: la Iglesia es reunión de los creyentes, y no se la puede concebir como algo anterior a la experiencia de fe de los individuos. Pannenberg sin embargo trata de superar el individualismo im­plícito que haría peligrar la misma idea de comunidad y su función media­dora, de ahí que plantee cierta « simultaneidad » entre el encuentro de fe con Cristo y el ser comunidad creyente. De ese modo trata de ir más allá de los estrechos márgenes confesionales, y de salir al paso de los peligros que plantea una concepción demasiado pobre de Iglesia a la hora de pensar su unidad (119), de cuyo déficit en la concepción protestante es consciente. Su solución al problema, después de rechazar el ministerio de unidad del primado papal (127), descansa en la presencia del Señor de la Iglesia en ca­da comunidad a través de la celebración eucarística, que « realiza la unidad del cuerpo de Cristo » (127). Sin embargo no resulta satisfactoria una so­lución de tipo teológico que ignora los aspectos más prácticos, es decir so­ciológicos e históricos del problema, al que dedicará una atención especial más adelante, cuando hable de los ministerios.

De tono polémico es el parágrafo que estudia la relación del individuo con Cristo en la Iglesia. Se insiste en la « inmediatez » de esa relación, con

lo que la mediación eclesial queda bastante afectada (142ss). La Reforma se funda en tal principio, aunque el autor señala una genealogía previa que iría de cierta teología mística a la escuela franciscana que acentuó el privi­legio del individuo y que demostraría la pertinencia histórica de dicha vi­sión. Cuando se extrema esa perspectiva teológica, no resulta extraño que la misión clerical pueda ser entendida como una intromisión en la libre re­lación del cristiano con Cristo (150), lo que parece ignorar la complejidad del ministerio sacerdotal cuando se trata de presidir una comunidad y de mantener los vínculos de unidad, « ad intra » y « ad extra ». Todo ello nos da la impresión de probar las dificultades protestantes a la hora de superar el antagonismo entre individuo y comunidad, cuya solución se remite a la consumación escatológica (153).

El segundo gran apartado se refiere a los efectos salvíficos del Espíritu en el cristiano, lo que los católicos llamamos « virtudes teologales », que serían la clave de la superación del antagonismo antes descrito (156). La fe es para Pannenberg « una forma de la relación de uno mismo con la ver­dad » (156). La polémica en este caso se plantea en torno a dos formas de comprensión de la fe: como « confianza » (fiducia), típica de la Reforma, y como « conocimiento » (notitia). Para el autor sólo la acentuación de la fe como confianza puede salvarla de los vaivenes del conocimiento históri­co, de la relatividad de las formas en que se expresa. Pero nos parece in­suficiente ese tratamiento de la « cuestión hermenéutica », que es una de las más complejas en la moderna teología fundamental, así como la distin­ción similar de « fundamento de fe » y « pensamiento de la fe », que se re­monta a Herrmann (176 ss.). Con esos enfoques tenemos la impresión de que se radicaliza la escisión entre verdad e historia, o bien, entre fe y ver­dad. También en este caso la referencia escatológica resuelve un conflicto que es consecuencia de la provisionalidad de nuestro conocimiento (183). Ese carácter provisional afecta también la cuestión de la « conciencia de fe » (Gewissheit), que en el tiempo de espera, debe ser apoyada en el « sentimiento » de confianza que implica la totalidad del ser y del destino de la historia.

La virtud de la esperanza es tratada de forma breve, y remitida al estu­dio de sus contenidos en el último capítulo de la obra, dedicado a la escato-logía. Destaca la necesaria conexión entre esperanzas individuales y colecti­vas y la insuperable distancia entre esperanzas intramundanas y tras­cendentes, que en su formulación (204) tiene un sabor demasiado dialéctico.

El amor es el « tercer efecto del Espíritu » en el cristiano. Su visión de principio también es dialéctica, separando de forma rotunda el amor hu­mano y el que procede de Dios (206). Esa premisa se proyecta en la expo­sición sobre la relación entre amor a Dios y amor al prójimo, cuando for­mula el peligro a que puede conducir una identificación entre ambas for­mas de amor, en el sentido de provocar una reducción moralista del cristianismo (214). La percepción de ese peligro desemboca en la ya tradicional postura protestante de privilegiar la fe por encima del amor, debido a la ambigüedad de esta virtud. Pannenberg prolonga el debate, advirtiendo que la fe no es idéntica al amor, y que ambas se exigen. Tal debate se extiende a la clásica distinción entre diversas formas de amor: el autor pre­senta el misterio de Dios como síntesis de las distintas manifestaciones del amor y defiende la presencia de lo divino en toda experiencia de amor, in­cluso en las más frágiles. Otro tema emparentado es el que relaciona amor y gracia, o bien amor y Espíritu; en este caso sólo la referencia al misterio del Jesús histórico consiente operar la síntesis entre esas variaciones teoló­gicas (227 s.). Un parágrafo sobre la oración, de fuerte orientación cristo-céntrica, cierra este apartado.

Prosigue la obra con una referencia a la filiación divina y a la justifi­cación (238 ss.), dos conceptos íntimamente unidos. Encontramos en este contexto una importante afirmación de gran relevancia ecuménica: es ne­cesario aceptar la pluralidad de formas de comprensión de la salvación operada en Cristo, que no puede ser reducida a la idea de justificación (241). De ahí parte la revisión en las siguientes páginas del debate católico-protestante, reconociendo los errores y limitaciones en ambas partes. Se mantiene el reproche a la parte católica de no haber comprendido el men­saje paulino de la justificación por la sola fe, lo que demostraría un déficit exegético (250), aunque reconoce también el déficit protestante que no ha sabido incluir la dinámica sacramental (bautismal) de la justificación, con lo que se reparten las culpas. Sin embargo, el autor no deja de insistir en la prioridad absoluta de la fe, como experiencia que vincula a Dios, de la que nacen las demás virtudes (265).

Los sacramentos

El tercer gran apartado del capítulo 13 se titula « La forma significan­te de la presencia salvífica de Cristo en la vida de la Iglesia », y se consagra a los sacramentos. Ante todo debemos constatar un cambio de orientación respecto de capítulos anteriores: a través de los sacramentos se acentúa mucho más el carácter mediador y el privilegio de la Iglesia respecto del in­dividuo. La formulación inicial es explícita: « La comunidad de los creyen­tes singulares con Cristo es mediatizada a través de la Iglesia. Sólo como miembro de la comunidad del Mesías, tiene el cristiano parte en el « Cuer­po de Cristo », y por tanto en el mismo Jesucristo » (265). El autor retoma la versión más compartida de la sacramentalidad cristiana: los sacramentos realizan como signos aquello que representan; ahora bien, se introduce una limitación: « sólo en la forma y a nivel de signo », que necesariamente presupone la fe (267), al tiempo que recuerda el criterio de la institución por parte de Cristo para reconocer los sacramentos.

El primer sacramento es el bautismo; se subraya de entrada el cristo-centrismo en la concepción de los sacramentos y lo indispensable del bau­tismo para el perdón de los pecados. Pero a ese respecto introduce la po­lémica relación entre bautismo y penitencia, que desde la Reforma ha mar­cado un contraste con el catolicismo. El autor argumenta a favor de Lutero contra las sospechas expresadas en Trento en torno al peligro de abolición de la penitencia sacramental, pero aprovecha al mismo tiempo la ocasión para criticar la concepción católica de esa penitencia, que justificaría los recelos de quienes ven en ella una forma de dominio espiritual (281). Esa crítica se extiende a la incapacidad de la praxis católica para afrontar la si­tuación de hecho de una ruptura del individuo con la comunidad y de su caída en el dominio del pecado (286). Parece que el autor no tiene en cuenta que la actual pastoral católica de la penitencia insiste en la dimen­sión comunitaria del pecado y de la reconciliación, y que nos resulta por ahora difícil encontrar medios mejores para expresar significativamente ese retorno a la comunidad que exige la dinámica del perdón.

El autor afronta el tema del bautismo de niños, que justifica a partir de la referencia del bautismo a la fe, que siempre es un don: la comunidad cumple un encargo divino al vincular al niño al destino de Cristo. También hace una breve alusión a la confirmación, que no es considerada como sa­cramento autónomo. A continuación se analizan las raíces bíblicas de la in­stitución bautismal, un tema complejo, pero de gran relevancia para la teo­logía sacramental protestante, y que, más allá de los problemas de la lectu­ra histórico-crítica, se conecta con el bautismo de Jesús en el Jordán y la misión bautismal confiada por el Resucitado.

La eucaristía merece en este compendio teológico un tratamiento espe­cial; se le dedican más de 50 páginas (314-368), y es situada en el centro de la vida de la Iglesia como su origen, su sentido y su unidad. Un tema de gran trascendencia es la posible fundación de la Iglesia en la última cena de Jesús (322-323). El autor parece no querer contradecir el postulado afirmado en la p. 41, sobre la no atribución al Jesús histórico de la fundación de la Iglesia, y sin embargo, encontramos en este nuevo contexto una dinámica de funda­ción que se inicia en esta cena de despedida, en la que se constituye una co­munidad nueva, distinta de la surgida con la Antigua Alianza, pero que sólo se concluye después de la Pascua con la efusión del Espíritu. Esa cena da a la Iglesia también su sentido, como comunidad escatológica, llamada a la con­sumación de lo que ahora sólo puede representar de forma significativa cada vez que una comunidad se reúne a repetir esa cena. También es la eucaristía el punto de referencia de la unidad de la Iglesia, ya que todas las comunida­des que celebran ese misterio son la misma Iglesia.

Pannenberg afirma con fuerza la presencia real de Cristo en el pan y el vino eucarístico, a partir de un análisis de las palabras de institución de este sacramento, pero entra en la controversia sobre la transubstanciación como forma más adecuada para interpretar ese misterio; entiende como más apro­piado el concepto de « signo », que acentúa la presencia real sin aludir a un « sobrenatural cambio de substancias » (332), ya que el pan, destinado a consumirse, aunque pierde su substancia, mantiene la presencia de Cristo en el fiel. De la misma forma se defiende el carácter fundamentalmente de anamnesis de la celebración eucarística, entrando en polémica con la conce­pción sacrificial: el autor acentúa la línea reformada de la eucaristía como memorial de la pasión de Cristo, y reinterpreta el sentido del sacrificio al que se refieren las palabras de la institución, no en la línea de un sacrificio que pueda ofrecer la Iglesia, renovando o actualizando el único sacrificio de Cri­sto, sino como la participación de la comunidad en la dinámica de donación de Cristo mismo, que de esta forma se ofrece como sacrificio vivo (349 ss.). El autor trata también en este apartado varios aspectos prácticos en torno al sacramento: las condiciones para participar en el mismo, la necesidad o no de penitencia previa, el acceso de los niños y el cuidado de la predicación. Echamos de menos sin embargo un tratamiento más explícito sobre la rela­ción entre eucaristía y comunidad cristiana, o misterio de comunión, en­cuentro de hermanos en torno a una misma mesa, o cena de fraternidad.

Otros debates de gran importancia en la sacramentología son aborda­dos en el apartado siguiente, en especial la cuestión del número de los sacra­mentos. Parte de la definición de sacramento como « acción celebrativa sa­grada » ( »gottesdienstliche Handlung ») (369), que el autor cree necesario completar con la referencia a la institución por la persona de Cristo, y plan­tea el problema de la necesidad de discernir a partir de ahí qué acciones sa­gradas que realiza la Iglesia pueden ser consideradas propiamente como sa­cramentos. Desde el principio se observa el contraste entre la posición re­strictiva de la tradición protestante frente a la más generosa de la católica. Pannenberg critica en ese sentido la concepción católica que parece susti­tuirse a Cristo en la institución de algunos sacramentos (375 ss). Ahora bien, el autor reconoce que ante las dificultades que plantea la exégesis histórico-crítica a la hora de atribuir a Jesús acciones de institución sacramental, es necesario ampliar la idea de « institución » (377), para referirla más bien a una decisión de la primera iglesia en el recuerdo vivo de la intención o de la actitud de Jesús, a la luz de la Pascua, de forma parecida a algunas solucio­nes propuestas al problema del canon bíblico. Si están así las cosas, nos pre­guntamos si no es igualmente legítima la interpretación católica, más gene­rosa, sobre la « institución » de siete sacramentos.

Otros debates salen a la luz, como el referido al sacramento como si­gno, tal como se plantea desde San Agustín. Pannenberg parece defender el sentido de esa idea contra las críticas de Ebeling, conectando con la teo­ría tomista de la eficacia del sacramento, aunque tratando de corregir la dis­tinción - según el autor gratuita - entre la pasión de Cristo, que es fuente de gracia, y la eficacia actual del sacramento (387).

Interesante es el tratamiento que el autor reserva al matrimonio, así co­mo la posible recuperación de su sacramentalidad a partir de una referencia tipológica al misterio de Cristo; en sus propias palabras: « Por último, puede hablarse en cierto modo [de sacramento] en la celebración del matrimonio entre cristianos, sobre la base de la relación tipológica del matrimonio al mi­sterio de Cristo, si bien el matrimonio mismo no vale como sacramento en la tradición eclesial » (399) *. En relación a los demás sacramentos surgen du­das y el autor no se compromete, aunque en algún caso, como la penitencia, asoma cierta inseguridad sobre su exclusión del círculo sacramental (400).

Un gran apartado se dedica a los ministerios dentro de la Iglesia. Se-pone de manifiesto el carácter institucional de la Iglesia, que no sólo es una comunidad celebrativa, sino una organización. El tema del ministerio sa­cerdotal se conecta a la necesidad de dirigir esa institución y de velar por su unidad. No podía faltar en este contexto una referencia al debate sobre el sacerdocio común y el sacerdocio particular, causa de diferencias confe­sionales. Se revisan algunos factores diferenciales en la comprensión del ministerio, como son la importancia de la predicación, o la restricción de las competencias directivas, pero también se enfrenta a las concepciones demasiado « minimalistas » sobre el ministerio tal como se dan en algunas confesiones (427). A continuación trata un tema crítico para la teología mi­nisterial protestante, como es la continuidad apostólica; el autor apunta la tesis de una ampliación del criterio de sucesión más allá del estrecho marco jurídico, subraya la « sucesión presbiteral » y se apoya en un « estado de necesidad » que debería ser comprendido por la iglesia católica (440). Un parágrafo dentro de este apartado se ocupa de las cuatro atributos de la Iglesia: unidad, santidad, apostolicidad y catolicidad. También en este caso se hacen sentir las diferencias confesionales; una de las principales es la di­versa concepción del primado del Obispo de Roma. Aunque reconoce los excesos que a ese respecto se produjeron al inicio de la Reforma y la ne­cesidad eclesial de un « primado », limita bastante el alcance de éste, como se refleja en su idea de infalibilidad, que en ningún caso debería ser un atri­buto de una sola persona, sino del conjunto de la Iglesia. En ese mismo sentido se inclina a negar al papado un primado de jurisdicción universal (466 ss.), que en todo caso sería sólo de « derecho humano ».

El capítulo 13 concluye con un último apartado de síntesis en el que se recogen las principales ideas del mismo: la esencia eucarística de la Iglesia, su carácter de signo escatológico y su dimensión diaconal. De nuevo echa­mos en falta la referencia a la Iglesia como « koinonia ».

Iglesia, mundo y historia

El capítulo 14 lleva por título « Elección e historia », y reúne una serie de temáticas en torno a la relación de la Iglesia con el mundo, o sobre el sen­tido histórico de la comunidad eclesial. Después de una presentación que destaca la importancia antropológica y social de la conciencia de elección, que es casi una conciencia de identidad o de sentido, pasa al análisis teológi­co, que se centra en la doctrina de la predestinación. Tras rechazar algunas de sus formulaciones más extremas, poniendo en evidencia sus aporías, pro­pone una versión que vaya más allá del particularismo, atemporalidad e indi­vidualismo característicos de algunas versiones clásicas de la predestinación; para ello centra en la persona de Cristo la elección universal de Dios en fa­vor del género humano, de la que se cobra conciencia en la fe.

Un punto importante dentro del capítulo de la « elección » se refiere a la idea de Iglesia como « Pueblo de Dios », y su relación con la sociedad. El autor apuesta por la renovación eclesial a partir de esa conciencia de « Pueblo de Dios », espiritual, eucarístico y escatológico, como condición que permita superar la actual marginación social de lo religioso, estable­ciendo una nueva forma de presencia de la comunidad cristiana en un con­texto secular (520 ss.). Ciertamente cabía esperar algo más del autor del opúsculo Christentum in einer sakularisierten Welt, (1988), como, por ejem­plo, una referencia al tema de la pluralidad de modelos de relación entre Iglesia y mundo (como hizo muy bien Richard Niebuhr en Christ and Cul­ture, 1951), o a la complejidad sociológica del hecho de la secularización y de las posibilidades eclesiales de afrontarla.

De gran interés son los apartados siguientes sobre la conciencia histó­rica de elección, y la necesaria interpretación de la historia de la Iglesia des­de esa conciencia. El autor acentúa el tema del « juicio » de Dios sobre la historia como manifestación de esa elección, y postula la necesidad de re­leer en esa clave los éxitos y fracasos de la historia de la Iglesia. Nos parece justa la idea siempre que no se aplique de forma ideológica, como justifi­cación de ciertos procesos históricos; en ese sentido resulta sospechosa la lectura de la división de la Iglesia de Occidente « como consecuencia de una consciente pretensión de poder del papado » (557). No entendemos por otra parte, en el contexto de esta obra, las exhortaciones a la peniten­cia que dirige al catolicismo por sus culpas históricas (558 s.).

Escatología

El último capítulo del libro (el 15 de la obra) se titula « La culminación de la creación en el Reino de Dios », y afronta la cuestión escatológica (pp. 569-694). Retoma en la presentación la idea ya clásica en la teología contem­poránea a partir de K. Barth, de la « escatología como perspectiva » respe­cto de la globalidad de la vida cristiana (572 s.). A continuación se ofrece una visión del proceso histórico que cuestiona desde la modernidad el sentido de

las esperanzas escatológicas cristianas, así como los distintos intentos de re­construir ese sentido. Los problemas que a partir de ahí se plantean son fun­damentalmente dos: el que defiende la integración entre escatología indivi­dual y universal, y la difícil cuestión de la relación entre tiempo histórico y eternidad. Las relaciones intratrinitarias, así como la conexión entre antro­pología y escatología, ayudan a iluminar esos problemas.

Este capítulo contiene apartados específicos sobre teología de la muerte y la resurrección, el fin de los tiempos como realización del Reino, el tema del Juicio vinculado al retorno de Cristo, y a la cuestión de Dios en un mundo con fuerte presencia del mal. En general, se proponen las gran­des líneas de la escatología cristiana, a partir de la revelación bíblica y de la reflexión teológica reciente, pero notamos a faltar la referencia a algunos de los debates más vivos en el contexto de esa materia: la relación entre muerte y miedo o muerte y pecado, la cuestión del purgatorio y la del in­fierno o el problema de la representación del escenario escatológico. De­bemos exceptuar en ese sentido el amplio análisis del tema de la continui­dad/discontinuidad o de la identidad de la persona resucitada.

Haciendo un balance general, debemos agradecer a Pannenberg su admirable esfuerzo de síntesis; es necesario reconocer además que se aprende leyendo un libro de esta magnitud, y que nos ha ayudado a pensar mejor, o a establecer diálogos con el texto y sus propuestas. Sin embargo, no hemos dejado de anotar a lo largo de nuestra exposición nuestras dudas e incluso diferencias, sobre todo respecto de cuestiones de alcance ecumé­nico. Por otra parte no siempre compartimos la lógica que ha presidido la organización sistemática de los temas, como por ejemplo la disposición de las virtudes teológicas, o del tema de la justificación y de la elección en el contexto eclesial, en lugar de reunidos dentro de una antropología teoló­gica. Sería deseable además una mayor claridad o explicitación de ciertos problemas, como la cuestión hermenéutica, que se plantea en el análisis y aplicación de textos bíblicos, y al hacer las cuentas con la exégesis históri-co-crítica. Pero por encima de todo queda abierta la cuestión sobre la po­sibilidad y las dimensiones de una « teología sistemática » o « dogmática » o de una « suma teológica » en nuestros días. Nos preguntamos si tal pro­yecto de organicidad teológica, sin duda necesario, puede ser emprendido por un sólo especialista; si lo que se gana en coherencia no se pierde en profundidad; si una teología sistemática requiere mucho más espacio para que sea significativa o, por último, si ese esfuerzo de síntesis no se reduce a una nueva toma de posición en el conjunto de los discursos teológicos. Esas preguntas sin embargo tienen difícil respuesta, o sólo se las responde en la medida que se pone a prueba tal proyecto, y en este caso, creemos que ha merecido la pena.

 


 

 

 

 

 


 


 


 



 
 
 
 
 
 
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