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Miscellanea: Commentarius al margen de «Kontingenzen Von Kirchen?» sobre la nòcion de contingencia aplicada a la Iglesia

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Miscellanea: Commentarius al margen de «Kontingenzen Von Kirchen?» sobre la nòcion de contingencia aplicada a la Iglesia, in Antonianum, 73/1 (1998) p. 137-151 .
Sumario en español:

El reciente artículo del Prof. H. Punsmann sobre las contingencias de la Iglesia suscita temas de gran interés que sería lamentable pasar por alto o dejar fuera de la atenta recepción que merecen trabajos de tal ambición teórica. Es necesario ante todo reconocer a su autor el mérito de afrontar un problema que a menudo es ignorado o descuidado a causa de su complejidad, de las implicaciones a medio y largo plazo que provoca y, sobre todo, por la evidente incomodidad que se experimenta al traer a colación una figura o idea que cuestiona las seguridades actuales o la estabilidad alcanzada.

El rigor de la investigación del Prof. Punsmann, a medio camino entre la sociología y la teología, está fuera de toda duda, así como el valor de­mostrado al no evitar cuestiones espinosas que requieren la asunción de «riesgos» que no todos están dispuestos a correr en el ámbito de la refle­xión cristiana. Por ello considero útil iniciar un debate con algunas de las ideas expuestas en el citado artículo en vistas a una ulterior maduración y a un crecimiento de nuestra percepción teórica en campos de la eclesiolo-gía y de la teología fundamental.

La idea central que transmite el autor de Kontingenzen vori Kirchen? es, según mi modesto entender, que sólo en la medida en que las iglesias integren una noción más amplia de «contingencia» en su autocomprensión, podrán afrontar algunos de los problemas que afectan a su relevancia en el mundo de hoy; o en otras palabras: es necesario que las iglesias se vuelvan más conscientes de su carácter no absoluto o no necesario (en su forma ac­tual), sino contingente o susceptible de transformación, como condición de posibilidad de su adecuación a las nuevas demandas que provienen de una sociedad en constante cambio.

En líneas generales comparto esta tesis central, que implica una visión un poco más limitada de la Iglesia como institución histórica y con una or­ganización social determinada. Ciertamente la Iglesia (me refiero a la ca­tólica) también participa de la variabilidad del tiempo y de la exigencia de adaptación a circunstancias cambiantes. El problema fundamental se plan­tea en torno a la posibilidad de establecer una relación más precisa o de­finida entre lo necesario y lo contingente en la constitución de la Iglesia y de su mensaje de salvación para el mundo. Para exponer mejor mi propia perspectiva y ordenar la discusión respecto del estudio de Punsmann, in­tentaré afrontar desde cinco dimensiones distintas dicho problema: la me­tafísica-fundamental, la sociológica, la histórica, la antropológica y la prác­tica.

a) El término «contingencia» designa desde el pensamiento antiguo la condición metafísica de una parte de lo real, de todo lo que no es necesa­rio. Son muchos los filósofos que han tematizado a lo largo de la historia dicha diferencia, que de algún modo servía para distinguir lo creado del Creador, el mundo temporal de lo Eterno, lo inmanente de lo trascenden­te, lo incierto y la Verdad. Es sabido que Tomás de Aquino formuló una de sus cinco vías como paso de «lo contingente a lo necesario», en el sentido de que la percepción de lo real como pasajero y cambiante reclamaba la existencia de una realidad necesaria, que evitara la continua recaída en la nada. Para Tomás todo lo contingente tenía en sí mismo una parte «nece­saria»: el hecho de existir en un tiempo determinado; por ello lo divino no se constitutye en oposición a lo contingente, sino como participación en la dimensión necesaria de cada ser2. También para Duns Escoto la contin­gencia era comprendida en relación con lo necesario: la causalidad de la Causa primera es la condición de posibilidad de todas las contingencias3. Esta tradición de pensamiento puede rastrearse al menos hasta Leibniz y Fichte, para quien, una vez más, la constatación de la contingencia reclama la búsqueda de lo necesario4.

Por tanto todo lo que existe en el tiempo o la historia tiene un carácter contingente, puede ser de otro modo y puede dejar de existir, también las instituciones y las ideas. Sin embargo hay distintos grados de contingencia en los seres sometidos a la implacable lógica de la corrupción y de la cadu­cidad, y por tanto distintos niveles de «necesidad» o de «absolufo»; en todo caso la metafísica clásica necesitaba referir una condición a la otra: lo con­tingente y efímero no puede ser pensado sino en relación a lo necesario y duradero.

Las religiones - y después las ideologías - han intentado establecer un cierto «orden» o jerarquía, que identifica con lo «sagrado» aquello que tie­ne un carácter más imperecedero o absoluto y que se quiere salvar de la relatividad del tiempo. El «templo» pretende ser un monumento que sustrae lo sagrado de la corrupción del paso de las estaciones y de las edades. Las religiones pueden ser entendidas por consiguiente como las instancias que designan la diferencia entre lo que es necesario y lo contingente, entre lo absoluto y lo relativo5. Se trata de una diferencia sustancial de gran rele­vancia cognitiva, social y antropológica. Sobre esta diferencia se constitu­yen las culturas y las civilizaciones humanas, o incluso el mismo hecho de la «humanidad» en el sentido de un mundo consciente de sí mismo y de la relación con la totalidad. Por ahora no podemos preveer los riesgos que derivarían de una renuncia a dicho planteamiento6.

En los próximos parágrafos me ocuparé de otros aspectos de la dife­rencia señalada, ahora interesa concentrarse en los cognitivos-dogmáticos. El cristianismo también ha realizado un esfuerzo por tematizar la distin­ción entre lo divino y lo humano, lo absoluto y lo relativo, lo que no ha sido fácil a causa del mensaje de la encarnación del Hijo de Dios, que más bien subvierte el esquema de la diferencia. De hecho los dogmas cristológicos han sido los más difíciles de tematizar a lo largo de los primeros siglos de la historia cristiana. La doctrina cristiana no puede simplemente remitir lo absoluto más allá de las realidades históricas, en la trascendencia innom­brable, mientras el presente queda en manos de la contingencia, que en­vuelve incluso toda idea, toda norma, toda institución. La encarnación de la segunda Persona de la Trinidad ha sido la manifestación concreta de lo universal, o la revelación de lo absoluto del amor de Dios en la contingen­cia y la concreción de la historia. De ahí derivan convicciones profundas que tienen un valor absoluto e insuperable: por ejemplo, que Dios ama a la humanidad y ha pronunciado su palabra definitiva de salvación, por encima de toda contingencia histórica; que Dios reserva para quienes lo aman la vida eterna; que el amor siempre acabará venciendo... Naturalmente dichas convicciones son transmitidas por medio de apóstoles y de una institución que es sacramento de salvación para todos los humanos: la Iglesia. En su autocomprensión ésta es una realidad necesaria para mediar la voluntad salvífica de Dios a todos; podrá cambiar sus estructuras y su forma de or­ganización, pero hasta el momento final de la historia continuará siendo necesaria.

La estructura del «universal concreto» ha planteado uno de los proble­mas más difíciles a la voluntad filosófica de pensar el cristianismo. En nues­tro caso puede traducirse como la paradoja del «contingente necesario», es decir de un acontecimiento personal, biográfico, enmarcado en un tiempo y un espacio concretos. Punsmann acomete en su artículo este problema asociando los orígenes cristianos en una persona extraordinaria y de carác­ter sobrenatural, es decir eximida de la cláusula de contingencia, a las con­diciones ambientales en las que desarrolló su actuación, que sí son cam­biantes, por lo que deduce que «desde la perspectiva de Jesús la posible rao-contingencia sólo es mediada a partir de la contingencia y así deviene ella misma contingente. La contingencia se encuentra en cuanto tal ya en el origen del cristianismo y de su Iglesia» [subrayados del autor] (105). Sin embargo la lectura opuesta no sería menos legítima: la percepción del ca­rácter extraordinario de la persona de Jesús hace que, desde el punto de vista religioso, lo contingente de sus palabras y hechos, las circunstancias particulares, la mayor parte de la actuación de Jesús escapen del nivel de la contingencia y asuman un significado de necesidad o de no-contingencia. Cierto, no en el sentido de que si el Cristo hablaba arameo, todos sus se­guidores estén obligados a hablarlo, pero sí en el sentido de que sus pala­bras y gestos recogidos en el canon bíblico asumen un valor por encima de la contingencia y de las circunstancias del momento: «creer» en Jesús como el Cristo significaba entonces, y creo que sigue significando ahora, que lo que otros perciben como contingente asume para sus seguidores un valor de absoluto: mientras su muerte en cruz fue para Flavio Josefo un inciden­te local resuelto en base a un expediente administrativo-penal, para los dis­cípulos cristianos fue la manifestación definitiva e insuperable del amor re­dentor de Dios al mundo; mientras amar a los enemigos puede ser una op­ción más o menos conveniente desde un punto de vista ético, para los cris­tianos se convierte en un precepto absoluto.

En conexión con este tema se encuentra el de la verdad que proclama la Iglesia. En los últimos dos siglos se ha debatido mucho sobre lo que es nuclear y lo que es objeto de interpretación y se acomoda a los tiempos. Desde la perspectiva histórica puede observarse una evolución que opera­ba excluyendo o marginando otras posibilidades y expresiones de la auto-conciencia cristiana. La lógica de este proceso seguía también, como en otros casos de la cognición humana, la norma del draw a distinction7: en la medida en que se operan distinciones y exclusiones se tematiza el objeto de la fe, lo que hay en ella de imperecedero, lo que debe ser creído sin temor a errar, pues en esa fe se apoya la entera existencia de personas y comu­nidades. Lo que era contingente durante el proceso de autorreflexión que condujo a la formulación del dogma, pasó a ser necesario una vez se alcanzó la definición dogmática: cuando la Iglesia toma conciencia de que el Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, tras un proceso doloroso de exclusión de tantas otras posibilidades, la fe cristiana opera una distinción definitiva entre lo necesario y lo contingente, entre Jo que es absoluto y lo relativo, o que es objeto de discusión o de apropiaciones diversas. Esta di­námica implica por una parte la necesaria reducción de la complejidad de aquello que es confesado, eliminando un nivel de contingencia que sería «molesto» y peligroso. Sin embargo la constitución del dogma cristiano, a menudo en base a formulaciones paradójicas, deja un amplio espacio a la recepción de las verdades que anuncia, que pueden ser vividas dentro de una gran riqueza de posibilidades. Pero esta no es la contingencia amena­zante que podría derivar de la inseguridad de que nuestro objeto de fe pue­da cambiar, o que el Cristo pudiera ser percibido un día como menos hu­mano y sólo divino; en este caso se mantiene un umbral de contingencia dentro de límites bastante precisos que hacen posibles las apropiaciones plurales: existen varias cristologías ya a nivel del canon neotestamentario y diversos estilos cristianos. Este es el sentido del «catolicismo» como forma que asume el cristianismo que no quiere limitar excesivamente la interpre­tación del dogma y que reconoce y admite una pluralidad de lecturas den­tro de unos mismos límites dogmáticos.

Me sumo al escepticismo - característico del mundo católico - sobre la posibilidad de fijar un «núcleo puro» o una «esencia» del cristianismo, que más bien tiene varias esencias y cada tradición y forma espiritual subraya la que considera más importante, pero de ahí no se deduce un nivel de con­tingencia que alcance al canon cristiano kerigmático o al canon de las con­fesiones de los primeros siglos de la Iglesia, cuando la reflexión ha madu­rado y ha decidido lo que es católico y lo que deja de serlo. Dichas distin­ciones son normativas para el resto de la historia cristiana: nada ni nadie pueden cambiarlas, pues ellas trazan los límites de la cognición de lo sagra­do, del misterio de Dios, la diferencia entre el conocimiento que da vida y el que es estéril. En cristiano la contingencia sólo puede operar dentro de dicho registro que establece lo que es necesario y absoluto, de lo contrario se desmoronaría Ja distinción constitutiva de la fe cristiana." la que opone el amor salvífico de Dios manifestado en Cristo y el resto de Ja realidad. La función del dogma es precisamente custodiar dicha diferencia8.

b) El autor deJ artículo que comento ha centrado sus observaciones en la perspectiva sociológica, que, sin duda alguna, puede aportar grandes be­neficios a la autocomprensión cristiana. Es justo lamentar la aún escasa recepción e incluso la desconfianza que anida en muchos ambientes teológi­cos frente a las ciencias sociales, cuyo mejor conocimiento seguramente ha­bría ahorrado algunos de los errores en la reflexión cristiana de las últimas décadas. Deseo sumarme al método interdisciplinar que desarrolla el au­tor, para fijar mi punto de vista sobre la cuestión de la contingencia en la Iglesia; me referiré a dos orientaciones: una ad extra, es decir, que tiene en cuenta la relación de la Iglesia con la sociedad, y otra ad intra, que plantea el problema de la organización eclesial.

La teoría de los sistemas aplicada a la sociología se ha servido de la ca­tegoría de «contingencia» para explicar las relaciones entre un sistema so­cial y su ambiente, tanto interno como externo. N. Luhmann es uno de los teóricos que más ha profundizado en el tema, y concibe la contingencia como una característica de los sistemas sociales que les permite la evolu­ción y la adaptación, gestionando una multitud de posibilidades que actua­lizan sólo a través del proceso de decisiones. Luhmann asocia el aumento de contingencia a la mayor complejidad que se registra en la sociedad mo­derna y de ahí deduce la necesaria diferenciación en sistemas específicos que permiten gestionarla, pero también la marginación de lo religioso como forma social inhábil para reducir la contingencia que surge en el campo de la economía, de la organización política o del conocimiento, pues la distinción entre trascendente e inmanente, entre necesario y con­tingente no es operativa al afrontar los problemas percibidos9. Sin embar­go esta misma evolución asigna dentro del esquema descrito una función específica a la religión: «reconducir la contingencia indeterminada a for­mas de contingencia determinada», a través del «sistema simbólico especí­ficamente religioso»'". Es más: cabe afirmar que el proceso de diferencia­ción social se traduce en un aumento de la complejidad, lo que implica un mayor nivel de contingencia indeterminable, que vuelve más necesaria la presencia del sistema religioso. Dicho proceso puede comprobarse también desde el punto de vista empírico en el fenómeno paradójico de la «post-se-cularización»: cuanta menos religión parecía hacer falta, más religiosidad sobreviene.

No es Luhmann el único que ha tematizado el sentido de la religión en la modernidad como superación o gestión de la contingencia; en esa misma línea cabe situar a H. Lübbe, entre otros, para quien la Kontingenzbewalti-gung constituye una tarea insustituible de la religión". Ambos autores coinciden en que la religión es algo más que una mera «función social», o lo es en un sentido diverso a las otras funciones. Luhmann por ejemplo designa en sus escritos más recientes tal función como «desparadojización» del problema que platea el carácter autorreferencial de los sistemas socia­les cerrados. En cualquier caso se trata de una especie de «función-límite» que requiere un estatuto particular. Y aquí llegamos al centro del proble­ma: ¿puede cumplir su función de afrontar la contingencia un siste­ma que también es contingente? ¿Cuál es el nivel de contingencia que puede tolerar la Iglesia de cara a cumplir con el cometido esencial que le asigna una sociología de alta abstracción? No me resulta que Luhmann haya resuelto hasta ahora dicha cuestión, que a lo sumo remite a las para­dojas que surgen cuando se intenta pensar la «diferencia de Dios»12. Des­de mi punto de vista la posibilidad de que la Iglesia pueda mediar la fun­ción religiosa de «afrontar la contingencia indeterminada» se vincula al mantenimiento de estructuras de gran estabilidad, es decir que se sustraen a la contingencia de lo que siempre podría ser de modo diverso (de ahí el carácter necesariamente moderno de la «infalibilidad» papal) y a la custo­dia de un corpus de conocimientos y tradiciones resistentes a la caducidad, inalterables en el tiempo. Ciertamente, tal perennidad no se aplica a la to­talidad de lo que es la organización eclesial y de lo que anuncia, pero sí es necesario garantizar el sentido no-contingente de un conjunto fijo de es­tructuras (como es el papado) y de verdades (el dogma); sin ellas naufra­garía el mismo intento de superar la contingencia social y personal. La con­tingencia pertenece de forma funcional al modo de operación de todos los sistemas sociales, para los que la mejor forma de adecuación al ambiente es siempre una cuestión abierta, a excepción del sistema religioso, que opera sobre la convicción de que la salvación sólo acontece dentro de las distin­ciones fundamentales consolidadas en el tiempo °.

La segunda perspectiva que nos brinda la sociología en un estudio de la contingencia en la Iglesia se refiere a la cuestión de la organización. Quien escribe estas líneas aboga ya desde hace algunos años por una ma­yor atención a la «teoría de la organización» a la hora de afrontar algunos problemas de eclesiología fundamental, como es la cuestión de la «legiti­mación» l4; por ello comparto plenamente la sensibilidad de H. Punsmann en su artículo.

Los manuales de «teoría de la organización» contienen una referencia a la «teoría de la contingencia», que básicamente designa la imposibilidad de predecir los cambios en el ambiente de un sistema y como reaccionará el sistema ante los mismos. En la concepción de sus autores, J.D. Thomp­son y P.R. Lawrence junto a J.W. Lorsch, dicha teoría establece una rela­ción del sistema con su ambiente en base a la capacidad de adecuación a una situación cambiante. Jay Galbraith radicalizó posteriormente dicha teoría, que se plasma en dos axiomas:

  • no existe el mejor método organizativo;
  • ningún método de organización es igualmente efectivo15.

En definitiva lo que estos axiomas concluyen es que la efectividad de una organización depende de las condiciones de su ambiente, sin que sea posible aplicar una norma general.

Los defensores de esta línea teórica sacan sus conclusiones respecto de las estrategias de gestión más adecuadas, sobre todo en el campo de la em­presa, de la política, y también en el militar: conocer los «niveles de con­tingencia» que afectan a una organización significa preveer la incidencia o impacto de cambios o de situaciones de emergencia en el conjunto del sis­tema y en sus procesos, para reaccionar a tiempo y evitar los efectos nega­tivos de lo imprevisto. Una organización que prevé mayor nivel de contin­gencia debe adoptar una estructura más flexible que le permita adecuarse mejor a los cambios16.

Personalmente me cuento entre quienes desearían una mejora en la actual forma de organización de la Iglesia, tanto para hacerla más eficaz en el cumplimiento de sus funciones como para salir al paso de reproches que afectan a su legitimidad social y cultural. Sin embargo lo que la teoría de la contingencia afirma es que, en primer lugar, no existe una forma organiza­tiva ideal que pueda aplicarse a todas las instituciones humanas por igual, ni siquiera, por ejemplo, la democracia, y, en segundo, que la mayor o me­nor flexibilidad de una organización depende de lo mutable de su objeto de gestión. Ciertamente la organización de la Iglesia católica está sujeta a las variaciones históricas y a reformas que mejoren sus prestaciones, pero la orientación que deban asumir tales reformas es una cuestión del todo abierta : ¿se deben encaminar hacia una implementación del carisma de determinadas personas? ¿hacia estructuras más participativas? ¿hacia una mayor estabilidad y coherencia interna? La segunda de las deducciones señaladas implica más bien una reducción de los niveles tolerables o conve­nientes de contingencia dentro de la organización, pues el objeto de la ac­tividad eclesial es una dimensión bastante constante: la salvación de las personas (a diferencia por ejemplo de una organización comercial que ten­ga que operar con productos sometidos a las variaciones del gusto del con­sumidor).

De todos modos cabe individuar límites y necesidades en la organiza­ción para su mejora, y a partir de ese diagnóstico se abre un abanico de po­sibilidades de actuación, pero en todo caso la única guía con la que cuen­tan los gestores de una organización es el resultado de las medidas adop­tadas, es decir el cumplimiento de objetivos deseados, como: la capacidad de asegurar la supervivencia y el crecimiento de la entidad social. Pero ade­más no está claro en qué sentido deba actuar la mejora organizativa, so­bre todo a causa de la revisión del paradigma de los sistemas abiertos, pri­sioneros de su ambiente, ante el que están condenados a defenderse de for­ma reactiva. Algunos teóricos por el contrario sostienen que los sistemas también crean o configuran su propio ambiente con el que interactúan17, lo que traducido a la «contingencia eclesial» significa que la Iglesia cuenta con mayores márgenes de libertad a la hora de ensayar sus estrategias or­ganizativas, que no deben someterse necesariamente a la norma de la «adapatación al ambiente» y que, por consiguiente, la Iglesia, al no ser «varia­ble dependiente», puede reivindicar su dimensión no-contingente o «me­nos contingente» con total legitimidad. En todo caso será el punto de vista práctico, que se reserva para el último parágrafo, el que determine el sen­tido de la contingencia de la organización eclesial y de su gestión.

c) La tercera dimensión desde la que me propongo observar el proble­ma de la contingencia de la Iglesia es la histórica. Ya me pronuncié ante­riormente en torno a la cuestión de la lectura de los orígenes cristianos; ahora se trata más bien de observar el conjunto de la historia y su inciden­cia en el presente y futuro de la Iglesia.

Se sabe que la historia es el campo de la contingencia: todo podría ha­ber sido de otro modo, todo es un poco accidental y pasajero. Los historia­dores tienen grandes dificultades a la hora de establecer una lógica que permita leer los acontecimientos; incluso la narración que se sirve de la ca­dena de causas y efectos no siempre es el esquema más satisfactorio. El de­bate que se prolonga hasta nuestros días entre historicistas y anti-historicis-tas es un síntoma de la inseguridad en torno a todo intento de «compren­der la historia», es decir de sustraerla a la pura contingencial8.

H. Punsmann sostiene en su artículo una lectura de la historia de la Iglesia que acentúa el peso de los orígenes, lo arbitrario de algunas decisio­nes que orientaron la evolución futura (en el sentido que podrían haber sido diversas) y la conveniencia de aceptar un esquema de mayor contin­gencia eclesial como condición de posibilidad de una efectiva recuperación y vivencia de los orígenes en toda su riqueza, obviando de este modo la parcialidad o unilateralidad que podría percibirse en la evolución posterior (109 s., 112). Desde su perspectiva de observación de la historia de la Igle­sia la «contingencia es fundamentalmente insuperable». Dicha lectura po­dría inscribirse dentro de las filosofías de la historia anti-historicistas que declaran la imposibilidad de establecer elementos constantes o un sentido canónico de los acontecimientos que permitiera rastrear una posible evo­lución o progreso. Hay que preguntarse si esa es la única lectura posible de la historia cristiana o, sobre todo, la más funcional.

Desde mi punto de vista encuentro tres dificultades. La primera es puntual y atañe a la lectura de la historia del pensamiento y la praxis cris­tiana a partir del siglo IV, que se apoya en E. Schillebeeckx, y que atribuye a una decisión arbitraria del Concilio de Nicea la restricción cristológica a una sola línea: la joánica, sacrificando las posibilidades que contenían otras cristologías neotestamentarias, como las sinópticas. Tal lectura es más que discutible; al menos en un punto no secundario no triunfó la concepción joánica del anuncio cristológico: el mensaje de la caridad. Los exégetas comparten hoy ampliamente la convicción de que el corpus joánico propo­ne una forma de amor al prójimo restringida a los hermanos de la comu­nidad o a los seguidores de Cristo; esta visión reduce claramente el alcance del mandato del amor tal como es presentado en los evangelios de Mateo y Lucas. Pero también es algo ampliamente compartido que dicha visión restrictiva no triunfó, y que ya en los escritos apostólicos se recupera la concepción universalista de los sinópticos, que puede ser rastreada a lo lar­go de la historia de la teología19. Seguramente la recepción cristológica posterior a Nicea fue mucho menos unilateral - y más católica - de lo que pretende Schillebeeckx; la riqueza y pluralidad de las teologías patrísticas y medievales hablan contra un esquema de rigidez o restricción20. La historia en ese caso muestra más bien una pluralidad y libertad de la reflexión en acto, siempre dentro de los márgenes de lo que la Iglesia ha establecido como verdad absoluta o necesaria.

El otro problema se refiere a la relación entre los orígenes y la historia posterior hasta nuestros días. Es arriesgado privilegiar el momento inicial, de lo extraordinario y lo sobrenatural, para contemplar lo que viene des­pués como decadencia, cerrazón o estrechamiento que asfixia el carisma primero, donde a lo máximo se perciben excepciones o algunos momentos de recuperación del esplendor fundacional. Dicha forma de representación de la historia reproduce un arquetipo del pensamiento mítico bastante no­torio21, y cae en un prejuicio anti-historicista, es decir, acaba por negar el valor de la evolución histórica y de la experiencia en ella acumulada: sólo los orígenes son iluminantes, solo el principio contiene la verdad plena, el resto no es más que abundar en lo mismo y, en el peor de los casos, una degeneración de la experiencia original. Una visión diversa podría valorar lo positivo de la historia de la Iglesia, en el sentido de crecimiento y pro­greso, que ayuda a comprender y profundizar cada vez mejor el programa original. La contingencia característica de los acontecimientos históricos va configurando un horizonte de comprensión o un «canon» que es cada vez menos contingente, en el sentido de que el cúmulo de experiencias realiza­das y la reflexión sobre lo vivido deja un poso o sedimento a lo largo de los siglos que adquiere paulatinamente valor universal o asume el carácter de obra «clásica», que puede ayudar a la hermenéutica de la fe cristiana en to­dos los tiempos. Obras como la Ciudad de Dios de Agustín, las Summas medievales o los Pensées de Pascal tematizan la conciencia cristiana en tres momentos distintos de la historia en un modo que no puede ser conside­rado simplemente como «contingente», en el sentido de que otras obras nos aportan la misma información o nos ayudan de igual modo, o de que sus reflexiones nacidas en un determinado contexto sean muy relativas. La historia de la Iglesia y de la teología asume así para los cristianos un peso no absoluto pero tampoco tan contingente como podrían pretender las concepciones más minimalistas.

El tercer problema, conectado con lo ya dicho, tiene un carácter más fundamental o metafísico y se refiere a la diferencia entre visión sociológi­ca y visión teológica de la historia de la Iglesia, y aquí se toca quizás el pun­to más crítico en todo intento de aplicar la noción de contingencia a la Iglesia, como ya ha sido enunciado en el primer guión. Este problema pue­de ser formulado en los siguientes términos: a menudo donde la perspec­tiva sociológica observa contingencia, la teológica observa necesidad. La sociología, desde su código de lectura, ve unas decisiones y sus efectos, unos condicionamientos y un juego de intereses; la teología por su parte, desde su propio código de lectura, ve la actuación del Espíritu y la realiza­ción de un designio divino. La observación sociológica puede aportar un instrumento crítico que evite falsas proyecciones de lo contingente en lo necesario, mostrando los efectos perversos de tales maniobras. Pero todos sabemos que el planteamiento crítico debe auto-limitarse como condición de posibilidad del mismo conocimiento: no se pueden plantear las cosas sólo desde lo que «hay detrás de»22. El límite de la lectura sociológica en el diálogo interdisciplinar con la teología es precisamente la dificultad de «observar» como se «observa desde la fe». El nivel de contingencia con que juega el conocimiento sociológico de la historia, en la que todo podría ser de otro modo y todo se explica a partir de causas naturales y decisiones ar­bitrarias, es incapaz, por el axioma metodológico que preside el desarrollo de esa ciencia, de observar otras causas, trascendentes, sobrenaturales y que confieren a los acontecimientos un carácter que va mucho más allá de las contingencias que confluyen en los mismos. El límite de toda sociología de la religión, que ha sido puesto de relieve en varias ocasiones 23, alerta so­bre lo aporético de la aplicación de la contingencia a un ámbito caracteri­zado precisamente por la negación de la misma. En todo caso la teoría de la sociedad debe tomar en consideración si es positiva la existencia de una realidad social que proclama un núcleo de no-contingencia y que lee su his­toria y la de todos en clave no-contingente ni fatal.

d) La dimensión antropológica merece al menos una breve considera­ción. La lectura conjunta de las obras de sociólogos como U. Beck y A. Giddens puede ayudarnos a explicitar los problemas que se asocian a la ampliación ilimitada de los márgenes de contingencia cuando es vivida por los individuos de las sociedades más avanzadas. El tema de las libertades arriesgadas agrupa a ambos autores en torno a una misma preocupación: el aumento de los niveles de libertad implica no sólo beneficios sino riesgos importantes que no pueden ser resueltos con los recursos tradicionales24.

La cuestión antropológica ante la situación de contingencia de la Igle­sia se plantea en los siguientes términos: ¿es conveniente acentuar los niveles de contingencia en la Iglesia en un contexto marcado por la in­determinación que amenaza con banalizar los altos niveles de libertad individual alcanzados? Ante la dificutad señalada no creo que la estrategia mejor sea añadir más contingencia a la contingencia ya presente en el am­biente social, debida a la reflexividad y abstracción de los sistemas sociales. Si también la Iglesia se vuelve demasiado contingente, al aplicarse a sí mis­ma los niveles de abstracción o de reflexividad propios de otros sistemas sociales, se perderá uno de los pocos puntos de anclaje que aún puede en­contrar la conciencia de las personas en su búsqueda de seguridad, en un sentido más antropológico que psicológico.

El argumento es susceptible de crítica por demasiado funcional. De to­dos modos, podría advertir el crítico, los procesos sociales en curso tienen una fuerza superior a la que preside la voluntad de ahorrar los altos costes antropológicos asociados a la contingencia ambiental; dichos procesos son inevitables así como las consecuencias que reportan a las iglesias cristianas. En cierto sentido la Iglesia seguiría siendo contingente a los ojos de nues­tros contemporáneos aunque nos empeñáramos en negarlo o en blindar su imagen de forma artificial. De nuevo el argumento central desarrollado en el punto anterior reivindica su vigencia, en el sentido de que la compren­sión de la Iglesia reentra en el objeto y contenido de la fe anunciada y de la fe profesada; esa fe ofrece a cada persona reconocer en una realidad so­cial bastante limitada al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Cristo y al Templo del Espíritu, con toda la carga de mediación salvífica que implican esas ideas. «Creer» significa entre otras cosas, en cristiano, estar convencido de que el dinero no tiene valor comparado con lo que Cristo ofrece, o que la contin­gencia no es la última palabra sobre las realidades humanas, tampoco so­bre la Iglesia. La misma oferta de la fe es la del Absoluto en un ambiente de radical contingencia; el Absoluto que es mediado a través de una insti­tución que se reserva cierto nivel de «necesidad» y de «estabilidad» a tra­vés del tiempo. En ese sentido la Iglesia seguirá siendo en los siglos veni­deros un punto de referencia firme, garantía de apoyo a quienes quieren creer en Cristo o para quienes buscan salvarse de la contingencia más pe­ligrosa: que después de la muerte sólo exista la desdicha sin tiempo, o bien la nada.

e) El artículo de Punsmann gira en torno a una posible rentabilidad práctica del reconocimiento de la complejidad en la Iglesia; en la conclu­sión de su artículo, por ejemplo, afirma que las iglesias pueden contribuir a apagar la sed de religiosidad principalmente a través de un «redescubri­miento y atención de la propia contingencia» (121). Las razones que ofrece son los peligros asociados a la reducción de los márgenes de contingencia, a la necesidad de romper con una «metafísica de la presencia» (referencia a Lyotard) y la pérdida de interés y fascinación ante un Absoluto demasia­do cercano y disponible.

La cuestión práctica requiere respuestas prácticas o pragmáticas, es decir, que se guíen por los resultados. En el nivel teórico las sugerencias de Punsmann (tanto como las mías propias) tienen un estatuto hipotético: nada nos asegura que un aumento de la percepción de contingencia en re­lación a la Iglesia reporte una posición más ventajosa de cara al anuncio cristiano y a la adecuación a las expectativas de los hombres y las mujeres de hoy. Aquí es necesaria otra forma de sociología, la más empírica, para detectar a través de indicadores siempre parciales cuáles son las tendencias en acto y las consecuancias de la aplicación pastoral de determinadas teo­logías25. Por ahora, las encuestas más recientes no nos aseguran en abso­luto que las confesiones cristianas que más han acentuado sus niveles de contingencia logren un mayor nivel de acercamiento a la sensibilidad reli­giosa de sus contemporáneos, y nada nos permite preveer un cambio de tendencia. Quiero decir que las iglesias cristianas más atentas a los cambios de sensibilidad en el ambiente y que han intentado adecuar sus estructuras, organización y mensaje a esas nuevas exigencias, han sufrido más, de forma paradójica, el desgaste de las fuerzas secularizadoras y la pérdida de interés por parte de sus potenciales seguidores. Con ello parece cumplirse por enésima vez la advertencia de K. Popper, F. Hayek y de tantos otros soció­logos sobre los «efectos no-intencionales» de ciertas decisiones y acciones, que a pesar de estar motivadas por la buena voluntad de afrontar un pro­blema, en la práctica lo complican todavía más y se alejan de este modo de la solución. Lo que en el planteamiento ideal tiene coherencia, puede no tenerla en la realidad concreta y empírica, que debería guiar también no sólo la toma de decisiones, sino las mismas orientaciones teológicas.

Hay que recordar por otro lado que la prestación específica de las igle­sias es de carácter «religioso» en el sentido de una mediación de la trascen­dencia que salva o de lo Absoluto como esperanza. Parece que cabe dedu­cir entonces, de forma hipotética, una proporción inversa entre los niveles de contingencia de una iglesia y la capacidad de prestar su servicio media­dor: cuanto más se admite lo arbitrario, provisional y relativo de las prác­ticas y las doctrinas de una iglesia, menos interesante se vuelve como me­diación de lo Absoluto26. O quizás pueda formularse la misma hipótesis en un modo diverso: confiar en el poder mediador de una Iglesia implica re­conocerle un bajo nivel de contingencia. De todos modos también esta hi­pótesis debería ser sometida a la prueba de la verificación empírica, para la que los estudios sociológicos pueden prestar una inestimable ayuda.

La noción de contingencia sin embargo no puede ser eliminada de la comprensión de la Iglesia, al menos desde la experiencia histórica del error y del pecado. Los tópicos ya clásicos de la casta meretrix y de la ecclesia semper reformanda indican algo parecido a lo que el término «contingen­cia» predica desde una perspectiva más sociológica: la Iglesia está sujeta también, como realidad humana, a la contingencia del pecado y del fraca­so; su santidad es precaria en el periodo histórico y es inevitable afrontar reformas en el curso de una historia marcada por la prueba, la caída y la conversión, como muestra también la historia de la salvación en Israel27.

En realidad la Iglesia no puede dejar de ser «contingente» desde este punto de vista, que habría que identificar más con un cierto nivel de «fa-libililidad» que se manifiesta en los errores históricos, por los que el actual Papa tiene el innegable valor de pedir perdón. Por desgracia, debido a nuestra limitación humana, esos errores sólo podemos apreciarlos, en ge­neral, a posteriori: no existe por tanto una posibilidad de anular esta forma de contingencia a priori, pues va unida a la necesidad de probar o a lo ine­luctable de experiencias personales e históricas que se mueven a tientos, entre dudas e inseguridad. Se trata seguramente de un tipo distinto de con­tingencia, no tanto como incremento de posibilidades o de opciones de adap­tación, sino como posibilidad del fracaso. Sin embargo, volviendo a la cuestión central que nos ocupa, no sé hasta qué punto un aumento de la contingencia como incremento de posibilidades o de creatividad en la Igle­sia, pueda ayudar a superar esa otra contingencia que identifico con la ne-gatividad.

Compaginar la noción de «pecado de la Iglesia» con la de «contingen­cias de la Iglesia» será probablemente el mejor medio para dar una res­puesta teológica al desafío que plantea el interesante artículo del Prof. H. Punsmann.



 
 
 
 
 
 
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